lunes, 20 de abril de 2020

20 de Abril

Hace unos años escribí esta chorradita en un muro de fb. Ahora la rescato para quienes o no la leisteis entonces, no sois amigos de mi alter ego en  el invento de satanás de Zuckerberg o simplemente lo habéis olvidado.

Espero arrancaros una sonrisa al menos:


Hoy, aún a riesgo de que nadie me crea como le pasó a Ángel Berriatúa y/o aparecer mañana flotando boca abajo, muerto, en la piscina del jardín como Joe Gillis, me he decidido (probablemente debido a un brote de locura causado por mi aislamiento montañes al más puro estilo Jack Torrance) a revelaros una verdad que llevo callando demasiado tiempo. Se trata del mensaje oculto y fascista que esconde la letra de una canción. Una canción escrita e interpretada por unos supuestos "rojillos" pucelanos que se trata, en realidad, de un homenaje secreto a Adolf H.
Si amigos, uno de los temas más conocidos de la banda "Celtas Cortos", 20 de Abril, escrita,¡JA!, dicen, un año después, en 1992.
El 20 de Abril del 90 fue el 101 aniversario del nacimiento del Fuhrer y, en esta canción, no solo se le homenajea veladamente si no que además se nos revela que no murió en 1945 ya que se trata de una carta que éste, no se sabe desde donde ni cuando, le envió a Eva Braun.
Pero analicemos la canción:
1º- En la primera estrofa se dice: 20 de abril del 90 ..... ¿te sorprende que te escriba?- Evidente, en su condición de líder clandestino, Adolf, no podía arriesgarse a escribir a sus seres queridos y delatar su paradero. Pero, el día de su cumpleaños, solo y melancólico, tras lústros en el altiplano paraguayo con una repugnante y nada aria llama como mascota, rompe el silencio y se decide a escribir. Es humano.
2º El estribillo- Esta parte es fundamental, por que es donde se explican el porqué verdadero de la carta. La añoranza y el sentimiento contrariado ante la traición.
"¿Recuerdas aquella noche en la cabaña del Turmo, ...?
Hoy no queda casi nadie de los de antes,
y los que hay
han cambiado...
No puede haber duda alguna, se refiere al Berghof en el Berchtesgaden, su castillo en las montañas de Bavaria, y a todos aquellos jerarcas que, pasados los años, acabaron en la CDU, la patronal o la banca olvidando el ideal nacional socialista.
3º- Interés disimulado del cornudo-
"Pero bueno, ¿tú qué tal? Di.
Lo mismo hasta tienes crios.
¿Qué tal te va con el tío ese?"
Por fuerza tiene que tratarse de Otto Gunsche, guarda espaldas de Hitler con el que Eva se marchó tras la caída de Berlin. Derrotado,vegetariano, y sin imperio, el bajito y estridente cabo austriaco no podía competir con un pedazo de ario de 1´99 de altura, atlético (no colchonero) y puro musculo.
El desdén hacía él, fingiendo no conocer al tipo que le paseo el perro desde 1943 lloviese, nevase o callesen obuses de punta, es típico de un romántico que soñó un imperio y se quedó sin novia. Puede que se lo esperase del livinidoso Goebbles, pero jamás del bueno de Otto.
El bulo de la boda final en el bunker, creado para dar credibilidad mediática y dramática a la farsa, no deja de expresar el secreto anhelo de un Adolf más chapado a la antigua de lo que le gustaba reconocer y que, probablemente, se las dio de liberal con Eva para ligarsela. Típico de cualquier pagafantas.
La última parte de la canción, la despedida y tal, o bien es paja que metió el fuhrer para despistar a los fisgones, trucos de vieja escuela clandestina, o lo metieron los pucelanos para despistar. Ésto no haría más que demostrar hasta que punto esos mequetrefes seguidores de Duguin llevarían años riéndose de su público en los conciertos. Tocando mientras piensan "mira estos guarros como bailan, si supieran de verdad lo que dice la canción".
Esta es la cruda realidad amigas y está ahí fuera. Ahora haced lo que debáis...
Os enlazo la canción para que veáis que, por muy loco que yo esté, no miento. Escuchad, escuchad...

