miércoles, 25 de diciembre de 2019

La emergencia de VOX


Hace menos de dos meses se publicó el último libro de Miguel Urbán que lleva por título, exactamente, el mismo que ésta entrada en el blog. Lo ha sacado Viento Sur, en la misma colección en la que años atrás publicó otro libro sobre el tema de los nuevos fascismos europeos, firmado por el mismo autor.

Es la primera vez que reseño un libro que no me he bebido del tirón, un libro que no me ha fascinado, que me ha costado un poco de esfuerzo. Y lo hago no tanto porque aprecie mucho a su autor, a quien considero uno de los pocos cargos electos de Podemos que merece cierto respeto, también quiero obligarme a hacer una reseña menos “grupi” de lo que acostumbro y, por último, porque me ha hecho reflexionar sin estar de acuerdo.

En el libro Miguel aborda el fenómeno de VOX partiendo de un análisis histórico de la derecha franquista desde la transición a nuestros días, tocando también algunos grupúsculos neo fascistas que surgieron a partir de finales de los años ochenta del siglo pasado y hasta nuestros días.  Una vez trazada a grandes rasgos la ruta de nuestra derecha más casposa pasa a diseccionar sus influencias, nacionales y extranjeras, su modus operandi y sus paralelismos y diferencias con las formaciones que a escala internacional ocupan el espacio político que VOX ocupa, de momento, en España.

Esta es la faceta más interesante del libro y sin duda la más recomendable. Sobre todo para aquellas personas que, por edad o circunstancias de la vida, se interesan por primera vez en la evolución de la extrema derecha de nuestro país. De manera didáctica y fácil de leer nos coloca, a grandes rasgos, a cada actor en sus sitio y en los trayectos recorridos antes de ser las caras visibles de la que ahora es la tercera fuerza política de éste país.

A partir de aquí comienzo a disentir con muchas de las cosas que plantea Miguel.

La primera vez que me chirriaron los dientes fue cuando de manera breve pero intensa pone un especial empeño en que quede claro que no considera a VOX una organización fascista, ni tampoco post fascista, si no más bien de extrema derecha. Algo que repite ya terminando el texto.

Según el, los verdecillos, no encajan en los estándares del fascismo tal y como los hemos conocido.

Diré que me sorprendió que plantease este asunto por dos cuestiones. Una de fondo y otra de forma.

La de forma es muy básica. En un libro de coyuntura, en mi opinión, de esos muy necesarios para formar y dotar de herramientas a nuestra gente, libros desagradecidamente condenados a quedarse obsoletos (como le pasa ya en el propio libro al capitulo dedicado a Ciudadanos), meterse a una especie de disquisición académica carece de sentido. No se si lo hace por miedo a que se le acuse de simplista y poco riguroso desde los sectores más leídos y redichos del izquierdismo o por estar contagiado de esa enfermedad consistente en renombrar una y otra vez las cosas. Lo que pasa es que si ya es bastante difícil hacer entender a la gente lo que es el fascismo, como para entrar en matices de diferenciación en post fascismo, fascismo, neo fascismo y extrema derecha. Es como si yo ahora plantease la necesidad de diferenciar entre socialismo libertario y comunismo libertario. Insisto, no hago apología la ignorancia, en un libro para el combate.

La cuestión de fondo es más preocupante. Éste empeño por hacer encajar los nuevos giros totalitarios en los esquemas de los totalitarismos de hace cien años nos lleva camino del desastre. Y sorprende aún más cuando viene de una persona que ha identificado perfectamente como los enemigos del pasado han sido renovados por dos nuevos enemigos. El judío por el musulmán y el comunismo por los feminismos.

El fascismo actual no va a sacar a decenas de miles de escuadristas a la calle a apalear obreros por la sencilla razón de que el movimiento obrero no existe. Nadie pone en solfa el modelo de producción capitalista hasta el punto de hacerlo peligrar por lo que el fascismo, cuya función el siglo pasado fue la de último bastión del capital, puede permitirse de momento un rostro más amable y hipster mientras se arma de cara a la que se nos viene encima, que pinta que va a ser gorda. Entretanto algunos de nosotros, estamos como el alto mando del ejercito francés en 1940, esperando una forma de hacer la guerra que tiene pinta no volverá.

