lunes, 21 de septiembre de 2020

Alcoholes y rencores (capítulo 4, parte 2)

Entraron en la parroquia más cercana. Allí, con unas cañas y una tapa de oreja a la plancha, la compañera le puso un poco al día de los últimos acontecimientos. Al parecer Esteban y Carolina, que se habían líado la misma noche que él conoció a Magdalena, se habían ido juntos con los paralelos, que era la forma despectiva que tenían en la CNT oficial de llamar a aquellos que se habían escindido de la organización. Manuel se dedicaba a las farmacias, pero no como ella, sino que estaba enganchado al caballo y andaba pagando palos; en cuanto a Esteban no sabía nada de él. Ni ella ni nadie. Era como si se lo hubiese tragado la tierra.

La puesta al día duró más o menos lo que duró esa ronda. El silencio se podía cortar entre el par de compañeros de sindicato. Los ojos de Teresa se posaron, amables, en los de él y mientras le agarraba la mano sobre la mesa beige del bar se acercó para besarle suavemente.

 Ella no vivía lejos de allí y fueron a su casa. Fernando se dejó llevar en todo momento por la iniciativa de la afiliada de químicas, sin estar muy seguro, pero necesitado en su soledad de contacto humano. De calor. De cariño.
        

Desde su duda forzó una pasión que en ese momento no sentía. Le quitó el jersey de cuello vuelto y, muy torpemente, fue derrotado por el sujetador negro de la compañera. Mientras ella  se desembarazaba de tan poderoso enemigo él se quitó los pantalones.
 

Se tumbaron y tras unos cortos besos y unas torpes caricias la mujer morena se tumbó sobre él y, poco a poco, ayudada de su mano derecha, empezó a introducirse la polla  en su cuerpo. Una vez que hubo terminado le empezó a montar suavemente.

Al principio Fernando disfrutó  de la incomparable sensación de piel y carne húmeda en contacto con su piel pero duró poco. La escasa luz que entraba de las farolas de la calle fue suficiente para iluminar el cuerpo de su ocasional amante. El tronco delgado y la piel excesivamente blanca destacaba por contraste con la larga melena azabache. En otros momentos de su vida, en los que había llegado a imaginar este encuentro de una manera muy diferente, se hubiera sentido feliz de estar con una mujer tan bella. Sin embargo, hoy no era ese cuerpo de piel clara con el que quería compartir. Cuando, subiendo sus brazos por los costados de ella, alzó la vista para descubrir un cuello desnudo del que no colgaba ninguna cruz de madera se sintió en la necesidad huir.

La tumbó con desgana boca arriba sobre la cama y empezó a llevar el ritmo, en una postura que en realidad no le gustaba nada. Abrazándola y con la cabeza pegada a la de ella aceleró sus embestidas, rítmicas e insensibles, con el fin de terminar cuanto antes. La respiración de ella había cambiado, intuía que no disfrutaba tanto como antes pero hoy le daba igual. Terminó en seguida y sin casi esperar se tumbó también mirando al techo, a su lado, pero sin llegar a rozarla.

Teresa se giró para mirarle. En silencio, apoyada sobre un codo, comenzó a acariciarle la barba rizada.  Pudo ver que en su mirada qué más qué reproche había ternura y preocupación. Le dijo algo que no escuchó porque estaba empezando a ser dominado por un sentimiento de suciedad y de rabia. Se mantuvieron juntos, desnudos, empapados de flujo y sudor frío, el uno al lado de la otra durante un tiempo que a Fernando le pareció eterno. El ambiente era gélido hasta tal punto que nadie que viese la escena desde fuera y sin conocerlos podría sospechar que hacía años que eran amigos y compañeros de lucha.

Incapaz de sostener más la situación, cuando Tere se acercó para besarle la comisura de los labios, se incorporó bruscamente esquivando el gesto de cariño.

Me marcho, dijo, en tono seco, mientras se ponía los pantalones.

Teresa se puso el jersey en silencio y le acompañó hasta la puerta.  Se marchó con las manos en los bolsillos de la cazadora y la mirada puesta en el suelo, escaleras abajo. Escucho, sin darse la vuelta, en tono a mitad de camino entre la afirmación y la pregunta que le llamaría al día siguiente. No se volvió ni se molestó en contestar. El sonido de la puerta le acompañó mientras doblaba el recodo del descansillo.

