miércoles, 8 de abril de 2020

San Isidro labrador (capitulo 2, parte 1)

La discusión entre Juan Carlos y Esteban parecía no tener fin. Mi paciencia, en cambio, se había agotado hacía rato. Me habían sacado de casa, en teoría, para que olvidase mis penas amorosas y me lo pasara bien. Se suponía que iba a ser diferente. Y en cambio, ahí estábamos de nuevo. Discutiendo sobre elecciones sindicales, deserciones masivas, escisiones, pactos de gobierno y expectativas de voto.

 Para colmo, pese a mis súplicas en sentido contrario, y en un alarde de innovación propio de un tecnócrata de la UCD, habíamos acabado esta noche del catorce de mayo enfilando en dirección a la pradera de San Isidro.

Mis máximas preocupaciones, por tanto, distaban de ser tan nobles como las de mis  barbudos acompañantes y se resumian en dos. La primera, conseguir un buen chocolate. La segunda, que no nos encontrásemos con Irene. O ni metiendome una tortilla de anfetas superaría el golpe.

Mire a mi alrededor. En algún lugar entre los puestos de variantes, tómbolas, casetas de partidos políticos, el humo de las fritangas y el olor a gallinejas y entresijos debían de estar los macarrillas de la zona a los que solía comprar el material cuando venía a éste barrio por cosas del ateneo. No me parecía un derroche de optimismo pensar que no todos podían haber muerto de sobredosis en los últimos seis meses.

Ya fuese por exceso de demanda, ya fuese por que mi suerte seguía siendo desfavorable, no encontré a nadie conocido que me pasara costo. Decidí no tentar más al destino pillando a un vendedor desconocido que me vendiese jena o que acabada la transacción me marcase para que sus colegas pudieran darme el palo después.

Comenzamos la romería. Recorrimos varias casetas de asociaciones de vecinos, la del Ateneo Libertario del Puente de Toledo y la de la asociación colombófila de Urgel. Fulminé con la mirada a Esteban cuando insinuó que nos pasasemos por la caseta del Partido Comunista y el no insistió más. A cambio tuve que aceptar ir a la caseta de no sé qué grupillo  maoísta de medio pelo.

Todos sabíamos que mi negativa no tenía nada que ver ni con los marinos de Kronstadt, ni con la disolución de las colectividades aragonesas. En otras circunstancias no  me hubiera importado visitarlos. Y eso pese a su cerril manía de sentirse obligados a colaborar con la policía en las manifestaciones desde que su empelucado líder había decidido convertir al PC en un partido de orden y ellos, obedientes como estalinistas, habían asumido esas directrices.

No. Mi motivo para no visitar la caseta de los discípulos de Carrillo era menos dogmática y mucho más personal. Temía encontrarme a la innombrable. Hacía casi un año que lo habíamos dejado y yo seguía hecho mierda.

La había conocido en la facultad de periodismo. Durante el curso 73-74. Ambos estudiabamos allí. Ella, originaria de Santander, vivía en un colegio mayor y militaba en la Juventud Obrera Cristiana. Yo, por mi parte, ya estaba en un grupo de afinidad anarquista. De los pocos que había en Madrid. No es que nos lo contábamos el primer día, claro. Era cierto que la dictadura agonizaba, pero lo hacía a golpe de garrote y torturas y había que mantener ciertas medidas de seguridad. Pero en un par de conversaciones era fácil intuir de qué pie cojeabamos cada uno.

Estuvimos tonteando un par de años sin atrevernos a dar el paso. Su militancia católica, pese a su sincero interés por el bienestar del proletariado, dificultaba en mucho posiciones revolucionarias más hedonistas. Hubo que esperar un par de años y varias docenas de duchas de agua fría para que, ya muerto el caudillo, ella se decidiese a que le pasase lo mismo a nuestro celibato.

Los siguientes tres años fueron fantásticos. Al principio todo parecía posible y vivíamos embriagados de adrenalina. Aún en los peores momentos me sentía con la seguridad de quien tiene el más firme de los baluartes para protegerlo. Soy un romántico, sin duda, pero ¿acaso se puede apostar de verdad por la justicia social sin estar, aunque se niegue, preso del más despiadado y primitivo romanticismo? Yo pienso que no.

No eran solo esta ciudad y esta país los que parecían querer recuperar de golpe todo el tiempo perdido en cuarenta años de oscurantismo en blanco y negro con olor a inciensario. Nosotros también. No parabamos  de reir, de bailar, de beber y de follar. Hasta nos salíamos de las asambleas para entregarnos a la pasión más furibunda. No se como no sucumbimos de puro agotamiento.

En abril del año 79, de repente y sin previo aviso, justo después de las elecciones municipales, el mismo día que me dijo que la habían contratado para el gabinete de prensa del nuevo ayuntamiento de Madrid me dijo que me dejaba. Dejó el sindicato y no volvió a pasar por el ateneo. Poco después supe que estaba liada con un concejal del PCE.

Desde entonces casi todo habían sido alegrías.

