sábado, 14 de junio de 2025

La chica de Ometepe

 El calor era insoportable. El sol le llevaba castigando inmisericorde desde las siete de la mañana y ahora, que debían ser casi las doce del medio día, estaba convencido de que no bajaría de los treinta grados.  Pero el problema para Pedro no eran ese sol y esos treinta grados. A fin de cuentas su familia  era oriunda de Córdoba, las altas temperaturas eran algo a lo que creía estar acostumbrado.

    No, no era eso. Lo que mataba a este informático de más de ciento veinte kilos era esta humedad que, desde que se bajo del avión, siempre había estado por encima del ochenta por ciento.

    En el pueblo de sus abuelos hacía un calor que podía cocer a una iguana pero era un calor seco, llevadero, civilizado. Un calor del que uno podía escapar en una habitación oscura con una buena corriente o gracias una ducha de agua helada.  Pero aquí no. En esta mierda de país daba igual lo que hicieras. El calor era más que húmedo, era empalagoso, posesivo y asfixiante. Se pegaba al cuerpo como un caramelo chupado a medias y no había forma de librarse de el. Ni de día, ni de noche. El agua helada era una fantasía tan imposible de encontrar como un unicornio o una cama decente. Y, después de la ducha, antes de terminar de secarse las piernas ya le estaban sudando de nuevo las axilas.

    Debido a aquella combinación de humedad y calor, que le habían hecho pensar que ya podía saber como se sentían las langostas en sus últimos veinte minutos de vida, le habían salido unas rozaduras en la entre pierna que, a estas alturas, y pese a las toneladas de pomada que se aplicaba en los momentos de descanso, eran sendas autovías de carne enrojecida que le hacían ver las estrellas a cada nuevo paso que daba.

    Y, con cada paso y con cada firmamento, su odio aumentaba. Odiaba el calor y la humedad, claro, pero no sólo. Odiaba los mosquitos y las moscas que se turnaban día y noche para impedirle dormir lo poco que se podía dormir en esa sauna total que decía ser un país.
    Odiaba a la farmacéutica que le había vendido los repelentes en spray y en pulsera. Unos repelentes cuya inutilidad había quedado manifiesta ya la primera noche en la capital, la única que al menos disfruto de aire acondicionado y una cama digna de tal nombre. Eso había sido seis días atrás y, a día de hoy, creía firmemente que era un repelente de broma, una estafa.

    Odiaba la comida, cargada de cilantro, y la cagalera constante que tenía desde el segundo día pese a haber bebido sólo agua embotellada y cerveza. 

    Odiaba a sus compañeros de viaje pero, sobre todo, se odiaba a si mismo.

    Se odiaba a si mismo porque era perfectamente consciente de que eran su pacatería y su pusilanimidad la que le habían llevado hasta allí.

    Todo había comenzado unos meses antes. Clío, compañera suya de trabajo, hija de hippies y hippie del siglo XXI ella misma, después de una de sus rupturas de pareja le había propuesto irse juntos de vacaciones. El, que estaba enamorado de ella en secreto, aceptó de inmediato.

    Tenían ya tres posibles destinos, meticulosamente desarrollados por si mismo. Uno por Escocia, otro por centro Europa en tren, y el último era Islandia dónde no se veía muy ducho para algunas actividades pero le consolaba saber que al menos estaría fresquito. 

    Sólo quedaba comprar los billetes. Pedro pensaba hacerlo por Internet que, con tiempo, solía permitir encontrar buenas ofertas pero, entonces, la loca de Clío tuvo otra de sus grandes ideas. Al parecer una conocida agencia de viajes lanzaba una oferta especial para menores de treinta años con miles de vuelos a todo el mundo tirados de precio.

    La ocurrencia incluía pasar la noche en la puerta de la oficina para entrar de los primeros, antes de que volaran los mejores billetes. Evidentemente, pese a parecer le absurdo pasar una noche entera en la puerta de una agencia de viajes del centro de Madrid a primeros de febrero, dijo que si.

    No fueron los únicos que habían tenido esa idea y cuando llegaron, a eso de las once de la noche, ya había dos docenas de jóvenes despanzurrados en una suerte de cola. Todo fue bien, por decir algo, hasta que Clío regreso de una de sus excursiones para orinar acompañada de un fulano. 

    El tipo, bastante espigado, con pendientes en la nariz, las orejas y las cejas llevaba el pelo recogido en una especie de moño raro hecho con sus propias rastas. Si bien ella se lo presentó como Juan Carlos, alumno del postgrado de antropología que impartía su padre en Somosaguas, el dijo que prefería que le llamasen Charlie que, además de ser neutro, en germánico antiguo significaba “hombre libre”.  

    Antes de la apertura de la sucursal, Charlie, había convencido a Clío de que viajar por Europa, “ese viejo y podrido continente sin alma” dijo literalmente, era una perdida de tiempo. La verdad, la aventura y el crecimiento personal estaban más allá del mar, hacía el sur y hacia el oeste. Después de aquello se despidió y se fue con sus amigos. Unas horas después Pedro salía de la agencia con dos billetes destino Managua para el próximo mes de agosto.

