Las vistas desde el Cerro Garabitas siempre me habían fascinado. Desde que, siendo niño, me escapaba hasta allí montando en bici con mis amigos para observar la capital de España escuchando a los pájaros y el sonido del bosque de fondo. Al llegar a lo alto, exhaustos de pedalear entre tierra y hierba, dejábamos las bicis tiradas hasta recobrar el aliento, y caminábamos entre las trincheras con la esperanza de encontrar algún resto de la guerra de la que casi nunca lográbamos sacarle nada a nuestros abuelos.
La tarde más feliz que recuerdo de las relacionadas con aquellas escapadas, fue una vez que el bombero de servicio en la torre de vigilancia forestal nos permitió subir a la torre para que echásemos un vistazo. Trepamos por la escalera de metal y nos agolpamos en la pequeña plataforma en la que había poco más que una silla, una mesa, una radio y unos prismáticos. No debimos de estar allí más de diez minutos pero nos sirvió para fanfarronear en el colegio durante toda una semana.
Más tarde, en la adolescencia, cuando el resto de mis amigos empezó a interesarse por otras cosas yo seguí fascinado por aquella guerra y seguí viniendo por aquí. Especialmente los días de lluvia en los que la tierra, a veces generosa, escupía algún vestigio del pasado. Así fue como en la Ciudad Universitaria encontré un par de balas y algo de metralla que, está feo reconocerlo, aún guardo en casa de recuerdo.
Hoy volvía a mirar el paisaje desde lo alto del cerro. Pero no era la ciudad mi horizonte. Hoy los ojos los tenía puestos en la parte más opuesta a Madrid, en dirección a la sierra. Unos metros más abajo de dónde me encontraba unas telas verdes cubrían un área de unos veinte metros cuadrados delimitados por estacas. En el centro del mismo se podía ver una estructura de hormigón semi enterrada y cubierta de musgo.
Se trata de un fortín semicilíndrico doble que el bando sublevado había construido para reforzar las defensas del cerro y que estaba orientado en dirección al lago de la Casa de Campo. Al fortín, en su día, se accedía por una de las trincheras pero ese acceso estaba colmatado casi por completo. Ahora ni un niño, ni alguien muy delgado y escurridizo, podrían entrar en la fortificación abandonada.
Lo cierto es que estaba teniendo que hacer un esfuerzo ímprobo por que no se me notasen los nervios. Era un momento muy especial para mi. Estábamos excavando e íbamos a restaurar el fortín que me había visto crecer y que, hasta un año antes, jamás hubiera soñado con ver rehabilitado.
La idea, al principio parecía una locura. Surgió durante unas jornadas sobre la guerra civil en Madrid que había organizado el GEFREMA y a las que había acudido como representante del departamento de Arqueología Contemporánea de la Universidad. En las típicas cañas posteriores al evento, charlando sobre temas relacionados con la guerra, había salido el fortín de marras y todo el mundo coincidía en que era una pena que esos restos de nuestra historia reciente se echasen a perder.
Una semana después tenía en mi correo electrónico una propuesta de trabajo para la recuperación del espacio con un proyecto completo. Lo firmaba Alicia Lozano, profesora de historia en un instituto público y
miembro de la dirección del grupo de estudios. La colaboración entre
ambos había funcionado a la perfección y desde el principio me pareció
una magnífica profesional.
Se trataría de una colaboración entre la universidad y la asociación cultural. Me dejé seducir y empecé a mover mi parte la propuesta.
Llegar hasta aquí no había sido nada fácil. La Comunidad de Madrid y el ayuntamiento se habían puesto de perfil en cuanto habían leído en el mismo pliego las palabras “Excavación” y “Guerra Civil”. No quisieron saber nada del tema y lo zanjaron con el silencio por respuesta. Lo único que logramos, todo un éxito dadas las circunstancias, fueron los permisos municipales para realizar nuestro trabajo.
El gobierno central, pese a la Ley de Memoria Histórica, aprobada a bombo y platillo un año antes, no había puesto ni un duro. Una cosa es legislar y dar titulares para la afición y otra muy distinta liberar fondos para que esas leyes puedan aplicarse.
Lo único en lo que las tres administraciones estuvieron de acuerdo fue en solicitar que sus logos respectivos apareciesen en la documentación, los informes y el material que saliese de la excavación.
En cuanto al departamento de la facultad la reacción había sido la esperada. Sonrisas, palmaditas en la espalda y comentarios de aprobación que ocultaban un deseo profundo de que fuese un fracaso.
No sólo porque había osado colaborar con profanos de fuera de la Academia, intrusos en un jardín al que nunca deberían haber accedido con sus zarpas sucias y sin titulación, si no porque si al final la propuesta salía bien sería un punto más en mi curricúlum y destacar en un medio dónde tantos competíamos por tan pocas plazas siempre era motivo de preocupación ajena.
