martes, 14 de abril de 2020

San Isidro labrador (Capitulo 2, parte 2)

Deambule un poco entre el gentío antes de regresar a la barraca. Desde fuera parecía verse mucho más grande y el contraste de la luz interior con la oscuridad del parque en que se encontraba, la caseta del partiducho estaba en la periferia de la zona delimitada para las fiestas, hacía que todos los que estaban dentro pareciesen actores de una enorme, difusa y a pesar de ello coordinada obra coral.  Dedique unos instantes, después de localizar a mis amigos, a observar detenidamente el cuadro.

La barra estaba insuficientemente atendida por dos mujeres y un adolescente, poco duchos en bandearse con tanta clientela y, por la razón que fuese, no tenían tickets por lo que sería un milagro que al final de las fiestas no palmasen pasta. Mientras, en la plancha, un barbudo  sudoroso y con mandil se afanaba por atender interminables pedidos de bocadillos de panceta y de morcilla. De ninguna otra cosa. Todo parecía un poco chapucero y casi me daban lástima. ¿Cómo iban a organizar un ejército de obreros y campesinos si ni siquiera sabían organizar un chiringuito para borrachos durante una semana?.

Continué mi escrutinio por la zona. La clientela era muy variada y, saltaba a la vista, que la mayoría habían acabado aquí más por casualidad y sed que por un afán sincero de aportar su granito de arena a la construcción de la república popular española .

Había, alrededor de una de las mesas, dos matrimonios. Ellos discutían acalorados acerca de algo que no podía escuchar por el ruido y la distancia. Unas calvas comenzaban a asomar desvergonzadas en sus coronillas, vestían pantalones vaqueros y sendas camisas de cuadros claros sobre fondo blanco, eran lo más parecido a unos genuinos miembros de la clase obrera que se veía en el lugar.Uno iba rasurado. El otro lucía bigote. Sus mujeres perfectamente podrían ser hermanas. Llevaban vaqueros azules de campana, jerseys de cuello vuelto, una color crema y la otra blanco. Una tenía una niña dormida en brazos y la que estaba frente a ella, que tenía las cejas depiladas y pintadas, entretenía a un par de niños de unos seis años con chapas y palillos rotos sobre la mesa de madera  mientras intentaba infructuosamente hablar con su acompañante femenina.

Lo demás eran pasotas, hippies trasnochados, grupos de jóvenes del barrio y alguna pareja haciéndose arrumacos como si el mundo no existiese a su alrededor.

Por más que me esforcé en uno de mis juegos favoritos fuí incapaz de ver a nadie que pareciese un secreta. Así de peligrosos eran estos pringados a ojos de la paranoica Dirección General de Seguridad.

Fue entonces, cuando mi mirada llegaba al otro extremo del chiringuito donde estaban mis amigos, cuando algo llamó mi atención.

Había una panda de jóvenes quinquis en corro. Vestidos todos de manera casi igual, hasta tal punto, que uno no sabe si los han hecho en molde o les hacen descuento en SEPU por comprar la ropa al por mayor. Era evidente que se habían flipado con las películas de José Antonio de la Loma e iban vestidos así por si se lo cruzaban por la calle y les contrataba para su próxima entrega de Perros Callejeros. Olían a macarras de pastel con sus vaqueros ajustados, sus deportivas blancas, sus camisetas de colores marcando cuerpo y sus chupas. Estas eran la única concesión a la ruptura de la uniformidad. Mientras que unos lucían chaquetas del mismo estilo que sus pantalones, otros fardaban de sus cazadoras de cuero.

Dentro del cerco masculino había dos mujeres. Algo oscuras de piel y con pelo negro. Una, la más bajita, tenía el pelo encrespado y recogido, en algo que parecía un moño pero en realiad era una coleta. La otra, más alta, lo llevaba cortado rozando los hombros y ligeramente ondulado. Ambas vestían vaqueros y zapatillas deportivas, como los chicos, pero de un estilo diferente. La bajita llevaba una camiseta azul celeste ajustada que resaltaba su figura. La más alta, en cambio, llevaba una camisa totalmente blanca con el último botón desabrochado, a través del cual se alcanzaba a ver lo que parecía una letra t mayúscula o una cruz de Tau hecha de madera. Compartían cara de agobio mientras todos los miembros de la jauría de aspirantes a Torete de tercera competían por ver quién hablaba más, como si atontandolas a base de verborrea pudieran hacerlas caer en sus brazos o entre sus piernas.

La belleza de la más alta me cautivó al instante. En otras ocasiones  me hubiese conformado en deleitarme con su encanto desde la distancia pero la escena, lejos de ser cómica o sugerente, rezumaba malestar y agobio. Como cuando en los documentales de Rodríguez de la Fuente los depredadores acosan a sus víctimas hasta que logran separar a una del grupo para darle caza y devorarla. Decidí intervenir.

Como ellos, por muy niñatos disfrazados de makokis que fueran, eran cinco y yo estaba solo, no quise arriesgarme a una entrada que provocase una pelea. Opté por una estratégia frontal y decidida a la par que imaginativa y elegante.  Caminando con paso firme aparté a los chuletillas que se interponían entre la  muchacha de la cruz al cuello y mi persona. Lo hice estirando los brazos, con una sonrisa de oreja a oreja, como si nos conociésemos de toda la vida y me estuviese esperando. Si los macarruzos no se hubiesen despistado de su presa con mi teatral intervención hubiesen podido ver en los rostros de sus objetivos la misma cara de sorpresa que ellos lucían mientras yo decía en un tono forzadamente alto:

     -    ¿Pero dónde os habíais metido? LLevo dos horas buscandos.

    Acto seguido mientras abrazaba a la del pelo suelto como si la conociese de toda la vida le dije al oído.

      -      Si quieres os saco de aquí ya.

      -       Sabe que no conocemos Madrid -contestó con una sonrisa que le cruzaba el rostro de lado a lado cuando me separé de ella esperando su veredicto.


   
    Le agarré la mano  izquierda con mi mano derecha y ella hizo lo mismo con su amiga. Así salimos de ese círculo de miradas a mitad de camino entre la incredulidad y la ira propias del cazador burlado. Hoy las gacelas habían escapado de las hienas y no había nada que lamentar por ello.

                   


      - Muchas gracias por su ayuda. -me dijo, una vez alejados del grupo de carroñeros de feria- A mi amiga le dicen Katya. Y yo me llamo Magdalena

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