En éste sentido es una pena que si bien lo menciona no ahonde más, aunque no sea el tema central del libro, en la judialización de la política española donde una magistratura y una fiscalía mayoritariamente ultra conservadoras, jamás purgadas tras la dictadura, se han dedicado en los últimos años a tratar de matar de asfixia a todo aquello que oliese a rojo.  Una estrategia priorizada por el PP y que hace tiempo parece que incluso a ellos se les ha ido de las manos.

Otra decepción que da libro, pese a que le dedica veinte páginas al asunto, es el de propuestas de como combatir en nuestra sociedad esta tendencia política que se nos ha plantado enfrente con millones de votos y actitud desafiante.  Leedlas, que no quiero hacer spoilers, y comentamos. Por mi parte me quedo con la sensación de que es el capitulo más flojo del libro y que no aporta casi nada. Lo cual es grave porque si los tribunos de la plebe están así de flojos de ideas y aportan poco más que unas palmadas en la espalda a lo que sabemos que venimos haciendo bien  desde hace diez años, ellos que se supone que tienen acceso a más información y más perspectiva,como que me dan ganas de irme a casa a llorar y de dejar de morderme la lengua.


Por último lo peor del libro es lo que no dice. Aquello a lo que Urbán no le ha dedicado más que uno o dos párrafos mezclados en un par de capítulos finales.

Este trabajo carece de auto crítica. Ni una sola reflexión seria y medianamente profunda a los últimos ocho años de trayectoria pre y electoralista. Ni una página dedicada en serio a analizar como se ha pasado en un lustro del  "No nos representan" en las plazas, pasando por el “Si se puede” en pleno reflujo, al “ A por ellos” crecido de quienes se creen herederos del tercio de Zamora en Empel. Una puya al nacionalismo español populista de izquierdas, una recomendación de lo negativo de que toda la izquierda entre en un eventual gobierno y poco más.

No es nuevo. La izquierda para estatal tiende a olvidar o edulcorar las consecuencias de sus cagadas en los resortes del estado. Y al hacerlo, por desgracia, nos condena a la tragedia del no aprendizaje. Hay una conexión directa entre la falta de respuesta a la extrema derecha, nuestra debilidad organizativa y nuestro abandono de la calle. Nuestra debilidad está estrechamentte relacionada con lo que perversamente se llamó “asalto institucional”. Un asalto que ha cristalizado en una decepción colectiva, tanto entre cuadros militantes como en los simpatizantes y potenciales bases y cuyas consecuencias están aún por calibrar. No sigo porque no es el objeto de ésta reseña. Pero duele ver que se desperdicia una buena oportunidad a la par que se deja un libro cojo, inconcluso. Como si el avance de la extrema derecha y del fascismo fuese cosa solo de ellos.

Dicho esto queda agradecer a Miguel Urbán que, una vez más, haya sacado tiempo para arremangarse y escribir un libro asequible y sin aspiraciones de trascendencia. Con la idea de que pueda servir de ayuda a quienes desconocen los entresijos pasados y presentes de estos fascistas a la española. A fin de cuentas no se puede derrotar a un enemigo tan poderoso sin conocerle en profundidad. Este libro nos abre la puerta de ese conocimiento y, espero, que aunque humilde e incompleto contribuya a nuestra victoria.

lunes, 9 de diciembre de 2019

Y nos respetó la lluvia

Ayer fue un buen día.

Cuando desperté había una niebla cerrada, preciosa. Pasee a Jack entre la bruma, con la autopista invisible casi en silencio y reflexionando sobre lo que tenía por delante. En circunstancias normales la aparición de este fenómeno atmosférico, tan inusual en nuestra ciudad, me llena de alegría y la disfruto como si volviese a ser un chiquillo ensoñando monstruos y aventuras más allá de donde alcanza la vista.

Pero ayer era diferente. Había convocada una concentración de repulsa por el ataque fascista contra uno de los centros para menores de mi barrio y yo no las tenía todas conmigo. El barrio lleva años calentito con el tema de la delincuencia supuestamente provocada por estos chavales. Se había convocado un domingo de puente, siendo hoy lunes festivo, después de haber cancelado una más precipitada el jueves y había posibilidades de lluvia.