La situación cambió ligeramente cuando el viejo Arizmendi, catedrático emérito, experto en la contienda y una auténtica vaca sagrada dentro del mundillo y reconocido a nivel internacional, señaló en la cena de navidad que era de las mejores ideas que había visto en mucho tiempo. Una iniciativa para romper la barrera entre institución y calle, fueron sus palabras, una forma magnifica de acercar la historia a la gente joven.
Desde aquél día el decano de la facultad, un tipo orondo, calvo, y que se libraba de parecer la reencarnación de Indalecio Prieto gracias a su cara de ratón y sus gafas redondas con montura de metal, empezó a agasajarme con preguntas, propuestas que nunca desarrollaba y fingido interés.
Que alguien así se fijase en uno era tan agradable como que lo hiciese el mismísimo Joseph Goebbles. Pertenecía a esa generación de progres que había medrado a costa de ser obedientes y pragmáticos cuando gobernaba el PSOE y jugaban a ser radicales veteranos de la transición cuando gobernaba el Partido Popular. Momentos estos en los que compadreaban con los alumnos más revoltosos de la facultad y sacaban a la luz sus carreras delante de los grises y su paso por la terrible Dirección General de Seguridad, obviando que sus papás les sacaban de allí después de algún bofetón más pedagógico que represivo. Un privilegio exclusivo para los hijos del régimen y del que no disfrutaban los obreros ni sus familias.
Tenía fama de tener las manos largas y la vergüenza corta. No le hacía ascos a ningún cuerpo mientras fuese joven y nadie que llevase dos días en la facultad acudía sólo a su despacho. A su alrededor siempre revoloteaba un coro de adláteres que le reía las gracias, le acompañaba a todas sus charlas y que acudían en grupo a su casa a unas cenas conocidas y de las que, se decía, era imprescindible participar si se quería optar a plaza definitiva en la facultad.
Tampoco aportó ni un céntimo. Ni se pasó por una sola reunión. Se limitó a mandarme dos o tres de sus satélites para que formasen parte del grupo de la universidad que organizaba la excavación. Así, sin jugarse nada en la partida, podría salir en la foto si esta merecía finalmente la pena. Algo que sabría con tiempo suficiente gracias a sus epígonos.
Estas son todas las cosas que evité decir a los dos tipos del GEFREMA que, cámara en mano, me estaban entrevistando cuando pidieron que explicase cómo había sido el proceso para montar el sarao que teníamos entre manos.
Habíamos estado viendo el fortín y, después de que grabasen recursos de gente cargando capazos de arena y trabajando en los tamices, nos habíamos marchado a una zona más tranquila, junto a la mesa destinada a catalogar el material que fuésemos sacando, para poder grabar.
Me acababa de sentar cuando un enorme revuelo se formó juntó al fortín. Escuché entonces una voz llamándome a gritos para que bajara. Alicia quería verme dentro del fortín.
No esperábamos encontrar nada de excesivo valor en aquel bunker pero las excavaciones arqueológicas, como todas las investigaciones científicas, podían dar las más inesperadas sorpresas. Y esa llamada urgente apuntaba a algo inesperado y suculento con lo que dar en las narices al decano y su cohorte de trepas.
Bajé trotando los escasos metros que me separaban de la entrada del fortín. Me arrastré por el túnel de acceso recién despejado y entré en el espacio, un poco más amplio y con un pilón en medio, dónde antaño debía encontrarse una ametralladora. Allí me esperaban Alicia y Ceferino, uno de los pupilos del decano, embozados con mascarillas quirúrgicas.
Entre ambos, sentado con la espalda apoyada en la pared del bunker, justo debajo de la tronera, había un cadáver humano. Vestía unas zapatillas Adidas, unos vaqueros y lo que parecía una camiseta promocional del mundial del ochenta y dos. Todo ello podrido por años de frio y humedad. En su frente se veía un orificio que bien podría ser de bala.
Tras un instante en el que la duda y el estupor competían por hacerse con la situación la voz de Alicia rompió el silencio para retomar la iniciativa.
- Vamos a salir con el máximo cuidado, sin tocar nada, e impedir que nadie entre. Luis, por favor, cuando estés fuera llama a la policía.
Un rato después, sentado debajo de una torre de vigilancia nueva, más alta y ostentosa que la que había en mi niñez, mientras esperaba a que me tomasen declaración y veía al orondo decano hablando sudoroso y feliz con los periodistas que habían acudido a nuestra excavación, pensaba en que lo único que no esperaba encontrar allí, en un bunker de la guerra civil, era un fulano muerto con una camiseta de Naranjito.
2 comentarios:
Adelante, qué pasa ahora?
No me esperaba en absoluto este fin de relato
No puede ser el final, algún motivo tiene que haber para que Naranjito esté ahí
Esperando la continuación...
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