lunes, 24 de agosto de 2020

Seré un negacionista


La unión soviética de Stalin inauguró, entre otras muchas formas de represión, el uso por parte del “socialismo real” de la psiquiatría como herramienta de represión. Una practica que continuó tras la muerte del georgiano y muy probablemente hasta el fin de los días del paraíso proletario.

En su película “El intercambio” el cineasta Clint Eastwood nos cuenta la historia real de una mujer cuyo hijo ha desaparecido y a la que la policía entrega un niño distinto en su lugar como si fuera el suyo. Cuando trata de denunciar la negligencia y la corrupción del departamento de policía de Los Ángeles es encerrada en un manicomio para mujeres donde descubre que la mayoría de ellas están ahí por ser molestas a la sociedad, bueno, más concretamente por ser molestas para hombres con poder en la sociedad. Se las trata como locas pero es ahí, en su encierro, donde de verdad han perdido la salud mental.

A finales de los años noventa, en el área metropolitana de Barcelona, fue detenido un individuo acusado de quemar varias empresas de trabajo temporal. Actuaba solo. El caso fue juzgado en primera instancia y el propio fiscal del caso, en su petición final, desestimaba la prisión por considerar que ese individuo era como Alonso Quijano que a base de leer demasiado había perdido la razón. A fin de cuentas eso de la lucha de clases ya había sido superado y por ello recomendaba tratamiento psiquiátrico en lugar de prisión.

Tratar a los disidentes como locos, como enfermos mentales,es una idea de una perversidad tan grande como su genialidad. Mientras que el disidente político es un enemigo a batir que, llegado el caso, puede tener parte de razón y cuya persecución puede despertar simpatías, el loco es un ser carente de credibilidad y potencialmente peligroso. Se le aísla por su bien, pero también por el nuestro. Son irracionales, pasionales, violentos. Y, por supuesto, nada de lo que digan debe ser tenido en cuenta. Lastima es lo más que se nos permite sentir por ellos.

El loco no es disidente ni opositor. El loco no es torturado en una celda, sino tratado por su bien. El loco no sabe lo que dice ni lo que vive. El loco, a diferencia del represaliado, sencillamente no es.

El lunes pasado empecé a pensar en estas cosas. El domingo anterior, dieciséis de agosto, había convocada una manifestación en la Plaza de Colón de Madrid, no se se muy bien por quien, para exigir verdad y denunciar una serie de mentiras que a su juicio estaban teniendo lugar. Al menos eso rezaban los carteles fotocopiados que había pegados por los edificios de mi barrio.

Los programas matinales de la televisión, los periódicos, los informativos, las redes sociales y supongo que la radio, así como todos los ciudadanos de bien que me iba encontrando mientras sacaba a Jack o trabajaba en el estanco, jaleados por tan filantrópicas instituciones, clamaban iracundos contra la estupidez de los cientos o par de miles, que más da, que se reunieron en la capital del reino.

En un principio, claro, ver a tanta gente apretujada; muchos, que no todos, sin mascarilla, aparentemente poco organizados y con una mezcla de consignas poco definidas y muy variadas me generó el rechazo esperado. Mi leve hipocondría, mi condición cívica propia de todo buen anarquista, y mi exposición a la realidad de los últimos cinco meses hizo que me cayeran mal.

Sin lugar a dudas gente que dice que el virus no existe, que afirma que lo que quieren es meternos un chip en el cerebro para controlarnos, que ha sido un plan orquestado para acabar con nuestros abuelos y otras teorías por el estilo solo pueden ser una panda de locos. Ya está.

Pero el día y la semana siguieron. Por un lado con el ataque a los enajenados negacionistas -también a los insolidarios que se van de fiesta o no se ponen  mascarilla- y por otro con la ofensiva contra los Okupas que atemorizan a España.

Y empece a recordar. No digo pensar porque, por desgracia, rara vez dejo de pensar. Soy como ese personaje de Los Invisibles a los que su pareja acusa de estar pensando hasta cuando folla. Y me recordé a mi mismo la primera quincena de marzo.

Por aquel entonces, en el primer episodio de esta serie cutre y repetitiva en que han convertido nuestras vidas, discutí mucho. Con mucha gente.

Defendía entonces que estaba seguro, sin tener datos más allá de los públicos, que ésta pandemia no iba a ser tan mortal como parecía y que nos encontrábamos ante un experimento de control social a escala mundial. 

