martes, 17 de agosto de 2021

Aliados de confianza

  


Generalmente las novelas negras y policíacas coinciden en que sus protagonistas detectives, ya sean privados o funcionarios, tienen alguna característica peculiar. Una seña de identidad que les distingue del resto de sus colegas. Un oído imposible para el violín o una mano exquisita para la cocina son dos de las singularidades más conocidas, pero hay otras.

Hoy, a casi cuarenta grados, me animo a confesar que en los últimos años empieza a manifestarse en mi una manía que parece sacada de las novelas de Petros Markaris ya que, cada vez más, me sorprendo a mi mismo cual comisario Jaritos revisando definiciones en diccionarios. Si bien, en España, no disponemos de su recurrente Dimitrakos tengo a mis disposición magnas obras como el diccionario de la RAE que es a quien suelo acudir cuando algo me rechina.

Algunos de mis pensamientos y reflexiones de los últimos tiempos me han llevado a revisar repetidamente el termino aliado, que viene explicado como una persona que se ha unido a otra para alcanzar un mismo fin. Muy parecida es la definición para países y ejércitos.

Así pues, según esta definición, un ejemplo de lo primero podría ser un grupo de vecinos que se asocian para conseguir mejoras en el barrio, las “Kellys” cuando crean un sindicato para defender sus derechos o incluso quienes comparten coche en un mismo recorrido para pagar menos de combustible.

Un ejemplo clásico de lo segundo, muy interesante, serían los Aliados y el Eje durante la segunda guerra mundial. Si es interesante se debe a que fueron alianzas muchas veces frágiles y en las que varios componentes abandonaron a sus compañeros de viaje cuando no se unieron literalmente a sus enemigos iniciales. Así Finlandia firmó una paz por separado con  la URSS en 1944. Rumanía y Bulgaria se unieron a los aliados según llegaban las tropas soviéticas a las fronteras de su país y, en la cima de esta montaña de desafecciones, Italia, país de origen del fascismo y firmante principal del Eje junto a Alemania y Japón, se unió a las tropas de los EEUU y Reino Unido pocos meses antes de acabar el conflicto como hiciese ya en la anterior guerra mundial. Tampoco vamos a culpar demasiado a fineses, rumanos, búlgaros e italianos por no querer acabar como sus amigos alemanes y buscarse las castañas por su cuenta. Pero da que pensar en la confianza que se puede y debe depositar en los aliados de confianza.

Es muy probable que la salud de una alianza dependa de que lo que puedan obtener sus miembros coaligados sea, como mínimo, tanto como lo que pueden conseguir todos sus miembros por separado. No solo en el futuro sino, de algún modo, también en el presente. De no ser así siempre habrá algún eslabón débil que cumpla el papel de Italia en las dos guerras mundiales.

De un tiempo a esta parte en los ambientes relacionados con la izquierda se ha popularizado el termino aliado para referirse, atendiendo a la definición aportada por la RAE y María Moliner, a los hombres que afirman  no solo ser conscientes de que el patriarcado también les afecta negativamente sino que además luchan codo con codo con las feministas para acabar con ese constructo de poder y opresión.

En un principio estos hombres están a la vanguardia de sus congéneres en lo que a empatía, lenguaje, teoría feminista y necesidades prácticas para la desaparición de las brechas de género se refiere.

Escriben libros, imparten talleres, modifican su vestir y pugnan en redes. En definitiva son un nuevo espécimen que ocupa cada vez más y más espacio en el mundo de la izquierda y de los debates de género. Algo que a mucha gente le parece bien e incluso necesario. Los aliados que acompañan en esta lucha, salidos de entre las filas de los privilegiados y dispuestos a renunciar a sus regalías por el bien de la justicia, anuncian con sus palabras y sus actos unas nuevas masculinidades que sirvan como trampolín hacia una sociedad en la que ya nadie tenga que colocar sus brazos a diferente altura en un monólogo para mostrar lo evidente.

Suena bonito y sería maravilloso.

Yo soy un señoro cis con una expresión de género bastante masculina y patéticamente heterosexual; lo suficientemente viejo como para haber visto escandalizarse a la sociedad española por la campaña del “Pontelo. Pónselo” en plena pandemia de SIDA y como para recordar, en Informe Semanal, un reportaje sobre la negativa de gran parte de los mineros a que las mujeres trabajasen en los pozos junto a ellos. Reconozco que voy siempre dos pasos por detrás, como poco, de lo que está de moda en los debates de género. Sobre todo a nivel de academia y extrema izquierda. Y precisamente por eso, por mi experiencia acumulada, por la sana distancia con el centro del huracán, y por mis años de observación no me fío.

