sábado, 17 de octubre de 2020

A leer, a la biblioteca

 


Una de las tragedias del mundo actual, consecuencia de la hegemonía blanca y de la deriva terrible que adquirió la ilustración con el triunfo de la burguesía, es la de ser incapaz de aceptar la complejidad del mundo. Entender que hay muchas realidades posibles y legitimas que lejos de ser opuestas pueden ser complementarias. La incapacidad, en definitiva, de rechazar el neo maniqueísmo imperante.

La concepción de un mundo dividido en dos polos (blanco-negro, bueno-malo, dulce-salado...) es una forma que nos impide comprender la realidad en toda su complejidad y profundidad. Como todas las normas, esta lucha contra el simplismo actual, tiene sus excepciones.

Hay realidades en este planeta ante las que no podemos permitirnos la equidistancia, la multiculturalidad, ni el pos modernismo de pandereta. Existen, como digo, lineas visibles y audibles que sí dividen al mundo en dos sin solución de continuidad, a un lado los defensores de la vida y la esperanza y del otro los esbirros del mal y del capital.

Frente a los defensores, egoístas e insensibles, de la calefacción central nos alzamos los que denunciamos la aberración humana y medio ambiental que esto supone. La sociedad también se divide entre quienes sabemos que la tortilla de patata debe llevar cebolla y estar poco cuajada y los que no tienen ni idea de la vida y solo comen tortillas para guiris, con tacto de esparto, sin gusto y sin alma; Campos de batalla estos, entre otros muchos, dónde nos jugamos el futuro de la humanidad y del hedonismo.

Uno de los enfrentamientos más enconados se viene dando, desde mediados del siglo XX, si no antes, en el mundo del cine.

El séptimo arte tiene a su alrededor dos grandes bloques y, de quien salga ganador, depende el futuro de esa gran fabrica de sueños.

De un lado hay quien defiende que el invento de los hermanos Lumiere es una fabulosa forma de entretenimiento. Integral en sus formas (es decir que incluye a igual nivel todos los aspectos que la conforman y que ha ido ganando complejidad a medida que se han ido añadiendo mejoras tecnológicas a su producción), y capaz de transmitir emociones y valores de una  manera tan sencilla como profunda. Algunos sabemos que, como pasa con la literatura, la música y las demás artes, el cine, es polifacético y multiusos. Qué hay una película para cada momento y cada estado de animo. La gente que afirmamos esto somos, sin duda, aquellos a los que nos gusta el cine y lo hemos comprendido en su totalidad. Luego están los demás.

Esos “demás”, que por desgracia son una mayoría abrumadora hoy en día, forman una suerte de confederación de grupos más o menos numerosos, afortunadamente poco coordinados y en ocasiones enfrentados entre si, cuyo único objeto es destruir el que fuera quizá el primer ocio que tuve en común  con mi difunto padre.

Esta multitud aniquiladora la conforman los amantes de los efectos especiales y las explosiones sin sentido ni lógica (váyanse a jugar al Fornite, por favor, o incorpórense a una colla de dimonis), los fetichistas de la fotografía (el mundo está lleno de fabulosas pinacotecas ahora, gracias a Internet, al alcance de todos) y los amantes del cine dogma (incluso María Montessori os daría de ostias hasta romperse las manos), entre otras perniciosas facciones de esos desalmados.

La peor de las sectas anti cine, se que estabais esperando éste momento, lo conforman los cinéfilos.

El cinéfilo de manual es como los funcionarios de “El ministerio del amor” en la novela 1984. Son todo lo contrario a lo que su nombre pregona.

Estos seres, que tienden a adoptar las formas estéticas de moda en cada época, conciben el cine como una suma de factores y no como un todo que supera con creces esa ecuación. Tienen alma de forenses y deberían trabajar, sin excepción, en los departamentos de anatomía patológica de universidades y hospitales. Diseccionan las películas como si fuesen seres inertes. De manera aséptica y sin cariño.

A diferencia de los alienigenas vaina de La invasión de los ladrones de cuerpos, los  cinéfilos, pueden ser reconocidos de múltiples formas pero hay una infalible. El audio.

Un aficionado al cine, un amante de este conjunto de disciplinas y estilos aunados bajo un formato único y exprimido hasta el infinito, siempre que pueda, verá las películas dobladas a su propio idioma para poder zambullirse de lleno en la historia. Al menos la primera vez. Por contra, nuestras némesis usurpadoras del sinónimo culto de nuestra afición, siempre, y cuando digo siempre es SIEMPRE, tendrán que ver la película en Versión Original Subtitulada.

Intentar ver , por ejemplo, Trono de Sangre de Akira Kurosawa, doblada al castellano, con un cinéfilo al lado es como tratar de aguantar una misa entera, dentro de la iglesia, con el pequeño Damian Thorn a nuestro costado . Un infierno de odio, pero no el del mentado Kurosawa, por desgracia.