El nueve de noviembre, había muerto mi padre de manera repentina e inesperada. Un derrame cerebral, en la oficina. Nuestra relación, aunque ya no pasaba su peor momento, distaba de ser buena. Seguía viviendo con amargura una militancia, la mía, totalmente contraría a sus ideas. Ya no me consideraba un traidor y un injusto castigo de Dios, pero no era el hijo que quería. 

El movimiento libertario había escenificado el pasado mes de diciembre, en la Casa de Campo de Madrid, en el VI congreso de la CNT el que parecía ser el tiro de gracia de un suicidio anunciado. Antiguos compañeros se insultaban y hasta agredían en distintos lugares de España en un espectáculo bochornoso que nos dejaba a la mayoría de la militancia con sabor a orín en la boca y sin ganas de continuar.

En febrero, para colmo también el día nueve, había tenido lugar un atentado en la librería Albores. Situada a dos calles de mi casa, en el barrio de Malasaña. Una bomba oculta entre cartones  estalló junto a la puerta el día que se presentaba un libro sobre los maquis. Hubo una veintena de víctimas, dos de ellas mortales. Entre los heridos estaba un compañero del periódico que me había sustituido ese día. No podía dejar de pensar que si yo no me hubiese quedado en casa llorando mi corazón roto Guillermo no habría sufrido daño alguno.



Todo mi mundo se hundía. Y lo que menos necesitaba era encontrarme a la mujer a la que tanto había amado, a la que recordaba lanzando cócteles Molotov y de salto en salto por Chueca la noche del asesinato de Agustín Rueda, del brazo de un aprendiz de Zinoviev en versión alcarreña y convertida ella  misma en una burócrata alpinista entregada al eurocomunismo. No ahora que estaba empezando a salir del pozo.

Camino del chiringuito de los chinos nos encontramos con tres compañeros del sindicato. Manuel, Carolina y Teresa. Lo que yo aproveché para quedarme en segundo plano. Lo mismo soy un poco autista o lo mismo, tres años de clandestinidad aderezados con mi deformación profesional como periodista han pasado factura. El caso es que en los espacios bulliciosos me encanta salirme del epicentro de la fiesta y quedarme a media distancia. Observar, con un pie dentro y otro fuera, que se mueve, quien entra y quién sale. Quien puede ser el madero de paisano, quien el camello y quienes están echando la instancia para no irse solos a casa o al descampado. Estar listo por si aparece un grupo de fachas tener tiempo, al menos, de no llevarme la peor parte. Más allá de las precauciones puedo afirmar que soy una especie de mirón de la vida y de la alegría ajena.

Aquella noche no fue una excepción. Temía sinceramente ver aparecer, entre el bullicio, la larga melena castaña clara, casi rubia, de mi antigua compañera y quería poder huir discretamente si esa contingencia llegaba a darse. Sin tener que saludarla, sin tener que despedirme y con licencia para volver a hundirme en el cieno sin preocupar a nadie. La única parte débil del plan era que tendría que comerme la amargura a palo seco por una paradójica escasez de polen en las fiestas primaverales por antonomasia.

Mi oído, en modo piloto automático, seguía vagamente la conversación que mantenía el grupo al que yo supuestamente pertenecía, ahora enfrascado en un análisis de tres al cuarto sobre la potencialidad  que tenían, para reactivar la lucha de clases a medio plazo, las recientes huelgas de metro mientras, al otro lado del grupo, Teresa casi tan callada como yo no me quitaba el ojo de encima.

Vestía unas botas camperas, unos pantalones vaqueros, y una especie de camisa verde estilo hippie, con flores rojas y azules bordadas. Llevaba un bolso de cuero sobre el que reposaba un jersey de lana del mismo color que la camisa. Su cabello negro, largo y lacio, caía por debajo de sus hombros y ocultaba la montura de sus enormes gafas que la hacían parecer vagamente una azafata del Un, dos,tres.

Afiliada al sindicato de químicas, trabajaba en una gran empresa farmacéutica, nos habíamos conocido tiempo atrás en los locales de la CNT de la calle Barquillo. Durante la preparación de unas jornadas libertarias.

Siempre nos habíamos llevado bastante bien aunque a Irene le caía como una patada en los ovarios y mis conversaciones con ella solían ser motivo de discusión. Aseguraba que era una buscona que solo quería echarme un polvo y que no respetaba nada. A lo que yo solía contestarle, básicamente porque ciegamente enamorado no veía ese riesgo por ninguna parte, con bromas sobre su moral católica y su necesidad de profundizar en el amor libre y los textos de Emile Armand. Al final me había hecho jurarle que no me liaría nunca con ella, algo que cumplí con férrea disciplina militante.

La mirada de Teresa me había hecho recordar. Me sentí bastante incómodo y, por estúpido que parezca, desleal hacia mi ex compañera y mi palabra. Aunque ya no estuviésemos juntos.  Forcé mis  necesidades urinarias y me despegué del grupo justo en el instante que parecía que la química se disponía a romper la distancia que había entre nosotros.

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