Más adelante, durante el confinamiento, y a veces en discusiones difíciles con amigos queridos por teléfono, seguí planteando que había partes del discurso oficial que no me encajaban con las cifras de contagios y de muertos.

En estos meses de soledad y miedo, mucho miedo, y mientras conversaba con amigos y familiares médicos y enfermeros, me venían machaconamente a la cabeza algunas películas y libros. En lo que a cine se refiere hubo dos títulos que se me aparecían una y otra vez. El primero, por motivos menos obvios de los que podáis llegar a pensar, era “Estado de sitio”, de Costa Gavras. El otro, “Cortina de humo”, de Barry Levinson. En cuanto a las lecturas destacaría también dos. “Principios elementales de propaganda de guerra” de Anne Morelli y “La doctrina del shock”, el mayor éxito de Naomi Klein. Quizá esto debería haberlo escrito antes del verano para daros tiempo a revisar las referencias que os apunto, pero igualmente os invito a que las echéis un vistazo.

A la salida del confinamiento, con mi gente más cercana aunque estuviesen lejos, el tema de conversación siguió, como nos pasa a la mayoría, girando en torno a la pandemia y sus consecuencias. Al menos al principio.

Hoy, meses después de aquellas acaloradas conversaciones en el parque con los perrunos, en vísperas del que quizá haya sido el acontecimiento social más traumático para los europeos blancos de las últimas décadas sigo pensando parecido.

Tened en cuenta el hecho de que soy un firme defensor de la teoría de la navaja de Ockham. Aplicado a nuestro problema es que asumo que el virus mutó, como estudié en B.U.P que mutan tantos virus, primero porque convivimos en exceso con especies animales cuyo hábitat hemos invadido de manera masiva y, segundo, porque podía hacerlo.

Asumo sin dudas que nadie lo fabricó en un laboratorio y descarto que nadie quiera meternos, de momento, un chip en el cerebro para controlarnos. Volviendo a la anterior teoría ¿para qué van a gastarse ese dineral en semejante invento cuando ya les funcionan fenomenal Internet y la tele y encima les pagamos por usarlas?

En mi entorno cercano, como para cerrar cualquier grieta por la que filtrar dudas, han fallecido cuatro personas; han enfermado unas dos docenas, algunas de ellas de bastante gravedad y cuatro de mis personas más queridas son sanitarias que han estado trabajando al pié del cañón. Atendiendo pacientes, firmando certificados de defunción y viendo morir pacientes en las UVIs.

Ahora bien, que el virus exista, que sea todo lo natural que pueda ser un virus mutado por nuestra depredadora expansión territorial y capitalista y que se haya llevado por delante a miles de personas que de no ser por esta irrupción hubiesen muerto de otra cosa en otro momento no significa que no haya motivos para pensar en las mal llamadas conspiraciones. Vamos allá.

En lo global el año 2019 fue un continuo de señales de alarma económica. Todos los indicadores hablaban de un nuevo ciclo de recesión y crisis. Por los mismos motivos de la de hace doce años pero con la gente más enfadada y mucho menos de donde rebañar.

Un ciclo de recortes y penurias que, estando tan reciente la crisis anterior, era presumible podría provocar más protestas, más virulentas y más organizadas que las de hace una década. Sobre todo ante el hecho de que lejos de reformar para mejor el capitalismo (cosa que por otro lado a mi me parece imposible), los poderosos, se han dedicado a acelerar su modelo criminal, a aumentar la explotación y su tasa de ganancia. Y los distintos gobiernos, todos, a gestionarles los tramites legales para ello.

El capitalismo global, haciendo como siempre de la necesidad virtud, ha logrado algo inaudito. Aprovechando un nuevo virus, peligroso, si, pero que a día de hoy en España tiene una mortalidad que ya no llega al uno por ciento, ha logrado, decía, algo nunca visto. No solo ha hecho parar de manera controlada la economía donde y como han querido, además han alcanzado un objetivo aún más importante. Sacudirse la responsabilidad de la situación de miles de millones de personas sumidas en la pobreza por su avaricia desmedida para endosársela a un bichito invisible al ojo humano. Así, la situación que se veía venir desde hace un año, ya no es una crisis fruto de su acción sino consecuencia de un accidente de la naturaleza.