Mientras caminaba  en una soledad casi absoluta sentía esa neblina como una broma macabra. Pareciese como si hasta el clima quisiese ocultar la condición de seres humanos, adolescentes, mitad niños mitad hombres, de los chavales atacados menos de una semana antes. Hacerles invisibles a los ojos de sus vecinos involuntarios. Tanto de los que les temen, les respetan, les odian o les apoyan. Como si no tuviesen derecho siquiera a manifestarse por su vida.

Regresé a casa, traté de escribir un rato y cuando faltaban quince minutos para el comienzo oficial de la concentración, bastante inquieto y sin expectativas positivas, partí hacia la puerta del parque Isabel Clara Eugenia.

Este parque, quizá el más bonito del barrio en un distrito con muchas zonas verdes, ha estado, desde que tengo memoria, casi siempre maldito. De hecho aún recuerdo cuando en mi adolescencia Fernando, un compañero de clase en primero de BUP y bastante macarrilla, me contaba que habían tenido que dejar de ir porque algunos de sus amigos, enganchados a la última tanda de víctimas de la heroína, les desvalijaban para poderse meter lo robado por la vena o fumárselo en  una plata.

La primera buena señal fue adelantar a varias vecinas conocidas, armadas de carros de bebé, que iban en esa dirección mientras comprobaba que el horizonte se había abierto y no quedaba ni un ápice de bruma.

La segunda, la que disipó mis reparos, fue comprobar desde lo alto de la calle Felipe Herranz, después de doblar la esquina de la antigua Renault, que a cinco minutos de la hora de comienzo oficial del acto de protesta ya había más de cien personas concentradas.

Sin duda la tercera, y definitiva, señal que hizo que me cambiase el ánimo fue el comprobar a lo largo de la casi hora y media que estuvimos allí que tres cuartas partes de las mujeres y los hombres allí reunidas eramos vecinos del barrio. Claro que me alegró ver a mis hermanos mostoleños, a compañeros anarquistas y de anticapis venidos de Vallecas, Tetuan y otros barrios y hasta a cargos electos que, sinceramente, esperaba que estuvieran de puente. Pero que un domingo de puente después de ver el barrio vació todo el fin de semana, con frio, amenaza de lluvia y toneladas de veneno mediático sobre esos chiquillos hubiésemos casi cuatrocientos hortelanos y hortelanas acompañando a un puñado de chavales con sus pancartas de cartón me pareció una tremenda victoria.

En un barrio con sesenta y dos mil votos,  bastante más del cincuenta por ciento de los emitidos, al trío facha y que llevamos no menos de cinco años con este problema de convivencia convocar a medio millar de personas no es moco de pavo.

No por la convocatoria en si, sino por lo que pone de manifiesto. En Hortaleza, de momento, el movimiento vecinal está consiguiendo de manera más o menos estructurada que el monstruo del odio no se coma la ni conciencia ni la convivencia.

Y lo está haciendo, quien lo hace, desde la humildad y la actitud de escucha.

Quizá la clave esté en que nunca, pese a lo tenso que se ha llegado a poner todo, se le ha negado lo mal que lo están pasandoa los vecinos y vecinas, sobre todo hombres y mujeres mayores.No se les cuestionan sus miedos y sus disgustos mientras se les hace ver que los niños, a fin de cuentas, los muy pocos que delinquen, lo hacen por una pésima gestión de la situación por parte de las instituciones del estado. Y por la vida de mierda que han llevado. Que son tan víctimas como victimarios.

Ayer me fui orgulloso del trabajo de mis vecinas, satisfecho de ver algunos de mis chavales apoyándose entre ellos, confortado por el compromiso de la gente más joven  y contento porque hasta nos respeto la lluvia.



Hoy me he tomado la licencia de desayunar en el bar de al lado para recordar que dura poco la alegría en casa del pobre y las porras que no debería haber pedido han hecho las veces de pastilla roja de Morfeo. Una señora a la que conozco, a mis espaldas, pontificaba que es una vergüenza que se politice lo de los chavales y, remataba, que si tanto les queremos que nos los llevemos vivir con nosotros. Por una vez he contado hasta diez y me he marchado sin abrir la boca.  Luego, en casa, leo que han vuelto a pintar el local de la UVA con amenazas.

 Bueno, si, es verdad. Me han jodido las porras pero no pueden quitarme lo bailado.

martes, 3 de diciembre de 2019

Cuando pienso en Cachada pienso en futuro


El Salvador es un país quebrado. Chiquito. Minúsculo. Superpoblado. Socialmente desgarrado. Desquiciado. A día de hoy es una sociedad rota. Un estado, dirían los profesores universitarios y los sociólogos, fallido.