    
Deambulo por el barrio sin rumbo fijo, cargado de autocompasión y lamentándose por la mala suerte de haber perdido dos amores en poco más de un año. Convencido de que ya nadie le amaría. Se sentía el centro incomprendido del universo y objetivo de una venganza injusta y divina que bajo ninguna circunstancia se merecía.  Fue así, cargado de amargura, como llegó a un club anunciado con unas letras de neón azules y con una puerta iluminada por una bombilla. Abrió la puerta y bajó las escaleras. Pensó en lo poético que era estarse acercando, de manera física, a ese infierno en el que ya se sentía en lo personal.  
 
 
En el momento en que entró había más gente pero contrariamente a su costumbre no les hizo el menor caso. Se pidió un whisky y se dedicó a retozar en su particular ciénaga de sentimientos. Ignoró a las dos chicas ligeras de ropa que se le acercaron para que les invitase a una copa. No tuvo noción del tiempo hasta que la mujer de las uñas color pollito le devolvió a la realidad con su petición de cierre. Era evidente que había estado mucho más tiempo del que pensaba metido en su cloaca.



Meaba entre dos coches cuando oyó como la mujer y sus dos compañeras terminaban de cerrar el garito echando una chirriante valla metálica de cortina. Escuchó que hablaban de lo mal que había ido la noche y de los hijos de la más mayor, la que le había vendido el tabaco. Lo último que entendió, antes de que la distancia desdibujase las voces y el ruido de los tacones contra el suelo, era que la hija  preparaba el desayuno al pequeño y le llevaba al cole para que ella pudiese descansar hasta medio día.

Se cerró la bragueta. Miró alrededor. En el letrero apagado podía leerse “Club Inverness” y, a su lado, un dibujo representaba a una chica vestida solo con escote y medias largas sentada de manera imposible sobre una copa de champán ridículamente desproporcionada.  Los edificios le parecían vagamente familiares. Juraría que no estaba lejos de Puerta Bonita.

Caminando con las manos en los bolsillos de la trenca y pensando en la rubia del antro que acababa de cerrar se díó cuenta de que si no tenía cuidado se iba a convertir en un hombre repugnante. Cobarde, egoísta y autocomplaciente. Se avergonzó de ahogarse en problemas de niño bien y corazón roto. Precisamente el que, por oficio y militancia, sabía de verdad como sufre la gente por el mundo.

Sintió que había tocado fondo y decidió que nadie tenía porqué comerse su mierda. Ni sus amigos, ni sus compañeros, ni mujeres anónimas atadas como galeotes a una barra sucia y pringosa.

Si todavía estaba disponible aceptaría el trabajo que, la semana anterior, le había ofrecido su primo como corresponsal para uno de los periódicos más importantes del país. La situación en destino se tensaba por momentos y la incorporación era inmediata. Solo tenía que preparar los bártulos, vacunarse y encontrar valor para disculparse con Teresa por haberse comportado como un cerdo.

domingo, 13 de septiembre de 2020

Espurgos de domingo II

 

Decía, bueno dicen que decía, Diógenes que el equipaje debería ser tal que no te arrastrase al fondo en caso de naufragio.
Como yo pienso que el naufragio es inevitable sigo aligerando el mío. Ahí os pongo el espurgo de la semana. Al final foto borrosa.

- La insoportable levedad del ser, una edición de kiosco. Este os interesa por si váis de culturetas. No sea que al vejestorio de Kundera le den un Nobel antes de espichar y os toque ir corriendo a Traficantes de Sueños a descubrir que, de repente, se han agotado los ejemplares del insigne autor checo.

- Noam Chomsky para principiantes. Yo siempre he pensado que esta colección es la mayor estafa de la historia ya que hasta Hegel resulta más fácil de leer de su puño y letra que después de ser destripado por estos supuestos divulgadores. Si nos metemos en un autor tan asequible como el bueno de Noam es ya una broma de mal gusto. Ideal para regalar en un cumpleñaos de esos que todo el mundo lleva mierdas que no necesita, en este caso con la esperanza de que le toque a alguien que nos caiga especialmente mal.