    Previsor como era se preparó el viaje lo mejor que pudo. Lo más interesante, pensó, sería visitar Granada, los pueblos blancos cerca de Masaya y, sin dudarlo, pues todo el mundo hablaba maravillas del lugar en blogs y webs, la isla de Ometepe. Un paraíso natural que encantaría a su compañera.

    Al día siguiente de su llegada, por la tarde, al llegar al hotel que tenían reservado en Granada se torció todo. De repente llamaron a la puerta de la habitación y apareció Clío dando saltos de alegría de la mano del tal Charlie. Este, que al parecer estaba estudiando a no se sabe qué pueblo originario de Guatemala, se había tomado unos días libres para darles una sorpresa y hacerles de guía. Ahí comenzó el infierno.

    El nada inocente antropólogo tuvo a bien dar por bueno el itinerario que habían diseñado sus victimas pero nada más. 

    En cada pueblo deshechó sistemáticamente los lugares elegidos por Pedro para comer y dormir sustituyéndolos por lugares “auténticos” donde mezclarse con la población y conocer mejor sus costumbres y su forma de vida.

    El imbécil, Pedro no podía verlo de otra forma, trataba de regatear por todo y, cuando se le decía que esas cantidades por las que litigaba no eran nada para ellos pero si suponían una buena ayuda para los nicas contestaba, con tono y mirada condescendientes, que pagar sin más era una falta de respeto hacia los pueblos visitados y que, además, ese punto de vista era elitista y estaba cargado de asistencialismo barato. La única forma de no ofender era comportarse como uno de ellos.

    Esto lo decía sin despeinarse, mientras se atusaba las rastas, vestía unos pantalones de tela morados a rayas y calzaba unas sandalias que nadie en su sano juicio llevaría en un país con no menos de una docena de animales e insectos cuya picadura era mortal de necesidad.

    Todo esto rumiaba Pedro mientras bajaba la ladera del volcán Maderas, tan sólo acompañado por su bilis y por las estrellas de dolor que sentía a cada paso debido a las rozaduras.

    La noche anterior, en un tugurio miserable a las afueras Moyogalpa cuidadosamente seleccionado por ese piojoso aprendiz de De La Cuadra Salcedo Pedro había llegado a su límite.

    La habitación para tres que les habían dado constaba de una cama grande y una especie de catre de playa. Charlie y Clío decidieron que Pedro dormiría mejor sólo, más cómodo, y se apropiaron de la cama. Cuando, incomodo, sin mosquitera, escocido, y medio asfixiado por la humedad de la isla pensaba que la cosa no podía ir a peor escuchó como sus compañeros de habitación empezaban a follar pensando que ya se había quedado dormido. 

    A la mañana siguiente, sin dormir, mientras su amiga y el parásito mortal que se las había unido en Granada roncaban a pata suelta, Pedro les dejó una nota y se marchó.

    De eso hacía ya cinco horas. Había subido al volcán en Taxi y ahora bajaba a trompicones y desorientado. Quería ir a un sitio llamado Punta Zopilote, pero le resultó evidente que se había perdido.

    Tras un par de horas más dando tumbos y con ganas de llorar llegó a lo que parecía una pequeña aldea de pescadores. Pese a lo turístico de la isla aquí apenas había comercios y, los que había, eran de calle cómo los que había visto ya mil veces por todo el país. Entró por la carretera de tierra desde el norte del pueblo y comenzó a buscar un sitio dónde sentarse a tomar un delicioso y cálido refresco.

    En esas estaba cuando vio algo que le revolvió las tripas. Dos hombres, oscuros de piel, uno de ellos gordo y sudoroso y otro seco como un palo, vestidos con el uniforme negro y azul de la policía, se reían de una niña que recogía mercancía desparramada por el suelo.

    - Esto es lo que le pasa a las chigüinas que no pagan los impuestos municipales, dijo el más seco, mientras el gordo se reía y se enjuagaba la cara con un pañuelo blanco.

    La niña lloraba y balbuceaba unas palabras cuyo significado Pedro no entendía. No obstante, nunca supo si fruto de la insolación, la deshidratación o el cúmulo de odio atesorado durante años de apocamiento, decidió agacharse a ayudar a la pequeña para recoger sus cosas justo en el momento en que el gordo pateaba una pequeña escultura de madera. Muy cerca de su cara.

    Antes de que los policías pudieran decir nada y ante ese gesto Pedro explotó con una furia que no había mostrado en toda su vida. Se levantó de un salto y, ante la mirada atónita de los vecinos que empezaban a salir a la calle con la bajada del calor, les acusó de sátrapas, cobardes y corruptos. Les preguntó dónde quedaba toda esa propaganda revolucionaria que había visto en las grandes ciudades hablando del bienestar de los niños y la importancia de la solidaridad. Les regaló algunos epítetos que nunca supo si habían llegado a entender amenazando con contar eso a todos sus amigos en España para vergüenza de la tierra de Sandino y Rubén Darío.