De hecho, cuando la gente habla sobre El Salvador, son dos las imágenes recurrentes que se mencionan. Violencia y pandillas. Pandillas y violencia son señalados, siempre, como el principal problema del país. Pareciera algo natural, genético, inevitable. Un fenómeno de la naturaleza a la par de los temblores de tierra o los volcanes. Como si una de las siete puertas del infierno estuviese situada en el y por ella saliesen, sin fin ni remedio, demonios de cara tintada.

Pero la desdicha de El Salvador no es fruto del azar, de la mala suerte o un castigo divino. El presente del pulgarcito de América es fruto de una lenta pero concienzuda labor de sus clases dirigentes. Unas clases dirigentes que de manera esforzada y constante se repartieron el territorio como los gobiernos europeos se repartieron África y que consideraron siempre su país como una finca lechera y a sus habitantes las vacas para ordeñar. A fin de cuentas en un país enano y sin grandes riquezas naturales era lo único que tenían para explotar.

Robando de manera legal los ejidos y las tierras comunales indígenas primero, exterminando a los expropiados después y con un estado títere al servicio de unas pocas familias oligarcas (catorce, dicen) durante más de un siglo, la violencia terminó por ser, prácticamente, la única forma de relación social.

A finales de los años sesenta y principios de los años setenta las clases populares urbanas y campesinas empezaron a organizarse para reclamar una vida digna. Pero el viento no soplaba en su dirección. Sino del norte. Y les llevaba a una guerra en la que el pueblo sería solo carne de cañón para una brutalidad que no conoció límites y que, por desgracia, llegó a contaminar incluso a los que se alzaban contra ella.

En mil novecientos noventa y dos terminó la guerra pero no el conflicto. La guerrilla se convirtió en partido político. Y aquellos que habían sido capaces de forzar al ejercito a una negociación no pudieron, no supieron o no quisieron arrancarle a los oligarcas unas mejoras sustanciales en las condiciones de vida del sufrido pueblo al que habían dirigido durante la guerra.

Se erradicó el síntoma. Cesaron las matanzas a manos de uniformados, los combates en los cerros, los bombardeos y los sabotajes, si, pero quedó la causa. Continuaron el hambre, las casas que se inundan en invierno y las muertes por dengue. La pobreza. Cuando quitamos la fiebre sin sanar la enfermedad, la fiebre termina por regresar y el mal lo hace con más fuerza.

Y eso es lo que pasó. La paciencia, la comprensión hacia los gobernantes durante la reconstrucción, la esperanza nacida de los acuerdos de paz y, posteriormente, de la llegada del Frente al gobierno se fueron marchitando con el enquistamiento de los problemas, la sordera de los políticos y el aumento de la desesperación. Volviendo a darle a la violencia y la brutalidad, que nunca se habían ido realmente,  el protagonismo en las relaciones humanas.

Una violencia ya no fruto de la lucha de clases sino consecuencia de la falta de conciencia. Una violencia entre pobres acorralados sin salida y sin herramientas de convivencia.  Una sociedad educada en que el fuerte es impune y el resto se la come. En la que todo el mundo busca, sin darse cuenta a veces, en quien desahogar la tristeza, los golpes y la frustración que le provocan la vida y quienes tiene por encima. La policía se desquita en las pandillas. Los muchachos en los civiles. Estos en sus mujeres y, ellas, en sus bichos. Bichos que aprenden y reproducirán la espiral infinita.

Leyendo lo que escribo es normal que pensemos que no hay futuro ni solución posible para el país de la flor del izote. Pero El Salvador es mucho más.

Ese rincón del mundo ha sido, y es, un lugar casi de realismo mágico. Que ha generado estas estampas del horror que os acabo de mencionar y, al mismo tiempo, algunos de los gestos y de los giros más humanos, tiernos y potentes de finales del siglo veinte.

Estas dos últimas semanas, desde que conocí a La Cachada, pero sobre todo desde que el día veintitrés hecho un manojo de nervios pude por fin verlas, con dos años de retraso, esa es la verdad que me han recordado.