- El Bucle meláncolico, de Jon Juaristi. En fin, allá quien quiera dar credibilidad a un tipo que en 20 años pasó de estar en la linea dura de ETA Político Militar a la linea dura del PP. No tengo nada contra los bipolares si están medicados pero como historiadores no me inspiran confianza. Sin más. Ah, si. Perdón. Habla de la trayectória del nacionalismo vasco desde antes de Sabino Arana. Con sus cositas, claro.

- Lo que el trabajo esconde, de varios autores. Lo editó Traficantes de Sueños antes de volverse adictos a los tostones italianos (no, no hablo de recetas culinarias). Basicamente se trata de una compilación de trabajos de un montón de universitarios, que no han visto una obrera textil en su vida ni han hecho tampoco un turno en una franquicia de comida rápida, en el que le cuentan a otro montón de univeristarios de la misma calaña lo que es el trabajo.Mano de santo contra el insomnio.

- Instituciones y derecho de la unión europea, de Aracelí Mangas. Hubo un tiempo, en 2015, en que todo parecía posible. Incluso que yo trabajase para un eurodiputado. Lo adquirí para saber distinguir, al menos, el bufet de diputados de la Comisión de Derechos Humanos del congreso en Bruselas. Si quieres ligarte a un/a opositora a Técnico de la Administración Central darle éste libro es quizá la única forma que tendrás de verle/a en los próximos cuatro años. Yo no lo despreciaría tan facilmente.

- Entre el deber y el Motín, de Marcus Rediker. Editado por anti persona es una obra pelín extensa pero muy interesante que aborda lo que siempre quisiste saber sobre las relaciones laborales de los marineros anglosajones de los siglos XV,XVI Y XVII. Una locura. Te cuenta hasta lo que comían los miércoles de cuaresma los marineros calvinistas. El caso es que Radiker, junto a Peter Linebaugh, escribió uno de los mejores libros sobre el tema que he leído. "La hidra de la revolución" (estáis que os lo regalo) y su divorcio académico es una muestra más de que el trabajo en equipo siempre es mejor y de que los personalismos son destructivos no solo para las segundas temporaads de las series de la HBO.

- El asedio, de Arturo Pérez-Reverte. Si, ya se. Es un machista y un españolista insoportable. Pero también lo es el vicepresidente del gobierno y por el pérfil de mis amigos y lectores es muy posible,si estás leyendo esto, que hasta le votases en las últimas elecciones y le defiendas a regañadientes ante tus cuñados. Volviendo al libro no es la mejor novela del capullín pero me la quedaría si no fuese porque me lo regalaron por dos lados distintos. A las malas, si eres muy optimista ante nuestro futuro inmediato, tiene un tamaño ideal para usarlo en la construcción de barricadas y parapetos. Y aunque os joda escribe y viste mucho mejor que Pablo Iglesias Turrión

lunes, 7 de septiembre de 2020

Privilegios y primigenios

Como muchos sabéis soy un fanático jugador de rol. El sábado pasado teníamos nuestra irregular partida mensual pero debido al exceso de horas de trabajo de la mayoría y a que yo, milagrosamente, había dirigido una partida la tarde anterior nos tocó improvisar. Es decir, que acabé improvisando yo. Narrando una partida de una sola sesión a "La llamada de cthulhu". Un juego de terror ambientado en las obras de Lovecraft. Si, ese que ahora inspira una serie en la HBO.

        Como soy muy tradicional decidí que ambientaría la partida en los años 20 del siglo ídem, que para quienes no lo sepáis es la ambientación en la que se pensó y diseño el juego original. Dado que los amigos con los que jugué esa tarde son veteranos les dí libertad absoluta para diseñar sus personajes. Solo les comenté que la partida estaría ambientada en Nueva Inglaterra y que transcurriría cerca de los bajos fondos de la ciudad de Arkham.
       

        En seguida surgieron las ideas. Un ex boxeador de origen irlandés, un barbero de oscuro pasado descendiente de alemanes, un patrullero corrupto también hijo de nacidos en la isla esmeralda y un músico vagabundo afroamericano.

