Corría el año 1995 y yo había terminado con un éxito moderado, pero aparentemente suficiente, mi curso de COU y las pruebas de selectividad que daban acceso a la universidad. Por delante tenía el que debía ser el mejor verano de mi vida lleno de aventuras y amoríos, plagado de expectativas adolescentes.
Lo que inicialmente iba a ser un viaje de interrail por Reino Unido, Francia y solo Dios sabe que más lugares “exóticos” con mi amigo Cándido, mi mejor compinche de aquél periodo, que, cómo yo, era medio punki y vivía a ratos en mi barrio. Por falta de planificación y, sobre todo, por falta de fondos, acabo siendo un viaje en tren hasta Posada de Llanes, un pueblo de Asturias dónde el veraneaba y creía que podíamos conseguir un alojamiento asequible.
Para llegar a aquél resort de ensueño punk, que acabó resultando en una estancia de quince días en la planta alta de una antigua casa cuartel semi abandonada, sin baño, una cocina infecta y con una rata ladrona de queso de Cabrales, hicimos noche en Oviedo.
No es que hiciese falta, porque viajamos a Asturias en un tren nocturno, y perfectamente podríamos haber ido del tirón a ese paraíso en la tierra pero, por petición de mi compañero, decidimos pasar un día en la capital asturiana.
Durante su viaje de fin de curso, apenas dos meses antes, su ruta por Italia había coincidido en itinerario con el de un colegio de monjas de Oviedo y de etapa en etapa, de hotel en hotel, se había rozado brevemente con una moza. Habían quedado en volver a verse.
Así pues nos bajamos del tren mi amigo, su guitarra, su mochila, mi loro, mis dos mochilas y yo.
Para lxs mxs jóvenes de mis lectorxs aclararé que mi loro no era un ave tropical verde y parlanchina que me acompañaba a todas partes. Loro era una de las formas que teníamos de llamar a los radiocasetes, cuanto más grandes mejor, con los que en aquella época nos llevábamos la música a todas partes. Ya estaba un poco mayor, consumía muchas pilas enormes, y cómo se había roto el botón para abrir la pletina, tenía que hacerlo con un bardeo, pero eran los 90 y aún practicábamos el ensañamiento sanitario con todo tipo de chismes. Sólo se tiraban las cosas si de verdad, de verdad, de verdad, no había arreglo posible.
Cómo era de esperar el mío iba decorado con un montón de pegatinas anarquistas, comunistas modificadas para que no se vieran sus siglas y una más, gigante, que era una esvástica tachada, dentro de una señal de prohibido, con el ingenioso lema “Nazis No”.
Tras un breve paseo estábamos ante el portal de la casa de la moza, cerca de la plaza de toros. Eran las ocho de la mañana.
La muchacha, cuyo nombre no recuerdo, nos llevó a un parque cercano y nos trajo de vuelta al mundo real. Le gustaba mucho Cándido pero, al parecer, había ciertos detalles que o bien mi colega desconocía o no había ponderado en su justa medida.
La chica, a la que a partir de ahora llamaremos Gáudi, estaba de novia con un chavalote de por allí. Pero de novia, muy novia. La madre le conocía, todas las amigas le conocían, las monjas le conocían...
Para colmo de males el mozu, al que a partir de ahora llamaremos Pelayo, porque tampoco recuerdo su nombre, también tenía sus preocupaciones por cuestiones sociales, era bastante celoso, y le gustaba un pelín el fútbol. O, al menos, ir al estadio del Oviedo dónde se juntaba con el resto de la hinchada nazi de la que formaba parte. Debía de ser de nuestra edad porque al parecer andaba liado a esas horas sacándose el carné de conducir. Y, por lo que nos contaba Gaudi, era el cabecilla de su panda de jóvenes demócratas.
La situación mejoraba por momentos.