No me voy a extender en los orígenes del proyecto. Los podéis (y debéis) leer en la prensa, verlos en los videos de youtube, o disfrutar del documental sobre ellas  que llegará a España en Marzo. No. Yo hablaré de lo que pienso y siento que hay en ese universo más allá y alrededor de las obras y los escenarios. Porque a La Cachada la vemos, poco más de una hora, sobre las tablas pero su trabajo es 24/7 al mes.

Evelyn, Magaly, Magdalena, Mariam, Ruth, Wendy y su directora Egly, han hecho algo mucho más grande y profundo que convertir un taller puntual en una obra de teatro de denuncia social.

Hoy, ocho años después de su fundación, Wendy define la compañía como “Una familia. Con sus altos y bajos. Y aunque hay veces que nos saca el mercado que llevamos dentro, seguimos unidas”.

La Cachada se ha convertido en una sociedad especializada en encontrar soluciones en el país de los callejones sin salida. Han roto el circulo de la incomunicación, del miedo entre ellas, y lo han sustituido por la palabra. Han hallado una ternura que les había sido negada y la han compartido con los suyos, con sus hijos y hermanos, cambiando por completo su manera de amar y de educar. Han sustituido el palo que tanto habían sufrido por los argumentos y por la voz.

La Cachada ha logrado, con enorme esfuerzo, reunir a siete mujeres aisladas en una jungla individualista, sin apenas espacio para la compasión, y convertirlas en una comunidad. En sinónimo de futuro y esperanza. Un lugar que se desplaza con ellas y en la que cada una tiene su espacio y su función.  No idealizo. Tienen sus conflictos. Con sus broncas y sus discusiones, si, pero han conseguido que las cosas se hablen, y ya no se rompe la baraja ni lo paga la más débil. El grupo es fuerte.

Y van a más. Esa es su grandeza. No olvidan quienes son ni lo que han sufrido. De donde vienen y donde están. Ahora forman a mujeres como ellas. De sus mismos barrios, de sus mismos oficios, con sus mismos dolores y sus mismos horrores a cuestas. Les muestran una senda que rompe con la peor de las violencias, la originaria, en la familia y con los que están creciendo. Reproduciendo en positivo lo colectivo, lo constructivo, todo aquello que tuvieron antes como sociedad y que se había perdido en la última guerra y durante la mal tratada paz. Son, en definitiva, como esa primera planta osada que, pionera, nace en un terreno arrasado por el fuego o  en las grietas del suelo sepultado por el cemento. Son vida.

El suyo es un camino difícil, oscuro, y lleno de socavones. Pero no van a ser el estado y sus policías, ni las cárceles, ni los millones invertidos en represión quienes arreglen la situación. Tampoco los blancos y los europeos, con nuestras ONG´s y nuestros proyectos llegados en paracaídas, que mueren cuando se quedan si financiación, porque los gobiernos y las fundaciones miran a otro lado más de moda.



Durante estos días he recordado que hace  como un año, de casualidad, pillé en televisión un programa sobre El Salvador. En él el periodista de El faro Oscar Martínez, analizando como están las cosas por allí, decía que a diferencia de los años setenta del siglo pasado en que la figura del obispo Romero aglutinaba las esperanzas del pueblo ahora no hay nadie así. Que falta una figura con la legitimidad social suficiente para guiar al pueblo en una nueva ola de lucha por la dignidad y la justicia.

He estado pensando en esa y otras aportaciones suyas con respecto a la situación de su país y una de las conclusiones a las que he llegado es que probablemente sea el momento de que dejemos de mirar hacia arriba, en clave individual y masculina buscando un nuevo guía que nos dirija, para fijarnos en las raíces del pueblo, empezar a pensar como comunidad y en femenino.

En ese sentido pienso que estas mujeres son unas de las muchas que, sin dejar de caminar como dijo Ruth, desde la humildad y la consciencia; el trabajo duro y la sensibilidad; la creatividad y la empatía y sin abandonar sus orígenes ni a su gente, mantienen la esperanza y nos muestran el camino.

 No solo en su país. Basta una mirada a los rostros y un tanteo de los estados de animo del público cuando salen de verlas para comprobar que no soy el único que intuye lo que hay detrás de estas mujeres que se apuntaron a un  supuesto taller de auto estima a través del teatro y acabaron montando una herramienta con la que reconstruir el porvenir.

Por eso, y otras muchas cosas que dejo para que descubráis por vuestra cuenta, cuando pienso en Cachada, pienso en futuro.