        Yo no quise interferir pero si teníamos que interpretar bien los personajes, y yo tengo que ambientar decentemente la partida, ese jugador estaba a punto de vivir un pequeño infierno. No tanto por la calidad de la interpretación de cada jugador, algo a fin de cuentas secundario, sino por las dificultades que se va a encontrar el personaje de marras en un ambiente como el de los años veinte en los EEUU, siendo negro, en una zona como la que se desarrollaba la trama. Me vino a la cabeza la película Ragtime  de Milos Forman, muy recomendable, y la use como fuente de inspiración ambiental. No pude quitarmela de la cabeza.
        
        La partida fue bastante caótica y surrealista, algo no muy improbable en Cthulhu. Y terminó, dentro del juego, con un cadáver robado y profanado, una viuda asesinada por unos duendes grises de alcantarilla, un barbero inocente condenado a muerte y tres prófugos de la justicia. Lo más sorprendente, sin duda, fue el hecho de que sacaron todas las tiradas de cordura menos una y nadie enloqueció por los espectáculos bizarros en los que se vieron envueltos, que no fueron pocos. Aclaro, para los profanos, que en éste juego se tiene en cuenta que los espectaculos raros, violentos y desagradables afectan a la salud mental y es recurrente hacer tiraads para ver si la estabilidad emocional de los personajes aguanta o sucumbe.

         Fuera la cosa se saldó con un amigo que lo pasó bastante mal y cuyas intervenciones estuvieron muy limitadas. Su personaje no podía entrar en la mitad de los sitios a los que iban a investigar,le ignoraban o le insultaban y le faltaban al respeto de manera continua. Y eso que si intervine para que cambiase el nombre que había elegido, tirando de ese invento del diablo llamado Internet, fundiendo el nombre de tres conocidos músicos de la época y que había resultado ser ni más ni menos que el de Robert Edward Lee.


        Para los desconocedores de este personaje real, se trata del más reconocido general de las tropas confederadas durante la Guerra Civil de los Estados Unidos. Entre otras cosas se opuso al derecho al voto de los esclavos libertos tras la guerra y, a día de hoy, un héroe para gran parte de los supremacistas blancos en ese país.

         Me pilla veinte años antes, no le aviso, y le arruino la tarde hasta el punto de que me deja de hablar durante un mes.

        Después, cuando terminamos y nos fuimos a cenar, se dio una situación de reflexión en todos nosotros. Si en el salón de casa de un amigo, interpretando un papel en un juego por espacio de cuatro horas (fue corta la partida), sabiendo que cuando quieras lo dejas, meterse en la piel de un afroamericano, de una persona racializada, es una experiencia desagradable en la que te quedas fuera casi todo el tiempo ¿como es cuando no es un juego que puedes parar en cualquier momento y volver a tu piel blanca? ¿qué clase de vida llevas cuando en todo momento eres un ciudadano negro, o mujer, o trans, o sin papeles o varias de estas juntas y te sabes prescindible y machacable?
        
        No se como acabó el debate. Ellos fueron a un bar a cenar y yo me fui a sacar a Jack para no caer en la tentación de alimentos poco recomendables. Ahora bien, una vez más me quedó claro que incluso los que vamos por la vida de militantes y "aliados" tenemos la enorme suerte, cuando estamos cansados, de poder darle al botón de off para olvidar las miserias de la vida. Y los que podemos hacer eso nunca deberíamos olvidar que eso, sin duda, es un gran privilegio.

miércoles, 2 de septiembre de 2020

Alcoholes y rencores ( Capítulo 4,Parte 1)


 En enero y marzo publique, en tres entregas, un relato que ando construyendo. No es de lo que más éxito ha cosechado el skinhead pero aún así me apetece seguir con esta historia. Para las que la estáis siguiendo aquí va un capitulo suelto. Si he tardado tanto es porque entre el anterior y este debería ir otro, pero no consigo escribirlo y este que sería el cuarto o el quinto ya lo tengo "terminado". Como hice con la parte titulada "San Isidro labrador" os lo doy en dos entregas. El título es provisional y se aceptan propuestas de cambio, que a mi no me gusta nada.

Espero, por privado y en persona si es posible, vuestras críticas.





El eructo mudo de Fernando vino acompañado de una ligera arcada con sabor a whisky barato y bilis. El tímido vomito reprimido había venido a cortar sus reflexiones sobre la felicidad.

