sábado, 8 de agosto de 2020

La vida de los otros

En el año 2006 se estrenó ésta película alemana que cuenta la historia de un meticuloso y eficiente oficial de la STASI, azote de disidentes, al que encargan vigilar a un reconocido literato del régimen en busca de impurezas ideológicas.

Trufada de escenas memorables yo destacaría, para esta entrada del blog, esa en la que acompañado de su superior decide sentarse en la primera mesa que encuentra en el comedor del cuartel y como, cuando su responsable jerárquico le hace notar que es una mesa para tropa y no para oficiales como ellos, el le contesta aquello de que por algún lado tiene que empezar el socialismo.

El capitán Gerd Wiesler, a lo largo de los 137 minutos de metraje, hace su particular viaje a Ítaca para acabar convirtiéndose en el escudo del dramaturgo espiado. Muere el burócrata y triunfa el humanista. Es un cuento acerca del socialismo que nunca fue. De la evolución que nos hubiera gustado vivir y que, como pasa también con Good Bye Lenin, jamás vieron nuestros ojos.


Durante este confinamiento la grandilocuentemente llamada izquierda española, sus dirigentes, sus militantes, sus bases y sus voceros con honrosas excepciones han seguido el camino inverso al del personaje interpretado por Ulrich Mühe.

Vaya por delante que a día de hoy sigo pensando que antes del diez de marzo el gobierno tenía las manos atadas. Y no se me escapa que después, debido a un gran número de factores tanto estructurales como coyunturales, patrios e internacionales, cebarse con la reacción y las medidas para esa segunda quincena es injusto y hasta ventajista.

Es más. Pese a mi punto de vista crítico desde el primer momento con el sensacionalismo irresponsable que desde los medios de comunicación se hizo de la situación y de mis serias dudas de la peligrosidad, en términos absolutos, de esta nueva variedad de virus entiendo y acepto que las medidas de cuarentena han sido y son de las precauciones más probadas que tiene la humanidad ante estas crisis no solo entre personas. Y parafraseando al Un, dos, tres de Mayra Gómez Kemp, hasta aquí puedo ceder.

Llevamos, en el Reino de España, seis meses de verbena vírica y la situación no llama al optimismo. Pero no hablo de lo económico, ni del calamitoso estado de nuestro sistema sanitario. De hecho cualquier profesional de la salud mental nos reconocerá sin mucho problema que todo el mundo ha salido tocado de esta experiencia de confinamiento.

Junto al virus del Covid 19 lo que más se ha extendido por nuestro país ha sido el miedo. Y si bien el refrán reza que el miedo es libre es evidente que no lo somos los que lo padecemos. En esta realidad de miedo constante, tensión sin final en el horizonte y  calma chicha a la espera del siguiente batacazo, aderezada por unos medios de comunicación borrachos de bipolaridad parece que los grupos sociales mayoritarios, en redes y medios, son principalmente dos.

De un lado están los que, como los amantes petrificados de Pompeya han decidido que ante el incierto pero aterrador futuro prefieren que les quiten lo bailado, en una irresponsable e irrefrenable carrera hedonista  entregada al consumismo y a la falta de cuidado. Hacia si mismos y, por tanto, hacia el resto de nosotros.
En otro de los extremos se agolpa la legión de penitentes de la santa mascarilla. Hombres y mujeres, muchos sanitarios y profesionales que han estado en contacto con el aspecto más terrible de la tragedia, y que han quedado obsesionados con la necesidad de una profilaxis absoluta.

A mitad de camino entre ambos, necesito creer, una mayoría silenciosa que entendemos los dos estados de animo y que tratamos de navegar este torrente de emociones, sin sucumbir a la falta de consideración auto destructiva y capitalista de los primeros ni acabar abrazándonos al sueño del totalitarismo hidrocólico de los otros como forma de sobre llevar las incertidumbres que nos  sacudieron a todos cuando se abrió la caja de Pandora el catorce de marzo pasado.

Me preocupan, aunque entienda, principalmente las actitudes del segundo grupo al que gran parte de la izquierda se ha unido de manera escandalosa. No porque la otra actitud me parezca bien ni mucho menos, es sencillamente que a los hedonistas del séptimo día les doy ya por perdidos.

Me preocupa sobre manera, como decía, este aferrarse a la profilaxis individual como forma de salvación de la humanidad y el anhelo autoritario que acompaña a estas actitudes. Percibo, provocadas por el miedo sin duda, una falta de empatía total (de la que ya hablé el 20 de marzo en un post de mi fb), una superioridad moral y una caza de brujas.

Muchas personas que no tienen problema en denunciar las mentiras de la derecha fascista cuando acusa a los braceros migrantes de ser focos de contagio se tragan el sapo de que los jóvenes son una panda de irresponsables, ignorantes y egoístas a los que no les importamos los demás una mierda y,  casi, casi, que se infectan a posta en discotecas, playas y piscinas para matarnos a los adultos. Aterrador.

Me da pavor pensar en que rápido hemos olvidado no ya lo que fue ser joven y biologicamente irresponsable (el cerebro de los adolescentes neurologicamente es diferente al de los adultos y percibe de forma menos clara muchas formas de peligro) sino el hecho de que fueron los niños y los adolescentes los grandes olvidados del confinamiento. Unos los últimos en salir y, los otros, casualmente olvidados en los partes oficiales y en el hecho reconocido a posteriori de que si podían salir a la calle para recados y compras como adultos. Aunque nadie lo dijo y, por tanto, no salieron.

Me entristece, me enfada, pero sobre todo me asusta mucho que  la misma sociedad, las mismas generaciones que no fuimos capaces, durante veinte años, de defender un sistema educativo y sanitario en condiciones, una generación cuya inacción fue en parte responsable del shock que hemos vivido hace apenas dos meses esté ahora clamando y culpando de los descalabros futuros, puede que inmediatos, a aquellos que por su edad y estatus social casi nada tienen que ver con lo que ocurra.

Los mismos que hemos aceptado el tele trabajo con calzador y sin límite horario. Los que nos hemos ido de vacaciones antes que convocar una huelga general tras la cuarentena para exigir una sanidad y una educación digna tanto para los que la usan como para las que la hacen. Los mismos que hemos tomado las terrazas de los bares con los niños antes que clamar por la apertura de los parques y que nos hemos hacinado en el metro, los autobuses y cercanías sin prenderle fuego a la ciudad para defender nuestra propia salud ahora decimos que el próximo brote es culpa, no de los empresarios del turismo y sus exigencias ni de los políticos a su servicio, sino de los hijos del vecino (el nuestro ya sabemos que nunca ha roto un plato).

Sinceramente amigos creo que ha llegado el momento de superar nuestros miedos, trabajarnos nuestras contradicciones, librar nuestras batallas tanto individuales como colectivas de una maldita vez, y dejar de culpar a los adolescentes. Darles ejemplo en lugar de sermones. Ser más como el capitán Wiesler y dejar de preocuparnos por controlar la vida de los otros.

La alternativa al capitalismo salvaje y su inhumana cotidianidad no puede ser, nunca, un totalitarismo de izquierdas. Aunque lleve mascarilla.

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