https://www.youtube.com/watch?v=Z9mH0rPunmg

martes, 14 de abril de 2020

San Isidro labrador (Capitulo 2, parte 2)

Deambule un poco entre el gentío antes de regresar a la barraca. Desde fuera parecía verse mucho más grande y el contraste de la luz interior con la oscuridad del parque en que se encontraba, la caseta del partiducho estaba en la periferia de la zona delimitada para las fiestas, hacía que todos los que estaban dentro pareciesen actores de una enorme, difusa y a pesar de ello coordinada obra coral.  Dedique unos instantes, después de localizar a mis amigos, a observar detenidamente el cuadro.

La barra estaba insuficientemente atendida por dos mujeres y un adolescente, poco duchos en bandearse con tanta clientela y, por la razón que fuese, no tenían tickets por lo que sería un milagro que al final de las fiestas no palmasen pasta. Mientras, en la plancha, un barbudo  sudoroso y con mandil se afanaba por atender interminables pedidos de bocadillos de panceta y de morcilla. De ninguna otra cosa. Todo parecía un poco chapucero y casi me daban lástima. ¿Cómo iban a organizar un ejército de obreros y campesinos si ni siquiera sabían organizar un chiringuito para borrachos durante una semana?.

Continué mi escrutinio por la zona. La clientela era muy variada y, saltaba a la vista, que la mayoría habían acabado aquí más por casualidad y sed que por un afán sincero de aportar su granito de arena a la construcción de la república popular española .

Había, alrededor de una de las mesas, dos matrimonios. Ellos discutían acalorados acerca de algo que no podía escuchar por el ruido y la distancia. Unas calvas comenzaban a asomar desvergonzadas en sus coronillas, vestían pantalones vaqueros y sendas camisas de cuadros claros sobre fondo blanco, eran lo más parecido a unos genuinos miembros de la clase obrera que se veía en el lugar.Uno iba rasurado. El otro lucía bigote. Sus mujeres perfectamente podrían ser hermanas. Llevaban vaqueros azules de campana, jerseys de cuello vuelto, una color crema y la otra blanco. Una tenía una niña dormida en brazos y la que estaba frente a ella, que tenía las cejas depiladas y pintadas, entretenía a un par de niños de unos seis años con chapas y palillos rotos sobre la mesa de madera  mientras intentaba infructuosamente hablar con su acompañante femenina.

Lo demás eran pasotas, hippies trasnochados, grupos de jóvenes del barrio y alguna pareja haciéndose arrumacos como si el mundo no existiese a su alrededor.

Por más que me esforcé en uno de mis juegos favoritos fuí incapaz de ver a nadie que pareciese un secreta. Así de peligrosos eran estos pringados a ojos de la paranoica Dirección General de Seguridad.

Fue entonces, cuando mi mirada llegaba al otro extremo del chiringuito donde estaban mis amigos, cuando algo llamó mi atención.

Había una panda de jóvenes quinquis en corro. Vestidos todos de manera casi igual, hasta tal punto, que uno no sabe si los han hecho en molde o les hacen descuento en SEPU por comprar la ropa al por mayor. Era evidente que se habían flipado con las películas de José Antonio de la Loma e iban vestidos así por si se lo cruzaban por la calle y les contrataba para su próxima entrega de Perros Callejeros. Olían a macarras de pastel con sus vaqueros ajustados, sus deportivas blancas, sus camisetas de colores marcando cuerpo y sus chupas. Estas eran la única concesión a la ruptura de la uniformidad. Mientras que unos lucían chaquetas del mismo estilo que sus pantalones, otros fardaban de sus cazadoras de cuero.

Dentro del cerco masculino había dos mujeres. Algo oscuras de piel y con pelo negro. Una, la más bajita, tenía el pelo encrespado y recogido, en algo que parecía un moño pero en realiad era una coleta. La otra, más alta, lo llevaba cortado rozando los hombros y ligeramente ondulado. Ambas vestían vaqueros y zapatillas deportivas, como los chicos, pero de un estilo diferente. La bajita llevaba una camiseta azul celeste ajustada que resaltaba su figura. La más alta, en cambio, llevaba una camisa totalmente blanca con el último botón desabrochado, a través del cual se alcanzaba a ver lo que parecía una letra t mayúscula o una cruz de Tau hecha de madera. Compartían cara de agobio mientras todos los miembros de la jauría de aspirantes a Torete de tercera competían por ver quién hablaba más, como si atontandolas a base de verborrea pudieran hacerlas caer en sus brazos o entre sus piernas.

