lunes, 9 de diciembre de 2019

Y nos respetó la lluvia

Ayer fue un buen día.

Cuando desperté había una niebla cerrada, preciosa. Pasee a Jack entre la bruma, con la autopista invisible casi en silencio y reflexionando sobre lo que tenía por delante. En circunstancias normales la aparición de este fenómeno atmosférico, tan inusual en nuestra ciudad, me llena de alegría y la disfruto como si volviese a ser un chiquillo ensoñando monstruos y aventuras más allá de donde alcanza la vista.

Pero ayer era diferente. Había convocada una concentración de repulsa por el ataque fascista contra uno de los centros para menores de mi barrio y yo no las tenía todas conmigo. El barrio lleva años calentito con el tema de la delincuencia supuestamente provocada por estos chavales. Se había convocado un domingo de puente, siendo hoy lunes festivo, después de haber cancelado una más precipitada el jueves y había posibilidades de lluvia.

Mientras caminaba  en una soledad casi absoluta sentía esa neblina como una broma macabra. Pareciese como si hasta el clima quisiese ocultar la condición de seres humanos, adolescentes, mitad niños mitad hombres, de los chavales atacados menos de una semana antes. Hacerles invisibles a los ojos de sus vecinos involuntarios. Tanto de los que les temen, les respetan, les odian o les apoyan. Como si no tuviesen derecho siquiera a manifestarse por su vida.

Regresé a casa, traté de escribir un rato y cuando faltaban quince minutos para el comienzo oficial de la concentración, bastante inquieto y sin expectativas positivas, partí hacia la puerta del parque Isabel Clara Eugenia.

Este parque, quizá el más bonito del barrio en un distrito con muchas zonas verdes, ha estado, desde que tengo memoria, casi siempre maldito. De hecho aún recuerdo cuando en mi adolescencia Fernando, un compañero de clase en primero de BUP y bastante macarrilla, me contaba que habían tenido que dejar de ir porque algunos de sus amigos, enganchados a la última tanda de víctimas de la heroína, les desvalijaban para poderse meter lo robado por la vena o fumárselo en  una plata.

La primera buena señal fue adelantar a varias vecinas conocidas, armadas de carros de bebé, que iban en esa dirección mientras comprobaba que el horizonte se había abierto y no quedaba ni un ápice de bruma.

La segunda, la que disipó mis reparos, fue comprobar desde lo alto de la calle Felipe Herranz, después de doblar la esquina de la antigua Renault, que a cinco minutos de la hora de comienzo oficial del acto de protesta ya había más de cien personas concentradas.

Sin duda la tercera, y definitiva, señal que hizo que me cambiase el ánimo fue el comprobar a lo largo de la casi hora y media que estuvimos allí que tres cuartas partes de las mujeres y los hombres allí reunidas eramos vecinos del barrio. Claro que me alegró ver a mis hermanos mostoleños, a compañeros anarquistas y de anticapis venidos de Vallecas, Tetuan y otros barrios y hasta a cargos electos que, sinceramente, esperaba que estuvieran de puente. Pero que un domingo de puente después de ver el barrio vació todo el fin de semana, con frio, amenaza de lluvia y toneladas de veneno mediático sobre esos chiquillos hubiésemos casi cuatrocientos hortelanos y hortelanas acompañando a un puñado de chavales con sus pancartas de cartón me pareció una tremenda victoria.

En un barrio con sesenta y dos mil votos,  bastante más del cincuenta por ciento de los emitidos, al trío facha y que llevamos no menos de cinco años con este problema de convivencia convocar a medio millar de personas no es moco de pavo.

No por la convocatoria en si, sino por lo que pone de manifiesto. En Hortaleza, de momento, el movimiento vecinal está consiguiendo de manera más o menos estructurada que el monstruo del odio no se coma la ni conciencia ni la convivencia.

Y lo está haciendo, quien lo hace, desde la humildad y la actitud de escucha.

Quizá la clave esté en que nunca, pese a lo tenso que se ha llegado a poner todo, se le ha negado lo mal que lo están pasandoa los vecinos y vecinas, sobre todo hombres y mujeres mayores.No se les cuestionan sus miedos y sus disgustos mientras se les hace ver que los niños, a fin de cuentas, los muy pocos que delinquen, lo hacen por una pésima gestión de la situación por parte de las instituciones del estado. Y por la vida de mierda que han llevado. Que son tan víctimas como victimarios.

Ayer me fui orgulloso del trabajo de mis vecinas, satisfecho de ver algunos de mis chavales apoyándose entre ellos, confortado por el compromiso de la gente más joven  y contento porque hasta nos respeto la lluvia.



Hoy me he tomado la licencia de desayunar en el bar de al lado para recordar que dura poco la alegría en casa del pobre y las porras que no debería haber pedido han hecho las veces de pastilla roja de Morfeo. Una señora a la que conozco, a mis espaldas, pontificaba que es una vergüenza que se politice lo de los chavales y, remataba, que si tanto les queremos que nos los llevemos vivir con nosotros. Por una vez he contado hasta diez y me he marchado sin abrir la boca.  Luego, en casa, leo que han vuelto a pintar el local de la UVA con amenazas.

 Bueno, si, es verdad. Me han jodido las porras pero no pueden quitarme lo bailado.

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