En segundo lugar a escala global, con su proyección en cada país, esto les ha servido como un ensayo general. Como un estudio. Un experimento de ver cuanto tiempo, y que medios, son necesarios para aleccionar a la población y meterla en su casa; porcentajes de desafección y de afección extremas ante las medidas tomadas; las reacciones en redes y comunicaciones de millones de personas. Así como, a medio plazo, observar los efectos secundarios de todas estas medidas (depresiones, suicidios, medicalización, criminalidad, conflictividad social y laboral...). Esta gente si trabaja a largo plazo.

En lo concreto, esta pandemia, en muchos países ha servido para aplicar medidas más duras, en ocasiones dictatoriales, contra poblaciones en rebeldía mientras los focos miran para otro lado. En Chile, por ejemplo, el pueblo estaba por tumbar a su segundo gobierno consecutivo y peleaba por forzar la redacción de una nueva constitución. Ahora le represión continua contra los trabajadores, a los que se les saca literalmente de casa  para llevarles a trabajar y se les encierra de nuevo al terminar la jornada, y contra los Mapuches, a los que se les sigue asesinando impunemente para quitarles sus tierras mientras que las medidas ya no son oficialmente represivas sino sanitarias. Pero están también  Hong Kong, Ecuador, Palestina, Argentina...

En el reino de España hemos tenido el privilegio de ser el país que ha tomado las medidas más restrictivas de Europa occidental. No se puede esperar menos de un país que goza de un aparato estatal postfranquista y donde para los partidos políticos la democracia y la participación empiezan cuando se abren las urnas y termina cuando,ese mismo día, estas se cierran.

Una vez más no dejo de ver una manos oscura detrás de éstas medidas. Si bien acepto que en marzo, no queda otra, una coincidencia entre la gripe estacional con el nuevo virus haría colapsar los servicios sanitarios no dejo de pensar en la necesidad que tienen  quienes gobiernan, todos, ya sea el gobierno central y los autonómicos de magnificar la enfermedad, hablar de guerra y militarizar la sociedad, se da por una serie de motivos de los que comentaré un par.

El primero es que cuanto más grande es el reto más aceptables son los resultados, por magros que sean. Cuanto más enorme es el monstruo menos podría haber hecho el estado para prevenirlo. Como ocurre con la cuestión económica la “catástrofe natural” es un intento de apartar el punto de mira del hecho de que TODAS las comunidades autónomas están gobernadas, ya sea con mayoría o en coalición, por los partidos que aprobaron la infame ley que ha permitido descuartizar la sanidad pública durante los últimos veinte años, la 15/97.

Por otro lado el lenguaje bélico, el manejar una situación de pandemia y tratar un virus como a un enemigo permite a los poderes establecidos que una sociedad cierre filas como un ejercito y que los posicionamientos mayoritarios sean uniformes, en bloque. Es una forma sucia pero efectiva de laminar las críticas, sobre todo entre los propios colectivos sanitarios, al menos en un principio. A fin de cuentas, en tiempos de guerra, quien desde la base duda y cuestiona es un traidor y debe ser tratado como tal.

El ataque desde los medios a las posturas negacionistas, la ridiculizacón de sus posturas, el tratarles como tarados es en realidad un aviso para navegantes y una estrategia a medio plazo.

No se les discute, se les insulta. No se les debate, se les humilla. No se les da espacio, se les caricaturiza.

Al final el día solo nos queda estar con los sanos, los responsables, los obedientes o pasarnos a las filas de los desquiciados, los egoístas y los ignorantes. Sin medias tintas. Sin espacio para preguntarnos como puede ser que una enfermedad que una vez conocida y con medios adecuados mata menos que la gripe haya colapsado nuestro sistema sanitario -y parece que puede volver a hacerlo- o porqué los belgas no superaron el cuarenta por ciento de ocupación en UCIs al tiempo que el gobierno animaba a salir de casa, hacer ejercicio y vida sana desde la responsabilidad y el respeto a las distancias.

El problema que esto nos genera es que cuando la crítica social y el ejercicio de la libertad de expresión, por absurdos que nos parezcan sus planteamientos, son tratados como delirios sin sentido o síntomas de vesianismo lo que nos estamos jugando es el mismo concepto de democracia. Y esto no es casualidad. En política la casualidad casi nunca existe.