Un soliloquio de ebrio en el que para sí despreciaba a aquellos que se consideraban dichosos cuando simplemente se conformaban con una vida rutinaria y gris. Esa horda de epsilones que con su complacencia y sumisión apuntalaban el mundo de mierda que les tocaba vivir. Esclavos satisfechos en una existencia que transcurría entre anuncios y horas extra con breves descansos para gastar y endeudarse.

Pero no se lo reprochaba. Ni les culpaba tampoco. A fin de cuentas eran como los animales nacidos en los circos y los zoológicos, que nunca habían tenido la posibilidad de experimentar su fuerza y su libertad. Como esos canarios caseros que, cuando les habrían la puerta de su jaula, regresaban temerosos al poco de explorar el salón si es que se atrevían a salir de su prisión. No.

Su rencor eterno. Su odio casi vesiánico era para sus antiguos amigos. Para aquellos que después de haber sentido la adrenalina de la libertad, por breve que hubiese sido, habían vuelto corriendo a esconderse bajo las faldas de la tradición.  Los que habían sentido el viento en la cara, la hierba húmeda bajo sus piés desnudos y un horizonte abierto, sin vallas ni muros, en el que construir un nuevo futuro y lo habían cambiado por treinta denarios de plata. Fuesen estos en forma de despacho con moqueta, de éxito de ventas y taquilla, o de matrimonio estable. Aquellos con los que había compartido el vértigo del desafío en aquella luminosa primavera de rebeldía y ahora le habían dejado, solo y desnudo, expuesto a la intemperie en una noche de invierno que se prometía larga y terrible.


 A punto estaba ya de llegar el momento en que volverían,obsesivos, sus pensamientos sobre Magdalena y los motivos de su abandono cuando un nuevo intento de huida por parte de su flujo gástrico le obligó a centrarse en asuntos más perentorios.        

Tras llevarse el puño cerrado a la boca para apoyar el gesto de reprimir sus náuseas dejó el vaso en la barra pegajosa de madera. Estiró la mano  hacia su paquete de tabaco para hurgar sin éxito con los dedos en busca de un cigarro. Escrutó con sus ojos vidriosos por el hueco arrancado en la parte superior de la cajetilla  y estrujó resignado al guerrero azul que la adornaba, dejándolo caer sobre la barra. Por un instante se sintió como el antaño aguerrido combatiente celta que le miraba arrugado desde donde había caído.

-¿vendéis tabaco?
-Te lo vendo si te marchas guapo, que hace una hora que tendría que haber cerrado.
      
        Alzó la vista con la intención de hacer, desde su egoísmo primitivo y masculino, un comentario sarcástico sobre la contradicción entre el tipo de garito y las horas de cierre pero no pudo.
      
        La mujer que había tras la barra, la que podía ver ahora con las luces encendidas, era una persona de carne y hueso. El maquillaje barato cuarteado apenas podía disimular las ojeras y nada podía para ocultar la mirada cansada tras horas de trabajo.  Una bisutería de tres al cuarto adornaba un cuello en el que la piel empezaba a destensarse como el vestido que lucía. Un vestido por el que asomaban dos senos tan sometidos ya a la gravedad como  lo estaba Comisiones Obreras a la patronal desde los Pactos de la Moncloa. Los dedos de la mano, que ahora le tendían la cajetilla de Rex, estaban pintados de un amarillo chillón que quizá pretendiesen ir a juego con el tinte del pelo pero que sin la penumbra anterior resultaba demasiado histriónico.

        Reconoció el gesto al instante.Había visto antes esas caras de cansancio y de derrota. Las había visto y las había fotografiado. En la Standard Eléctrica. En Roca. En los mercados y en la hostelería. La historia de la izquierda hablaría solo de las grande huelgas y de los piquetes. De los héroes como Camacho y de los mártires caídos en la refriega.

        Pero él recordaba otras estampas. Más allá de las fotos para la prensa. De las sonrisas tras la asamblea y antes de la batalla. Imágenes en blanco y negro. En la parada del autobús o en los vestuarios. En los andenes del metro, en las cafeterías de empresa. En las puertas de atrás de las naves industriales y los almacenes. Durante los descansos para el bocadillo o para echar un pitillo.

