martes, 3 de diciembre de 2019

Cuando pienso en Cachada pienso en futuro


El Salvador es un país quebrado. Chiquito. Minúsculo. Superpoblado. Socialmente desgarrado. Desquiciado. A día de hoy es una sociedad rota. Un estado, dirían los profesores universitarios y los sociólogos, fallido.

De hecho, cuando la gente habla sobre El Salvador, son dos las imágenes recurrentes que se mencionan. Violencia y pandillas. Pandillas y violencia son señalados, siempre, como el principal problema del país. Pareciera algo natural, genético, inevitable. Un fenómeno de la naturaleza a la par de los temblores de tierra o los volcanes. Como si una de las siete puertas del infierno estuviese situada en el y por ella saliesen, sin fin ni remedio, demonios de cara tintada.

Pero la desdicha de El Salvador no es fruto del azar, de la mala suerte o un castigo divino. El presente del pulgarcito de América es fruto de una lenta pero concienzuda labor de sus clases dirigentes. Unas clases dirigentes que de manera esforzada y constante se repartieron el territorio como los gobiernos europeos se repartieron África y que consideraron siempre su país como una finca lechera y a sus habitantes las vacas para ordeñar. A fin de cuentas en un país enano y sin grandes riquezas naturales era lo único que tenían para explotar.

Robando de manera legal los ejidos y las tierras comunales indígenas primero, exterminando a los expropiados después y con un estado títere al servicio de unas pocas familias oligarcas (catorce, dicen) durante más de un siglo, la violencia terminó por ser, prácticamente, la única forma de relación social.

A finales de los años sesenta y principios de los años setenta las clases populares urbanas y campesinas empezaron a organizarse para reclamar una vida digna. Pero el viento no soplaba en su dirección. Sino del norte. Y les llevaba a una guerra en la que el pueblo sería solo carne de cañón para una brutalidad que no conoció límites y que, por desgracia, llegó a contaminar incluso a los que se alzaban contra ella.

En mil novecientos noventa y dos terminó la guerra pero no el conflicto. La guerrilla se convirtió en partido político. Y aquellos que habían sido capaces de forzar al ejercito a una negociación no pudieron, no supieron o no quisieron arrancarle a los oligarcas unas mejoras sustanciales en las condiciones de vida del sufrido pueblo al que habían dirigido durante la guerra.

Se erradicó el síntoma. Cesaron las matanzas a manos de uniformados, los combates en los cerros, los bombardeos y los sabotajes, si, pero quedó la causa. Continuaron el hambre, las casas que se inundan en invierno y las muertes por dengue. La pobreza. Cuando quitamos la fiebre sin sanar la enfermedad, la fiebre termina por regresar y el mal lo hace con más fuerza.

Y eso es lo que pasó. La paciencia, la comprensión hacia los gobernantes durante la reconstrucción, la esperanza nacida de los acuerdos de paz y, posteriormente, de la llegada del Frente al gobierno se fueron marchitando con el enquistamiento de los problemas, la sordera de los políticos y el aumento de la desesperación. Volviendo a darle a la violencia y la brutalidad, que nunca se habían ido realmente,  el protagonismo en las relaciones humanas.

Una violencia ya no fruto de la lucha de clases sino consecuencia de la falta de conciencia. Una violencia entre pobres acorralados sin salida y sin herramientas de convivencia.  Una sociedad educada en que el fuerte es impune y el resto se la come. En la que todo el mundo busca, sin darse cuenta a veces, en quien desahogar la tristeza, los golpes y la frustración que le provocan la vida y quienes tiene por encima. La policía se desquita en las pandillas. Los muchachos en los civiles. Estos en sus mujeres y, ellas, en sus bichos. Bichos que aprenden y reproducirán la espiral infinita.

Leyendo lo que escribo es normal que pensemos que no hay futuro ni solución posible para el país de la flor del izote. Pero El Salvador es mucho más.

Ese rincón del mundo ha sido, y es, un lugar casi de realismo mágico. Que ha generado estas estampas del horror que os acabo de mencionar y, al mismo tiempo, algunos de los gestos y de los giros más humanos, tiernos y potentes de finales del siglo veinte.

Estas dos últimas semanas, desde que conocí a La Cachada, pero sobre todo desde que el día veintitrés hecho un manojo de nervios pude por fin verlas, con dos años de retraso, esa es la verdad que me han recordado.