El cinéfilo tiene una batería de argumentos tan amplia como contradictoria para defender su snobismo terrorista y anti disfrute.

El más común es, sin duda, el de que al doblarse el diálogo se pierden la profundidad interpretativa y los matices lingüísticos.

El primero es muestra de su ignorancia. Cuando en España existió una muy buena escuela de dobladores esta era una rama artística más y había grandes profesionales que hacían un fabuloso trabajo de interpretación que hoy, sí, añoramos. Pero eso no es consecuencia del doblaje en si, sino más bien el modo de producción capitalista que ni invierte en formación ni valora a sus trabajadores y, claro, el resultado es equivalente a lo invertido. El segundo, lo de los matices lingüísticos, me fascina.

Si bien puedo entender, incluso aceptar, que un verdadero bilingüe en inglés, y además friki de temas militares, valore muy positivamente el cuidadoso detalle de la película 1917, en que cada unidad militar que se cruza el protagonista tiene un acento común entre sus soldados y diferente a los del resto de unidades, para mostrar el hecho de que hasta la segunda guerra mundial los regimientos del ejercito británico se organizaban por condados de origen, no entiendo que puñetero sutil giro lingüístico puede apreciar un estudiante de biología, natural de Calatayud,Aragón, España profunda, en una conversación  entre Sanjuro Tsubaki y Hanbei Muroto en plena era Tokugawa. En el Japón del siglo XVI, para entendernos todas.

Lejos de apreciar nada, y dado que el cine es como dije una combinación de factores, es muy probable que por seguir los diálogos, nuestro snob inventado ad hoc para este ejemplo, se pierda lo que ocurre en el segundo plano, gran parte del vestuario, el maquillaje, la escenografía y detalles de la trama que luego puedan resultar cruciales.

Lo mismo le da 2001, densa y pausada, que Uno, Dos, Tres o Los caballeros de la mesa cuadrada, con sus trepidantes diálogos cargados de dobles sentidos difíciles de seguir, a ratos, incluso en una lengua materna. Cuando el osado cinéfilo comienza la película sin doblar , como le ocurrió a los apóstoles el día de Pentecostés, sufre un episodio de xenoglosia y entiende a la perfección cualquier idioma que pueda ser proyectado en celuloide. Desde el urdu hasta el arameo pasando por el élfico o el lenguaje nahuatl. Mientras dure la película él los entiende. O al menos los intuye lo suficiente, tanto  los idiomas como a las culturas que los usan, para saber si el trabajo actoral es merecedor de un premio en Cannes o  de un simple y comercial Oscar.

Otra característica es su masoquismo. Evidentemente está relacionado con el anterior. Con una suerte de calvinismo estético, el cinéfilo, es incapaz de ver una película si esta no lleva inoculada una dosis de sufrimiento elevada. Así pues Gritos y Susurros, que además de ser un tostón es el fruto de la mente de un perturbado peligroso, le parecerá una obra sublime mientras que   Rango, la de dibujos, le parecerá indigna de ser comenzada. Este rasero pueden sufrilo, incluso, diferentes obras de un mismo autor, de tal forma que Las uvas de la ira será aceptada como una buena película mientras que Fort Apache o Centauros del desierto sufrirán el desprecio eterno del cinéfilo que, a lo sumo, en su disfrure diseccionador nos concederá una aprobación a su fotografía. Aclaro ya que la mayoría de éste grupo además de pedantes suelen ser progres con lo que si además de sufrimiento, el filme, no va cargado de un evidente discurso social al estilo de El ladrón de bicicletas será catalogado de fascista.

El clímax sexual máximo de un cinéfilo que aspire al nivel 5 es cuando acude a ver documentales. Paradojicamente, y en contra posición con su antifascismo de fotograma, les fascina Leni Riefenstahl aunque tampoco le hacen ascos a La isla de las flores o a cualquier cosa mal grabada en un país nacido después de la caída del muro de Berlín. La mejor manera de que te miren por encima del hombro es mencionarles a Michael Moore, un advenedizo al servicio de Soros.

Es un tema que da para mucho y que me ha costado muchas discusiones y amistades. Pero quiero que sepáis que no soy el más radical en esto. Hay incluso historiadores que defienden que una de las causas del batacazo de la izquierda no continuista en la transición española fue por causa de los cinéfilos. Agentes infiltrados por la policía en los movimientos que a base de bombardear a la juventud española, mediante cine fórums, con películas de Ingmar Bergman o Jean Cocteau, empujaron a esta a los brazos de la heroína y de Ana Belén.

Da igual las presiones que reciba. No pienso retractarme. Y recordad esto. Cada vez que un cinéfilo-vaina os proponga ir a ver en VOSE una película que puedas escuchar en vuestra propia lengua respondedle. A leer guiones, a la biblioteca.

 

 
P.D.- A ver cuanto tarda en aparecer alguno que me diga que no lo inventaron los Lumiere...

                                                                             Parte de mis pelis favoritas