lunes, 18 de julio de 2022

Rufián, la educación y la libertad de expresión

      

    El otro día, perdiendo el tiempo delante de la pantalla, me saltó un video con la intervención completa del diputado de ERC Gabriel Rufián durante el debate sobre el estado de la nación.

    He de reconocer que si bien este sujeto no me cae demasiado bien si le considero un buen orador y decidí tragarme la media hora de intervención a ver que se contaba el aficionado perico en esta ocasión.

    La primera parte de su discurso me gustó bastante. La dedicó a desenmascarar las soflamas del, auto denominado, gobierno más progresista de la historia de España aportando para ello un aluvión de datos de como están las cosas para las que no pisamos moqueta. Continuó con la matanza de Melilla y, reconozco, que en ese momento hasta me hubiera planteado tirármelo de tener la oportunidad. Pero ya. Poco después me sentí como esas veces que estás flirteando con alguien, todo va como un tiro, y, de repente, hace un comentario o un gesto que hace que se desinfle el soufflé. Cuando abordó el tema de la manipulación mediática, y su propuesta para atajar la intoxicación en redes, de derechosos y fascistas comparándola con una cuestión sanitaria se me pasaron todas las ganas. Cuando asumió como propio el discurso neocon hablando de anarquismo de extrema derecha en lugar de ultra liberalismo directamente le hubiese dado una colleja.

    Su propuesta, nada novedosa, consiste al parecer en legislar para perseguir las mentiras en la prensa y en los medios varios de difusión a nuestro alcance. Poder multar e incluso cerrar los medios que publiquen bulos y falacias.

    Siempre que alguien pide supervisar, revisar, fiscalizar, recortar en definitiva, la libertad de expresión me acuerdo del pequeño Hans. Al pequeño Hans, que ni era pequeño ni se llamaba Hans, le conocí a principios de siglo en la ciudad de Berlín. Como un servidor militaba en el anti fascismo y, de los pocos con los que coincidí, que se había criado en el lado oriental del muro. Lo que me contó,ignorante yo, me sorprendió bastante. La República Democrática Alemana educaba a sus ciudadanos en la verdad incuestionable de que los alemanes orientales, a diferencia de sus hermanos capitalistas, habían derrotado al nazismo. Los alemanes del este habían expiado sus penas pasadas con la construcción del socialismo y el único enemigo que les quedaba eran los parásitos internos que no aceptaban esta verdad y que conspiraban contra el estado.  Ese era el único temor de las fuerzas de seguridad y los servicios de inteligencia.

    Algo así le dijeron al pequeño Hans cuando fue a denunciar a una comisaría de su ciudad, en plena adolescencia, que le habían pegado unos nazis de su barrio. Aún no había caído el muro.

    Un  par de años después de aquello el auto denominado estado socialista desapareció y la República Federal Alemana, más que unificarse, se comió el territorio y a la población que había quedado más allá del muro tras la segunda guerra mundial. Fruto de este hecho se produjo una crisis económica enorme y otra de identidad aún mayor. Una parte de la población se radicalizó y la extrema derecha y los neo nazis empezaron a crecer como la espuma. Lo sorprendente para algunos fue que el lugar donde estos grupos tuvieron más crecimiento fue en la zona de Alemania que había tocado el cielo con sus dedos. Especialmente en el mundo rural.

    Más de treinta años después de aquello, en la Alemania actual, determinados símbolos, determinadas imágenes y determinadas afirmaciones acerca del régimen nacional socialista que puedan interpretarse como una defensa del mismo o una negación de las barbaridades que este cometió siguen estando prohibidas, lo que no impide que exista una extrema derecha que se identifique con aquello y que esquive esa ley para decir y hacer lo que les da la gana.

    Como militante libertario, a día de hoy de baja intensidad, entrado en años, al que casi le ha costado el pellejo un par de veces la defensa de sus ideas, comprendo perfectamente lo tentador de las apuestas coercitivas. El sueño, más fruto del deseo que del análisis, de que una vez prohibidas o acotadas las expresiones de odio, y las burdas mentiras en determinados medios, las aguas se irán aclarando y los debates podrán ser más limpios y sanos. Y que, con ellos en condiciones, el pueblo verá, comprenderá y actuará en consecuencia. O, al menos, podremos desayunar tranquilos en el bar de la esquina y pasear al perro por nuestros parques favoritos sin que comentarios hirientes mancillen nuestros oídos y jodan nuestros escasos momentos de tranquilidad en la derrota cotidiana que vivimos.

    Lo que pasa  no es, como dicen algunos, que se permiten demasiado bulos e intoxicación. La mayoría de quienes leáis esto lleváis años escuchando comentarios racistas, fascistas, homófobos y no os ha dado por salir a matar negros o pedir cita en el obispado de Alcalá para que os curen la homosexualidad a vosotras o a algún amigo.

    El problema que tenemos como sociedad, ya sea en Madrid, en Kentucky o en Cojutepeque, es que se ha destruido la capacidad de pensamiento crítico del individuo. Se ha sustituido la educación por el aprendizaje mecánico de contenidos y se ha adormecido la curiosidad propia del ser humano hacía lo desconocido a base de obediencia y aislamiento.

    El antídoto a esta realidad pasa por revertir esos caminos asfaltados por el sistema. Despertar la curiosidad y el ansia de saber, entrenar los cerebros para discernir los hechos de la fantasía y romper el aislamiento que nos divide como clase, en una auténtica apuesta por la educación de base y popular. Pero no es sencillo.

    Porque el primer paso para des andar el camino hacia el infierno que nos han construido y romper ese aislamiento no puede ser a base de frases ocurrentes en twitter y lenguas afiladas en reuniones familiares, o congresos semi vacíos que cierren a la vez los debates y los puentes de comunicación. Solo lo romperemos a base de escucha. En el contacto diario y con prácticas solidarias cotidianas que terminen por despertar la curiosidad de nuestros hermanos alienados y les ayuden a abrir las orejas y los corazones.

    
    Llegados a este punto solo me queda decir que las revoluciones no se hacen, aunque sinceramente dudo que el representante  de los botiguers en el congreso quiera nada parecido a una, a base de sermones y grandes discursos de unos pocos líderes iluminados.

    Muy al contrario estoy convencido de que las revoluciones se hacen cuando logramos implicar al pueblo en la toma de las riendas de su vida. Y para eso tendremos que dejar nuestros cómodos guetos con aire acondicionado y mantras tranquilizadores para dedicarnos a ser y convivir con el pueblo. Aunque eso incluya, me temo, aguantar a culés, terraplanistas, progres y cuñados.