miércoles, 2 de septiembre de 2020

Alcoholes y rencores ( Capítulo 4,Parte 1)


 En enero y marzo publique, en tres entregas, un relato que ando construyendo. No es de lo que más éxito ha cosechado el skinhead pero aún así me apetece seguir con esta historia. Para las que la estáis siguiendo aquí va un capitulo suelto. Si he tardado tanto es porque entre el anterior y este debería ir otro, pero no consigo escribirlo y este que sería el cuarto o el quinto ya lo tengo "terminado". Como hice con la parte titulada "San Isidro labrador" os lo doy en dos entregas. El título es provisional y se aceptan propuestas de cambio, que a mi no me gusta nada.

Espero, por privado y en persona si es posible, vuestras críticas.





El eructo mudo de Fernando vino acompañado de una ligera arcada con sabor a whisky barato y bilis. El tímido vomito reprimido había venido a cortar sus reflexiones sobre la felicidad.

Un soliloquio de ebrio en el que para sí despreciaba a aquellos que se consideraban dichosos cuando simplemente se conformaban con una vida rutinaria y gris. Esa horda de epsilones que con su complacencia y sumisión apuntalaban el mundo de mierda que les tocaba vivir. Esclavos satisfechos en una existencia que transcurría entre anuncios y horas extra con breves descansos para gastar y endeudarse.

Pero no se lo reprochaba. Ni les culpaba tampoco. A fin de cuentas eran como los animales nacidos en los circos y los zoológicos, que nunca habían tenido la posibilidad de experimentar su fuerza y su libertad. Como esos canarios caseros que, cuando les habrían la puerta de su jaula, regresaban temerosos al poco de explorar el salón si es que se atrevían a salir de su prisión. No.

Su rencor eterno. Su odio casi vesiánico era para sus antiguos amigos. Para aquellos que después de haber sentido la adrenalina de la libertad, por breve que hubiese sido, habían vuelto corriendo a esconderse bajo las faldas de la tradición.  Los que habían sentido el viento en la cara, la hierba húmeda bajo sus piés desnudos y un horizonte abierto, sin vallas ni muros, en el que construir un nuevo futuro y lo habían cambiado por treinta denarios de plata. Fuesen estos en forma de despacho con moqueta, de éxito de ventas y taquilla, o de matrimonio estable. Aquellos con los que había compartido el vértigo del desafío en aquella luminosa primavera de rebeldía y ahora le habían dejado, solo y desnudo, expuesto a la intemperie en una noche de invierno que se prometía larga y terrible.


 A punto estaba ya de llegar el momento en que volverían,obsesivos, sus pensamientos sobre Magdalena y los motivos de su abandono cuando un nuevo intento de huida por parte de su flujo gástrico le obligó a centrarse en asuntos más perentorios.        

Tras llevarse el puño cerrado a la boca para apoyar el gesto de reprimir sus náuseas dejó el vaso en la barra pegajosa de madera. Estiró la mano  hacia su paquete de tabaco para hurgar sin éxito con los dedos en busca de un cigarro. Escrutó con sus ojos vidriosos por el hueco arrancado en la parte superior de la cajetilla  y estrujó resignado al guerrero azul que la adornaba, dejándolo caer sobre la barra. Por un instante se sintió como el antaño aguerrido combatiente celta que le miraba arrugado desde donde había caído.

-¿vendéis tabaco?
-Te lo vendo si te marchas guapo, que hace una hora que tendría que haber cerrado.
      
        Alzó la vista con la intención de hacer, desde su egoísmo primitivo y masculino, un comentario sarcástico sobre la contradicción entre el tipo de garito y las horas de cierre pero no pudo.
      