No me voy a extender en los orígenes del proyecto. Los podéis (y debéis) leer en la prensa, verlos en los videos de youtube, o disfrutar del documental sobre ellas  que llegará a España en Marzo. No. Yo hablaré de lo que pienso y siento que hay en ese universo más allá y alrededor de las obras y los escenarios. Porque a La Cachada la vemos, poco más de una hora, sobre las tablas pero su trabajo es 24/7 al mes.

Evelyn, Magaly, Magdalena, Mariam, Ruth, Wendy y su directora Egly, han hecho algo mucho más grande y profundo que convertir un taller puntual en una obra de teatro de denuncia social.

Hoy, ocho años después de su fundación, Wendy define la compañía como “Una familia. Con sus altos y bajos. Y aunque hay veces que nos saca el mercado que llevamos dentro, seguimos unidas”.

La Cachada se ha convertido en una sociedad especializada en encontrar soluciones en el país de los callejones sin salida. Han roto el circulo de la incomunicación, del miedo entre ellas, y lo han sustituido por la palabra. Han hallado una ternura que les había sido negada y la han compartido con los suyos, con sus hijos y hermanos, cambiando por completo su manera de amar y de educar. Han sustituido el palo que tanto habían sufrido por los argumentos y por la voz.

La Cachada ha logrado, con enorme esfuerzo, reunir a siete mujeres aisladas en una jungla individualista, sin apenas espacio para la compasión, y convertirlas en una comunidad. En sinónimo de futuro y esperanza. Un lugar que se desplaza con ellas y en la que cada una tiene su espacio y su función.  No idealizo. Tienen sus conflictos. Con sus broncas y sus discusiones, si, pero han conseguido que las cosas se hablen, y ya no se rompe la baraja ni lo paga la más débil. El grupo es fuerte.

Y van a más. Esa es su grandeza. No olvidan quienes son ni lo que han sufrido. De donde vienen y donde están. Ahora forman a mujeres como ellas. De sus mismos barrios, de sus mismos oficios, con sus mismos dolores y sus mismos horrores a cuestas. Les muestran una senda que rompe con la peor de las violencias, la originaria, en la familia y con los que están creciendo. Reproduciendo en positivo lo colectivo, lo constructivo, todo aquello que tuvieron antes como sociedad y que se había perdido en la última guerra y durante la mal tratada paz. Son, en definitiva, como esa primera planta osada que, pionera, nace en un terreno arrasado por el fuego o  en las grietas del suelo sepultado por el cemento. Son vida.

El suyo es un camino difícil, oscuro, y lleno de socavones. Pero no van a ser el estado y sus policías, ni las cárceles, ni los millones invertidos en represión quienes arreglen la situación. Tampoco los blancos y los europeos, con nuestras ONG´s y nuestros proyectos llegados en paracaídas, que mueren cuando se quedan si financiación, porque los gobiernos y las fundaciones miran a otro lado más de moda.



Durante estos días he recordado que hace  como un año, de casualidad, pillé en televisión un programa sobre El Salvador. En él el periodista de El faro Oscar Martínez, analizando como están las cosas por allí, decía que a diferencia de los años setenta del siglo pasado en que la figura del obispo Romero aglutinaba las esperanzas del pueblo ahora no hay nadie así. Que falta una figura con la legitimidad social suficiente para guiar al pueblo en una nueva ola de lucha por la dignidad y la justicia.

He estado pensando en esa y otras aportaciones suyas con respecto a la situación de su país y una de las conclusiones a las que he llegado es que probablemente sea el momento de que dejemos de mirar hacia arriba, en clave individual y masculina buscando un nuevo guía que nos dirija, para fijarnos en las raíces del pueblo, empezar a pensar como comunidad y en femenino.

En ese sentido pienso que estas mujeres son unas de las muchas que, sin dejar de caminar como dijo Ruth, desde la humildad y la consciencia; el trabajo duro y la sensibilidad; la creatividad y la empatía y sin abandonar sus orígenes ni a su gente, mantienen la esperanza y nos muestran el camino.

 No solo en su país. Basta una mirada a los rostros y un tanteo de los estados de animo del público cuando salen de verlas para comprobar que no soy el único que intuye lo que hay detrás de estas mujeres que se apuntaron a un  supuesto taller de auto estima a través del teatro y acabaron montando una herramienta con la que reconstruir el porvenir.

Por eso, y otras muchas cosas que dejo para que descubráis por vuestra cuenta, cuando pienso en Cachada, pienso en futuro.

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