La belleza de la más alta me cautivó al instante. En otras ocasiones  me hubiese conformado en deleitarme con su encanto desde la distancia pero la escena, lejos de ser cómica o sugerente, rezumaba malestar y agobio. Como cuando en los documentales de Rodríguez de la Fuente los depredadores acosan a sus víctimas hasta que logran separar a una del grupo para darle caza y devorarla. Decidí intervenir.

Como ellos, por muy niñatos disfrazados de makokis que fueran, eran cinco y yo estaba solo, no quise arriesgarme a una entrada que provocase una pelea. Opté por una estratégia frontal y decidida a la par que imaginativa y elegante.  Caminando con paso firme aparté a los chuletillas que se interponían entre la  muchacha de la cruz al cuello y mi persona. Lo hice estirando los brazos, con una sonrisa de oreja a oreja, como si nos conociésemos de toda la vida y me estuviese esperando. Si los macarruzos no se hubiesen despistado de su presa con mi teatral intervención hubiesen podido ver en los rostros de sus objetivos la misma cara de sorpresa que ellos lucían mientras yo decía en un tono forzadamente alto:

     -    ¿Pero dónde os habíais metido? LLevo dos horas buscandos.

    Acto seguido mientras abrazaba a la del pelo suelto como si la conociese de toda la vida le dije al oído.

      -      Si quieres os saco de aquí ya.

      -       Sabe que no conocemos Madrid -contestó con una sonrisa que le cruzaba el rostro de lado a lado cuando me separé de ella esperando su veredicto.


   
    Le agarré la mano  izquierda con mi mano derecha y ella hizo lo mismo con su amiga. Así salimos de ese círculo de miradas a mitad de camino entre la incredulidad y la ira propias del cazador burlado. Hoy las gacelas habían escapado de las hienas y no había nada que lamentar por ello.

                   


      - Muchas gracias por su ayuda. -me dijo, una vez alejados del grupo de carroñeros de feria- A mi amiga le dicen Katya. Y yo me llamo Magdalena

miércoles, 8 de abril de 2020

San Isidro labrador (capitulo 2, parte 1)

La discusión entre Juan Carlos y Esteban parecía no tener fin. Mi paciencia, en cambio, se había agotado hacía rato. Me habían sacado de casa, en teoría, para que olvidase mis penas amorosas y me lo pasara bien. Se suponía que iba a ser diferente. Y en cambio, ahí estábamos de nuevo. Discutiendo sobre elecciones sindicales, deserciones masivas, escisiones, pactos de gobierno y expectativas de voto.

 Para colmo, pese a mis súplicas en sentido contrario, y en un alarde de innovación propio de un tecnócrata de la UCD, habíamos acabado esta noche del catorce de mayo enfilando en dirección a la pradera de San Isidro.

Mis máximas preocupaciones, por tanto, distaban de ser tan nobles como las de mis  barbudos acompañantes y se resumian en dos. La primera, conseguir un buen chocolate. La segunda, que no nos encontrásemos con Irene. O ni metiendome una tortilla de anfetas superaría el golpe.

Mire a mi alrededor. En algún lugar entre los puestos de variantes, tómbolas, casetas de partidos políticos, el humo de las fritangas y el olor a gallinejas y entresijos debían de estar los macarrillas de la zona a los que solía comprar el material cuando venía a éste barrio por cosas del ateneo. No me parecía un derroche de optimismo pensar que no todos podían haber muerto de sobredosis en los últimos seis meses.

Ya fuese por exceso de demanda, ya fuese por que mi suerte seguía siendo desfavorable, no encontré a nadie conocido que me pasara costo. Decidí no tentar más al destino pillando a un vendedor desconocido que me vendiese jena o que acabada la transacción me marcase para que sus colegas pudieran darme el palo después.