Como dije no dudo que las explicaciones más aceptadas sobre el virus son ciertas. Que lo están usando para atemorizarnos, vapulearnos, dividirnos, desposeernos y aleccionarnos tampoco. Aunque claro, supongo que eso es porque soy un negacionista.

domingo, 16 de agosto de 2020

Lo que han oído es cierto

Un buen librero, uno que se precie de tal título y que ejerza esa profesión en peligro de extinción, es algo así como un híbrido de maitre, confesor y camello. Y a los que nos gusta leer necesitamos tener unos cuantos de estos extraños personajes en la agenda, para cuando se nos acaban las existencias o simplemente por si el consumismo fetichista arrecia.

El problema principal es que como, a pesar de todo, son humanos y necesitan vender libros, tanto para pagar las facturas del banco como para saciar el apetito de su auto estima profesional, saben estrujar esos fetichismos particulares de cada cliente lector y convertirle en víctima de si mismo de tal modo que acabe comprando más de lo que a veces puede, quiere, o necesite leer.

Fue en uno de esos gestos de vileza en los que, hace dos meses, en pleno pandemónium global recibí una llamada de la librería La Malatesta. Marcos me informaba, por mi propio interés  y adelantándose a sus rivales de la calle Duque de Alba, de que Capitán Swing había sacado un libro sobre uno de mis temas favoritos.

Evidentemente, cual yonki carente de voluntad, le pedí que me lo guardase y afirmé que iría en cuanto me fuese posible. Ni le dejé que se extendiese sobre los pormenores de la novedad. Hablaba de El Salvador y eso era suficiente para ganarse un sitio en mi pequeña colección de libros sobre ese país.

Así fue como “Lo que han oído es cierto” llegó a mi biblioteca. Los que tenemos temas recurrentes, y extensas colecciones de libros, sabemos que comprar un libro es una cosa y leerlo ya otra muy diferente. Muchas veces los libros tardan años desde que son compulsivamente adquiridos hasta que son cuidadosamente seleccionados para su degustación. Tratar de explicar los motivos es una perdida de tiempo. Un libro se lee cuando se tiene que leer.

En este caso su momento no tardo. Desde que en junio lo metí en la mochila junto a otro par de volúmenes hasta hoy que escribo sobre el nada más ha pasado un mes y medio y solo ha tenido que ver a otros tres o cuatro libros ser leídos antes que el.

Lo mejor de todo este proceso, y en este sentido de mi propia adicción a El Salvador , es que abordé el libro sin tan siquiera mirar las solapas. Cumplí con mis manías personales antes de empezarlo, busque el año de la primera edición original, miré cuantas páginas tenía, y me lancé a la aventura.

He de decir que no daba mucho por el en un principio. Principalmente porque mis dos lecturas anteriores,  el último libro que reseñé en este mismo blog (https://elskinheadqueleianovelasdeamor.blogspot.com/2020/07/en-memoria-de-abraham-guillen.html?zx=34392fdc881003d5) y Lectura Fácil, de Cristina Morales, ponían el listón muy alto.

Me equivoqué. Sin duda, a veces, acercarse a algo desde la falta de expectativas y/o el desconocimiento facilita la grata sorpresa.

El libro escrito por Carolyn Forché, una poetisa de nacionalidad estadounidense, es una aproximación a los orígenes de la guerra civil de El Salvador muy interesante. Tanto en fondo como en forma.

La autora, cosas que pasaban en aquellos tiempos, abandona su puesto de profesora universitaria y se planta en un lugar que desconoce por completo gracias a una surrealista invitación. Aterriza en un país pequeño, del que apenas habla el idioma, sumido en una lucha entre la violencia salvaje y la valentía sin medida; donde ante la miseria económica y sus creadores se alzan la dignidad y la terquedad de un pueblo dispuesto a todo con tal de lograr la justicia. Un territorio que se desliza inexorable hacia el abismo de la guerra abierta.

Forché construye su relato, y aquí está parte de lo que me ha encantado, no tomándose a sí misma como única protagonista de su memoria sino como un diálogo con su guía local. No es la historia,exclusivamente, de una  gringa que se va a vivir aventuras y su visión de los buenos salvajes. Su contra parte actúa como un mentor, sin duda muy masculino, que la acompaña escalón a escalón en su ascenso al darse cuenta de lo que de verdad está pasando en ese rincón del mundo en ese momento. Me parece un gesto, más allá de lo narrativo, honesto y necesario.

El hecho de que su estancia tuviese lugar antes del comienzo oficial de la guerra nos permite una visión distinta y muy necesaria a la de otros testigos extranjeros que o bien llegaron más tarde o bien prefirieron centrarse en los años y sucesos posteriores al asesinato de Monseñor Romero en 1980 y a la posterior ofensiva final (inicial reconocen con sorna sus protagonistas) de 1981.