        Los rostros de la extenuación. Y los rostros del miedo. Miedo a llevar siempre ese agotamiento a cuestas. A no tener un minuto. A la nevera vacia. A la soledad, con los hijos, tras un turno de ocho horas, y  quizá dos horas más de transporte público, para llegar a una casa por hacer. A empezar la segunda jornada laboral. A fregar. A comprar. A planchar. A echar números. A cocinar para cinco. A hacer posible, desde su anonimato y sacrificio, que se llevasen a cabo las batallas que se decidían en los despachos y los comités. A que todo siguiese igual mientras las fuerzas para soportarlo van menguando con los años.

        Sin poderlo contar si quiera por que sus madres lo pasaron peor; Por que no saben lo que es pasar una guerra; por la sensación de que se quejan de vicio. Sin poder protestar ante un marido, sindicalista  y con carnet del partido, que siempre está reunido. Construyendo un mundo nuevo sin pasar por casa más que por ropa limpia y comida. Generando más trabajo y sin dar nunca las gracias. Sin emitir una palabra amable ni tener un solo gesto de ternura. Ternura sepultada por años de rutina conyugal, por desaires, por silencios. Ternura reservada, llegado el caso, para algunas apariciones en público y los momentos en que quería algo más.

        Observó el rostro de esa mujer agotada y se preguntó, por un instante, qué pensaría de él. Y de todos los que eran como el. De esos hombres de bien. Padres de familia , o solteros, incansables luchadores que en momentos de debilidad, de aburrimiento o de asueto, se acercan por este local o algunos parecidos a pagar por compañía. A creerse graciosos y seductores a cambio de un vaso de garrafón disfrazado de marca.  A meterle mano a “las chicas” como si fueran objetos de su propiedad o bienes comunales para el uso y disfrute de los machos ibéricos. A que se les proporcione el descanso del guerrero.

        Sintió pena y asco de sí mismo. Sacó su último billete, azul, del bolsillo derecho y  dejó las quinientas pesetas sobre la barra. Con un precario equilibrio barruntó una suerte de disculpa y salió a la calle.
      
      
        El frío de la madrugada, seco, madrileño, le quitó parte del pedo y le hizo recobrar algo la verticalidad. Se sintió confuso. No tenía ni puta idea de donde estaba ni de cómo había llegado allí.

        Se levantó las solapas de su trenca forrada de borrego, comenzó a caminar buscando una avenida o calle reconocible.Trato de recordar, desde el principio. Como esos guías turísticos que se saben las cosas de carrerilla y, si les cortas, tienen que empezar de cero.

        Había salido, más bien huído, de casa a eso de las siete de la tarde. Desde la calle Tesoro, bajando por Marqués de Santa Ana, y subiendo por Pez había parado en el Palentino donde se  desayunó un sandwich vegetal y un segoviano. Después de media hora escuchando a dos veteranos del Informaciones discutiendo sobre las posibilidades de que se reflotase el periódico o pactar una jubilación aceptable salió sin destino fijo.

        Cuando se quiso dar cuenta, y tras un par de paradas técnicas en sendas tascas para combatir el frío, se vió en La Latina. No lo pensó demasiado y bajó por la calle Toledo. Dejó a su derecha el parque de bomberos sin dejar de sorprenderse, como siempre, de dos apagafuegos orondos,a los que tenía fichados hace tiempo, que se pasaban las guardias en la puerta. Sin importar la temperatura, siempre en camiseta, pese a sus más que aparentes cincuenta años. Encendiendo un cigarro tras otro y viendo la vida pasar.

        Con cierta envidia por la aparente felicidad ajena continuó su caminar. Cruzó el puente sobre la M-30 y enfiló, por inercia y sin querer, por pura costumbre, por unas calles paralelas a General Ricardos, con destino al Pasaje español. Para no ofender a las almas más puras del lugar apareciendo con una litrona de Mahou se ventiló un par de cañas rápidas en la parroquia más cercana y ya, por fin, se adentró en el callejón donde estaba situado el Ateneo. Un pequeño edificio que alojaba a uno de los núcleos libertarios más estables de la zona sur de Madrid y donde quizá podría encontrar algún amigo.


        Antes de llegar se topó con Teresa. Hacía algún tiempo que no se veían. Ella le comentó cómo estaba el panorama y, ante la opción de tener que acabar otra vez escuchando la discusión monotemática del último año y medio, aceptó tomarse algo con ella.