Comenzamos la romería. Recorrimos varias casetas de asociaciones de vecinos, la del Ateneo Libertario del Puente de Toledo y la de la asociación colombófila de Urgel. Fulminé con la mirada a Esteban cuando insinuó que nos pasasemos por la caseta del Partido Comunista y el no insistió más. A cambio tuve que aceptar ir a la caseta de no sé qué grupillo  maoísta de medio pelo.

Todos sabíamos que mi negativa no tenía nada que ver ni con los marinos de Kronstadt, ni con la disolución de las colectividades aragonesas. En otras circunstancias no  me hubiera importado visitarlos. Y eso pese a su cerril manía de sentirse obligados a colaborar con la policía en las manifestaciones desde que su empelucado líder había decidido convertir al PC en un partido de orden y ellos, obedientes como estalinistas, habían asumido esas directrices.

No. Mi motivo para no visitar la caseta de los discípulos de Carrillo era menos dogmática y mucho más personal. Temía encontrarme a la innombrable. Hacía casi un año que lo habíamos dejado y yo seguía hecho mierda.

La había conocido en la facultad de periodismo. Durante el curso 73-74. Ambos estudiabamos allí. Ella, originaria de Santander, vivía en un colegio mayor y militaba en la Juventud Obrera Cristiana. Yo, por mi parte, ya estaba en un grupo de afinidad anarquista. De los pocos que había en Madrid. No es que nos lo contábamos el primer día, claro. Era cierto que la dictadura agonizaba, pero lo hacía a golpe de garrote y torturas y había que mantener ciertas medidas de seguridad. Pero en un par de conversaciones era fácil intuir de qué pie cojeabamos cada uno.

Estuvimos tonteando un par de años sin atrevernos a dar el paso. Su militancia católica, pese a su sincero interés por el bienestar del proletariado, dificultaba en mucho posiciones revolucionarias más hedonistas. Hubo que esperar un par de años y varias docenas de duchas de agua fría para que, ya muerto el caudillo, ella se decidiese a que le pasase lo mismo a nuestro celibato.

Los siguientes tres años fueron fantásticos. Al principio todo parecía posible y vivíamos embriagados de adrenalina. Aún en los peores momentos me sentía con la seguridad de quien tiene el más firme de los baluartes para protegerlo. Soy un romántico, sin duda, pero ¿acaso se puede apostar de verdad por la justicia social sin estar, aunque se niegue, preso del más despiadado y primitivo romanticismo? Yo pienso que no.

No eran solo esta ciudad y esta país los que parecían querer recuperar de golpe todo el tiempo perdido en cuarenta años de oscurantismo en blanco y negro con olor a inciensario. Nosotros también. No parabamos  de reir, de bailar, de beber y de follar. Hasta nos salíamos de las asambleas para entregarnos a la pasión más furibunda. No se como no sucumbimos de puro agotamiento.

En abril del año 79, de repente y sin previo aviso, justo después de las elecciones municipales, el mismo día que me dijo que la habían contratado para el gabinete de prensa del nuevo ayuntamiento de Madrid me dijo que me dejaba. Dejó el sindicato y no volvió a pasar por el ateneo. Poco después supe que estaba liada con un concejal del PCE.

Desde entonces casi todo habían sido alegrías.

El nueve de noviembre, había muerto mi padre de manera repentina e inesperada. Un derrame cerebral, en la oficina. Nuestra relación, aunque ya no pasaba su peor momento, distaba de ser buena. Seguía viviendo con amargura una militancia, la mía, totalmente contraría a sus ideas. Ya no me consideraba un traidor y un injusto castigo de Dios, pero no era el hijo que quería. 

El movimiento libertario había escenificado el pasado mes de diciembre, en la Casa de Campo de Madrid, en el VI congreso de la CNT el que parecía ser el tiro de gracia de un suicidio anunciado. Antiguos compañeros se insultaban y hasta agredían en distintos lugares de España en un espectáculo bochornoso que nos dejaba a la mayoría de la militancia con sabor a orín en la boca y sin ganas de continuar.