Unos recuerdos, a retazos, en que se pueden intuir las lagunas de la memoria y de las circunstancias en que a pesar del tiempo la poeta a respetado los nombres clandestinos de aquellos quienes se lo pidieron o cayeron en la lucha.

La única pega seria que le pongo a la edición es que si bien marca muchos de los términos propios del habla salvadoreña no explica a pie de página el significado de los mismos. Dicho esto quedo muy agradecido a una editorial española que se ha animado a publicar un texto que a priori no tiene pinta de ser un éxito de ventas en nuestro país habida cuenta del tiempo pasado desde aquella epopeya de la historia.

Para terminar no diré que es un libro fácil o necesario pero si muy recomendable para quienes queremos a el Pulgarcito de América. No me cabe duda de que las estampas plasmadas negro sobre blanco en estas páginas son una invitación a la reflexión y a la crítica. Un buen recordatorio para entender los males del presente.

Para aquellos que se acerquen a esta lectura sin conocer el paisíto una sola advertencia. A veces las cosas que cuenta Carolyn pueden parecer exageradas o peliculeras. Faltas de realidad. Inventadas. No la culpen El Salvador muchas veces parece sacado de un relato de realismo mágico y muy probablemente lo que están leyendo si no es cierto sea porque se quede corto.

"No te dejes llevar por la retórica. Si los campesinos salvadoreños entran al combate, y creo que lo harán, tienen que ganar. De lo contrario, sufriran doscientos años más."

sábado, 8 de agosto de 2020

La vida de los otros

En el año 2006 se estrenó ésta película alemana que cuenta la historia de un meticuloso y eficiente oficial de la STASI, azote de disidentes, al que encargan vigilar a un reconocido literato del régimen en busca de impurezas ideológicas.

Trufada de escenas memorables yo destacaría, para esta entrada del blog, esa en la que acompañado de su superior decide sentarse en la primera mesa que encuentra en el comedor del cuartel y como, cuando su responsable jerárquico le hace notar que es una mesa para tropa y no para oficiales como ellos, el le contesta aquello de que por algún lado tiene que empezar el socialismo.

El capitán Gerd Wiesler, a lo largo de los 137 minutos de metraje, hace su particular viaje a Ítaca para acabar convirtiéndose en el escudo del dramaturgo espiado. Muere el burócrata y triunfa el humanista. Es un cuento acerca del socialismo que nunca fue. De la evolución que nos hubiera gustado vivir y que, como pasa también con Good Bye Lenin, jamás vieron nuestros ojos.


Durante este confinamiento la grandilocuentemente llamada izquierda española, sus dirigentes, sus militantes, sus bases y sus voceros con honrosas excepciones han seguido el camino inverso al del personaje interpretado por Ulrich Mühe.

Vaya por delante que a día de hoy sigo pensando que antes del diez de marzo el gobierno tenía las manos atadas. Y no se me escapa que después, debido a un gran número de factores tanto estructurales como coyunturales, patrios e internacionales, cebarse con la reacción y las medidas para esa segunda quincena es injusto y hasta ventajista.

Es más. Pese a mi punto de vista crítico desde el primer momento con el sensacionalismo irresponsable que desde los medios de comunicación se hizo de la situación y de mis serias dudas de la peligrosidad, en términos absolutos, de esta nueva variedad de virus entiendo y acepto que las medidas de cuarentena han sido y son de las precauciones más probadas que tiene la humanidad ante estas crisis no solo entre personas. Y parafraseando al Un, dos, tres de Mayra Gómez Kemp, hasta aquí puedo ceder.

Llevamos, en el Reino de España, seis meses de verbena vírica y la situación no llama al optimismo. Pero no hablo de lo económico, ni del calamitoso estado de nuestro sistema sanitario. De hecho cualquier profesional de la salud mental nos reconocerá sin mucho problema que todo el mundo ha salido tocado de esta experiencia de confinamiento.

Junto al virus del Covid 19 lo que más se ha extendido por nuestro país ha sido el miedo. Y si bien el refrán reza que el miedo es libre es evidente que no lo somos los que lo padecemos. En esta realidad de miedo constante, tensión sin final en el horizonte y  calma chicha a la espera del siguiente batacazo, aderezada por unos medios de comunicación borrachos de bipolaridad parece que los grupos sociales mayoritarios, en redes y medios, son principalmente dos.