    Cuando se calmo pudo ver las muecas de espanto en todos los viandantes y al gordo que se le acercaba dispuesto a romperle el lomo. Este fue sujetado por el delgado que le dijo algo al oído.  Con ira contenida en su rostro se dio la vuelta y enfiló hacia una pick up aparcada en una esquina cercana. Antes de marcharse se giró y dijo:

    - Andese con ojo gringo, esta tierra puede ser peligrosa cuando se camina sólo.
    
    La niña le dio las gracias y le regaló una cruz de madera decorada con semillas de pimienta antes de salir corriendo. 

    Siguió andando por el camino principal, casi el único, pero la gente se apartaba a su paso o miraban al suelo dejando claro que no tenían ninguna intención de intimar con quien había desafiado a la autoridad. 
    
    Empezaba a dimensionar su error y a sentir un ligero temblor en las manos cuando vio un pequeño quiosco de bebidas en la salida sur del villorrio.

    Poco más que una barraca, estaba decorada con unos viejos carteles de refrescos más viejos que el propio Pedro. Subió unos escalones y eligió una de las cuatro desvencijadas mesas vacías que había en el local. No había más clientes. Un vetusto retrato de César Augusto Sandino completaba la decoración.

      En la barra había una mujer joven de piel cobriza, ojos negros, oscuros como pozos, y una larga melena ondulada del mismo color. Vestía una camisa gris, remangada, y medio abierta por la que podía verse el sudor fruto del calor asfixiante, una falda blanca por las rodillas y una alpargatas del mismo color.

    Antes de que el pidiese nada la mujer le sirvió una Pepsi helada en una botella que parecía sacada de un capítulo de verano azul. 

     Ha sido usted muy valiente-dijo- con una voz profunda y cálida.

    - Bueno, si he de serle sincero, nunca antes había reaccionado así. Pero es que me enervó esa tremenda injusticia.

    Así fue como Chuca y Pedro comenzaron a hablar.

    No supo cuanto tiempo estuvo allí pero se sintió reconfortado desde el principio, hasta le dolían menos las ingles. Esa muchacha, más joven que el, le inspiraba una gran tranquilidad y, al mismo tiempo, le excitaba enormemente. Aquellos ojos parecían pedirle que la besara a cada instante.

    Al cabo de un rato ella le dijo:

    -No creo que vengan hoy clientes, menos aún con usted aquí. ¿Quiere que le enseñe un bonito rincón junto al lago para nadar a la luz de las estrellas?

    Mientras caminaban en silencio en dirección a lugar y Chuca esquivaba dulcemente un torpe intento suyo por cogerla de la mano Pedro pudo observar que se había levantado algo de viento fresco y unas nubes se acercaban al sitio al que se dirigían.

    Llegaron a una pequeña cala de arena blanca oculta del resto de la costa por una densa maleza y se quedaron mirando fijamente a los ojos con  los cabellos de ella mecidos por un viento en aumento. Se disponía a besarla cuando una voz conocida detrás de el dijo.

    - Vaya, el rubio se ha perdido en una zona peligrosa pese a que fue debidamente advertido por la autoridad competente. Y culpable de estupro nada menos.

    Pedro se giró asustado. Frente a el, armados con sendas porras, y con  las camisas pegadas a su cuerpo por el fuerte viento y el sudor, estaban los oficiales de policía que un rato antes y con público se habían contenido.  Ahora no parecían tan comedidos.

    Mientras ellos superaban un tronco caído a mitad de camino entre ellos notó que Chuca se movía tras el.

    Los policías se quedaron congelados. Sus ojos clavaron la mirada en la mujer que había tras el español y se llenaron de terror mientras un grito que parecía salido de  lo más profundo del infierno rasgaba el aire. Pedro quedó inconsciente.

    
    Cuando despertó había perdido la noción del tiempo. Tumbado en el suelo de la playa pudo ver que era de día. Se palpó el cuerpo. Todo parecía en orden. 

    Al intentar moverse una voz dijo:
    
    - El gringo está vivo!

    Dos hombres le ayudaron a levantarse mientras una anciana inspeccionaba el lugar ayudada de un bastón. Al mirar a su alrededor vio a los cuerpos de los policías inertes justo dónde los había visto antes de perder el conocimiento. Se acercó y quedó helado, por primera vez desde que había llegado a ese país, al ver que tenían el cabello completamente blanco y el cuerpo como si les hubiesen sorbido la sangre, pálido. Sus ojos mostraban un terror más allá de lo humano.

    
    De regreso al pueblo, al pasar por el camino sur, observó que el quiosco de Chuca estaba totalmente destartalado, como si hubiese sido abandonado hace tiempo, se paró y preguntó.

    -¿Y Chuca? Tras lo que describió a la mujer.

    La vieja le miro fijamente a los ojos y le contestó:

    - Su nombre no era Chuca, si no María Verónica. Fue asesinada y violada por miembros de la Guardia Nacional, allá por 1978, acusada de pertenecer al Frente Sandinista. Nadie nos atrevimos a ayudarla. La niña a quien usted ayudó es su nieta.
    
    - Pero yo...

    - Usted no la vio a ella, si no a la Siguanaba. Y sólo gracias a eso – dijo señalando el regalo de la niña del día anterior-  es que sigue usted vivo.

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