En febrero, para colmo también el día nueve, había tenido lugar un atentado en la librería Albores. Situada a dos calles de mi casa, en el barrio de Malasaña. Una bomba oculta entre cartones  estalló junto a la puerta el día que se presentaba un libro sobre los maquis. Hubo una veintena de víctimas, dos de ellas mortales. Entre los heridos estaba un compañero del periódico que me había sustituido ese día. No podía dejar de pensar que si yo no me hubiese quedado en casa llorando mi corazón roto Guillermo no habría sufrido daño alguno.



Todo mi mundo se hundía. Y lo que menos necesitaba era encontrarme a la mujer a la que tanto había amado, a la que recordaba lanzando cócteles Molotov y de salto en salto por Chueca la noche del asesinato de Agustín Rueda, del brazo de un aprendiz de Zinoviev en versión alcarreña y convertida ella  misma en una burócrata alpinista entregada al eurocomunismo. No ahora que estaba empezando a salir del pozo.

Camino del chiringuito de los chinos nos encontramos con tres compañeros del sindicato. Manuel, Carolina y Teresa. Lo que yo aproveché para quedarme en segundo plano. Lo mismo soy un poco autista o lo mismo, tres años de clandestinidad aderezados con mi deformación profesional como periodista han pasado factura. El caso es que en los espacios bulliciosos me encanta salirme del epicentro de la fiesta y quedarme a media distancia. Observar, con un pie dentro y otro fuera, que se mueve, quien entra y quién sale. Quien puede ser el madero de paisano, quien el camello y quienes están echando la instancia para no irse solos a casa o al descampado. Estar listo por si aparece un grupo de fachas tener tiempo, al menos, de no llevarme la peor parte. Más allá de las precauciones puedo afirmar que soy una especie de mirón de la vida y de la alegría ajena.

Aquella noche no fue una excepción. Temía sinceramente ver aparecer, entre el bullicio, la larga melena castaña clara, casi rubia, de mi antigua compañera y quería poder huir discretamente si esa contingencia llegaba a darse. Sin tener que saludarla, sin tener que despedirme y con licencia para volver a hundirme en el cieno sin preocupar a nadie. La única parte débil del plan era que tendría que comerme la amargura a palo seco por una paradójica escasez de polen en las fiestas primaverales por antonomasia.

Mi oído, en modo piloto automático, seguía vagamente la conversación que mantenía el grupo al que yo supuestamente pertenecía, ahora enfrascado en un análisis de tres al cuarto sobre la potencialidad  que tenían, para reactivar la lucha de clases a medio plazo, las recientes huelgas de metro mientras, al otro lado del grupo, Teresa casi tan callada como yo no me quitaba el ojo de encima.

Vestía unas botas camperas, unos pantalones vaqueros, y una especie de camisa verde estilo hippie, con flores rojas y azules bordadas. Llevaba un bolso de cuero sobre el que reposaba un jersey de lana del mismo color que la camisa. Su cabello negro, largo y lacio, caía por debajo de sus hombros y ocultaba la montura de sus enormes gafas que la hacían parecer vagamente una azafata del Un, dos,tres.

Afiliada al sindicato de químicas, trabajaba en una gran empresa farmacéutica, nos habíamos conocido tiempo atrás en los locales de la CNT de la calle Barquillo. Durante la preparación de unas jornadas libertarias.

Siempre nos habíamos llevado bastante bien aunque a Irene le caía como una patada en los ovarios y mis conversaciones con ella solían ser motivo de discusión. Aseguraba que era una buscona que solo quería echarme un polvo y que no respetaba nada. A lo que yo solía contestarle, básicamente porque ciegamente enamorado no veía ese riesgo por ninguna parte, con bromas sobre su moral católica y su necesidad de profundizar en el amor libre y los textos de Emile Armand. Al final me había hecho jurarle que no me liaría nunca con ella, algo que cumplí con férrea disciplina militante.

La mirada de Teresa me había hecho recordar. Me sentí bastante incómodo y, por estúpido que parezca, desleal hacia mi ex compañera y mi palabra. Aunque ya no estuviésemos juntos.  Forcé mis  necesidades urinarias y me despegué del grupo justo en el instante que parecía que la química se disponía a romper la distancia que había entre nosotros.