De un lado están los que, como los amantes petrificados de Pompeya han decidido que ante el incierto pero aterrador futuro prefieren que les quiten lo bailado, en una irresponsable e irrefrenable carrera hedonista  entregada al consumismo y a la falta de cuidado. Hacia si mismos y, por tanto, hacia el resto de nosotros.
En otro de los extremos se agolpa la legión de penitentes de la santa mascarilla. Hombres y mujeres, muchos sanitarios y profesionales que han estado en contacto con el aspecto más terrible de la tragedia, y que han quedado obsesionados con la necesidad de una profilaxis absoluta.

A mitad de camino entre ambos, necesito creer, una mayoría silenciosa que entendemos los dos estados de animo y que tratamos de navegar este torrente de emociones, sin sucumbir a la falta de consideración auto destructiva y capitalista de los primeros ni acabar abrazándonos al sueño del totalitarismo hidrocólico de los otros como forma de sobre llevar las incertidumbres que nos  sacudieron a todos cuando se abrió la caja de Pandora el catorce de marzo pasado.

Me preocupan, aunque entienda, principalmente las actitudes del segundo grupo al que gran parte de la izquierda se ha unido de manera escandalosa. No porque la otra actitud me parezca bien ni mucho menos, es sencillamente que a los hedonistas del séptimo día les doy ya por perdidos.

Me preocupa sobre manera, como decía, este aferrarse a la profilaxis individual como forma de salvación de la humanidad y el anhelo autoritario que acompaña a estas actitudes. Percibo, provocadas por el miedo sin duda, una falta de empatía total (de la que ya hablé el 20 de marzo en un post de mi fb), una superioridad moral y una caza de brujas.

Muchas personas que no tienen problema en denunciar las mentiras de la derecha fascista cuando acusa a los braceros migrantes de ser focos de contagio se tragan el sapo de que los jóvenes son una panda de irresponsables, ignorantes y egoístas a los que no les importamos los demás una mierda y,  casi, casi, que se infectan a posta en discotecas, playas y piscinas para matarnos a los adultos. Aterrador.

Me da pavor pensar en que rápido hemos olvidado no ya lo que fue ser joven y biologicamente irresponsable (el cerebro de los adolescentes neurologicamente es diferente al de los adultos y percibe de forma menos clara muchas formas de peligro) sino el hecho de que fueron los niños y los adolescentes los grandes olvidados del confinamiento. Unos los últimos en salir y, los otros, casualmente olvidados en los partes oficiales y en el hecho reconocido a posteriori de que si podían salir a la calle para recados y compras como adultos. Aunque nadie lo dijo y, por tanto, no salieron.

Me entristece, me enfada, pero sobre todo me asusta mucho que  la misma sociedad, las mismas generaciones que no fuimos capaces, durante veinte años, de defender un sistema educativo y sanitario en condiciones, una generación cuya inacción fue en parte responsable del shock que hemos vivido hace apenas dos meses esté ahora clamando y culpando de los descalabros futuros, puede que inmediatos, a aquellos que por su edad y estatus social casi nada tienen que ver con lo que ocurra.

Los mismos que hemos aceptado el tele trabajo con calzador y sin límite horario. Los que nos hemos ido de vacaciones antes que convocar una huelga general tras la cuarentena para exigir una sanidad y una educación digna tanto para los que la usan como para las que la hacen. Los mismos que hemos tomado las terrazas de los bares con los niños antes que clamar por la apertura de los parques y que nos hemos hacinado en el metro, los autobuses y cercanías sin prenderle fuego a la ciudad para defender nuestra propia salud ahora decimos que el próximo brote es culpa, no de los empresarios del turismo y sus exigencias ni de los políticos a su servicio, sino de los hijos del vecino (el nuestro ya sabemos que nunca ha roto un plato).

Sinceramente amigos creo que ha llegado el momento de superar nuestros miedos, trabajarnos nuestras contradicciones, librar nuestras batallas tanto individuales como colectivas de una maldita vez, y dejar de culpar a los adolescentes. Darles ejemplo en lugar de sermones. Ser más como el capitán Wiesler y dejar de preocuparnos por controlar la vida de los otros.

La alternativa al capitalismo salvaje y su inhumana cotidianidad no puede ser, nunca, un totalitarismo de izquierdas. Aunque lleve mascarilla.