No se muy bien porque pero decidimos que manteníamos el plan inicial. La decisión, sabia como pocas, debió tomarla la entre pierna de mi amigo. Yo, romántico cómo siempre, debí decidir ponerme del lado del amor. Aunque, una vez más, fuese el de otrxs.
Gáudi, que debía vivir en un mundo paralelo en el que los fascistas y los anarquistas se comportan como en una opereta victoriana, se fue a comentárselo a la madre.
La buena señora se negó a darnos cobijo pero consiguió que nos dieran habitación en una pensión situada en la calle Fuertes Acevedo, un poco más arriba de la plaza de toros. Una pensión que vivía de alquilar cuartos a los juveniles del Oviedo y que fuera de temporada tenía las habitaciones muertas de risa.
No se que hicimos durante el día pero se que por la noche nos fuimos de farra con Gáudi y sus amigas que estaban todas bastante preocupadas. Al parecer los colegas de Pelayo nos seguían de cerca para ver que hacíamos los de Madrid con su novia.
Cándido y yo nos comportamos como perfectos paga fantas punkis y, salvo alguna gamberrada menor (parece ser que aquella noche alguien se llevó la placa de la Avenida del Coronel Aranda de recuerdo) y alguna pegatina para que supiesen que los del KAHL habíamos estado por allí, no pasó gran cosa.
Al llegar a la pensión nos despedimos de las amigas de la Mata Hari ovetense y mi amigo, ella y yo nos subimos al cuarto. Yo me dormí al instante y no sé que pasó entre ellxs. Sólo se que, al despertar, ella no estaba. Mi colega me dijo que estaba abajo, esperando a para acompañarnos a la estación del FEVE, el ferrocarril de vía estrecha que necesitábamos para llegar a nuestro destino.
Al salir del portal Gaudi nos esperaba con una cara a mitad de camino entre la sorpresa y el terror. Junto a ella estaba el mismísimo Pelayo, con una bomber verde oscuro, el pelo negro rapado, unos vaqueros recortados, y unas Doc Marteens negras impolutas atadas con unos cordones blancos. Creo, la memoria me falla, que llevaba una hebilla de bulldog con la bandera de España. Un hermoso caudillo visigodo.
En un segundo plano, expectantes, como tantas otras veces habíamos visto, una jauría de asesinos en potencia saboreando el momento.
No vi otra salida y actué con rapidez.
Cogiendo mi loro fuertemente por el asa me acerqué directo a el y le dije:
-Ostias tronco, que detallazo, te has saltado la auto escuela para venir a echarnos un cable con el equipaje!
Acto seguido le di la mano derecha y, con la izquierda, le di mi loro lleno de pegatinas. Antes de que pudiese decir nada le encasquete, también, una de mis mochilas y la guitarra de Cándido.
Desconcertado balbuceó un si, claro, y emparejandome con el le pedí que me guiara hasta la estación dejando que mi amigo y su novia hiciesen todo el trayecto juntxs. Yo le dí conversación todo el camino, siempre en tono sarcástico y sin dejar que mirase atrás o interactuase con los artífices de sus celos.
La estupefacta piara de aprendices de nazis nos seguía en la distancia, supongo, que sin saber muy bien que hacer ni que demonios estaba pasando. Ese no era su guion. ¿Porque no había hostias? ¿Porque Pelayo cargaba con mis cosas y asentía a mi monólogo incesante?
En la estación del FEVE le di la puntilla. Cogí mis cosas, le dí las gracias, y, delante de ese grupo del que había sido líder hasta ese momento, le di un enorme abrazo y, con una sonrisa de oreja a oreja, le dije que si bajaba a Madrid mis amigxs y yo le trataríamos de maravilla.
Nunca más supe de el. Me subí al tren entre divertido y aliviado y me fui de allí sabiendo que no nos habíamos salvado por las pelos si no más bien por las plumas. Las de mi loro anti fascista.
Blog de reflexión personal con patente de corso para pensamientos serios, idas de olla y faltas de ortografía
miércoles, 21 de mayo de 2025
Un loro antifascita
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