No me fío porque estoy harto de ver a compañeros (okupas, anarquistas de pro, antifas varios, intelectuales,delegados sindicales, profesores, diputados....) que cuando se separan de las madres de sus hijos les racanean el dinero; o ven las criaturas lo mínimo posible convirtiendo de facto las custodias compartidas en regímenes de visita a la vieja usanza, dejando la compra de ropa, los estudios y las decisiones importantes en manos de sus ex mujeres (más aún que cuando eran pareja) porque su militancia, su activismo, su nueva vida es más importante y se lo exije. Hasta que se ofenden por algo, les da el ataque de paternidad tardía o tienen alguna otra necesidad oculta y, entonces, son capaces hasta de llegar a los tribunales con los peores argumentos y abogados mercenarios para machacar a la que un día fue su compañera de vida. Exactamente igual que haría cualquier macho mandril medio, con traje y sin rastas.

No me fío porque en la izquierda estamos aburridos de casos de tíos guays, feministos, aliados, de esos con la arroba siempre en la boca (ahora será la e, supongo), que vestían orgullosos sus camisetas de “Te quiero libre” y ahora van con moño o falda y que luego se pasan el día violentando a las compañeras. No, no hablo ya de agresiones sexuales o físicas en fiestas y en pareja, que también. Me refiero a que las seguimos suplantando, ya sea desde el paternalismo o desde la condescendencia, pero siempre, siempre, siempre, desde la soberbia y, por supuesto, del privilegio.

No me fío porque nuestra posición en esta alianza de lucha anti patriarcal es muy dispar. Mientras que hay quien se juega literalmente la vida, cada día, nosotros podemos hacer descansos, ponernos de perfil y hasta bajarnos del tren del feminismo cuando queramos ya sea por aburrimiento o porque ya no nos resultan suficientes los beneficios obtenidos de esta coalición de lucha. Podemos permitirnos, sin coste, firmar una paz por separado y seguir a lo nuestro, como Finlandia, o hasta unirnos a las huestes vencedoras, como Italia.

Y por eso no me fío. Porque en realidad cuando, en un mundo de hombres, uno de nosotros tiene los santos cojones de bajarse del pedestal y caminar justo hacia el centro de la lucha contra esos pedestales, y esos privilegios, y ese ser el centro, lo  que está haciendo es ser el centro de nuevo.  El aliado hombre feminista renuncia a un privilegio caduco en la búsqueda de un nuevo privilegio que le abra nuevos éxitos con los que saciar su ego y mantener su estatus. Sabe que será reconocido, admirado, loado y citado aunque sea un farsante que hasta plagia sus textos de asambleas feministas e investigadoras mujeres de menor renombre, porque feministas hay muchas pero aliados no, y tenemos que cuidarlos.

No me fio de los aliados como no me fío de los europeos que pontifican sobre anti colonialismo, ni de los blancos que no van al final de las manifestaciones anti racistas, ni de los políticos profesionales que hablan en nombre del pueblo.

No me fío de los aliados porque si de verdad quisiesen renunciar a privilegios no estarían siempre tan guapos, ni tan perspicaces, ni tan descansados. Me atrevo a decir que simplemente no estarían siempre, como ahora están, porque limpiar el baño, comprar la ropa de los hijos y acompañar a los padres al médico lleva mucho tiempo. No escribirían tantos artículos, ni darían tantas conferencias porque pensar en el menú de la semana que viene y ayudar con los deberes agota más que leer a Negri y a Rita Segato.

Es evidente que yo ni soy feminista ni voy de aliado pero no nos equivoquemos. No digo que los hombres no tengamos solución y seamos todos unas ratas egoístas. Pienso que los hombres podemos y debemos aportar nuestro granito de arena en la lucha contra el patriarcado y a la vez tengo claro que esa lucha no es real ni sincera si no es desde los márgenes, sin volver a estar destacando. Probablemente los hombres nuevos ya existen, están por ahí, pero no me cabe la más mínima duda de que no les vemos porque están en casa haciendo día a día aquello sobre lo que teorizan y con lo que nos deslumbran los aliados de confianza.