        La mujer que había tras la barra, la que podía ver ahora con las luces encendidas, era una persona de carne y hueso. El maquillaje barato cuarteado apenas podía disimular las ojeras y nada podía para ocultar la mirada cansada tras horas de trabajo.  Una bisutería de tres al cuarto adornaba un cuello en el que la piel empezaba a destensarse como el vestido que lucía. Un vestido por el que asomaban dos senos tan sometidos ya a la gravedad como  lo estaba Comisiones Obreras a la patronal desde los Pactos de la Moncloa. Los dedos de la mano, que ahora le tendían la cajetilla de Rex, estaban pintados de un amarillo chillón que quizá pretendiesen ir a juego con el tinte del pelo pero que sin la penumbra anterior resultaba demasiado histriónico.

        Reconoció el gesto al instante.Había visto antes esas caras de cansancio y de derrota. Las había visto y las había fotografiado. En la Standard Eléctrica. En Roca. En los mercados y en la hostelería. La historia de la izquierda hablaría solo de las grande huelgas y de los piquetes. De los héroes como Camacho y de los mártires caídos en la refriega.

        Pero él recordaba otras estampas. Más allá de las fotos para la prensa. De las sonrisas tras la asamblea y antes de la batalla. Imágenes en blanco y negro. En la parada del autobús o en los vestuarios. En los andenes del metro, en las cafeterías de empresa. En las puertas de atrás de las naves industriales y los almacenes. Durante los descansos para el bocadillo o para echar un pitillo.

        Los rostros de la extenuación. Y los rostros del miedo. Miedo a llevar siempre ese agotamiento a cuestas. A no tener un minuto. A la nevera vacia. A la soledad, con los hijos, tras un turno de ocho horas, y  quizá dos horas más de transporte público, para llegar a una casa por hacer. A empezar la segunda jornada laboral. A fregar. A comprar. A planchar. A echar números. A cocinar para cinco. A hacer posible, desde su anonimato y sacrificio, que se llevasen a cabo las batallas que se decidían en los despachos y los comités. A que todo siguiese igual mientras las fuerzas para soportarlo van menguando con los años.

        Sin poderlo contar si quiera por que sus madres lo pasaron peor; Por que no saben lo que es pasar una guerra; por la sensación de que se quejan de vicio. Sin poder protestar ante un marido, sindicalista  y con carnet del partido, que siempre está reunido. Construyendo un mundo nuevo sin pasar por casa más que por ropa limpia y comida. Generando más trabajo y sin dar nunca las gracias. Sin emitir una palabra amable ni tener un solo gesto de ternura. Ternura sepultada por años de rutina conyugal, por desaires, por silencios. Ternura reservada, llegado el caso, para algunas apariciones en público y los momentos en que quería algo más.

        Observó el rostro de esa mujer agotada y se preguntó, por un instante, qué pensaría de él. Y de todos los que eran como el. De esos hombres de bien. Padres de familia , o solteros, incansables luchadores que en momentos de debilidad, de aburrimiento o de asueto, se acercan por este local o algunos parecidos a pagar por compañía. A creerse graciosos y seductores a cambio de un vaso de garrafón disfrazado de marca.  A meterle mano a “las chicas” como si fueran objetos de su propiedad o bienes comunales para el uso y disfrute de los machos ibéricos. A que se les proporcione el descanso del guerrero.

        Sintió pena y asco de sí mismo. Sacó su último billete, azul, del bolsillo derecho y  dejó las quinientas pesetas sobre la barra. Con un precario equilibrio barruntó una suerte de disculpa y salió a la calle.
      
      
        El frío de la madrugada, seco, madrileño, le quitó parte del pedo y le hizo recobrar algo la verticalidad. Se sintió confuso. No tenía ni puta idea de donde estaba ni de cómo había llegado allí.

        Se levantó las solapas de su trenca forrada de borrego, comenzó a caminar buscando una avenida o calle reconocible.Trato de recordar, desde el principio. Como esos guías turísticos que se saben las cosas de carrerilla y, si les cortas, tienen que empezar de cero.

        Había salido, más bien huído, de casa a eso de las siete de la tarde. Desde la calle Tesoro, bajando por Marqués de Santa Ana, y subiendo por Pez había parado en el Palentino donde se  desayunó un sandwich vegetal y un segoviano. Después de media hora escuchando a dos veteranos del Informaciones discutiendo sobre las posibilidades de que se reflotase el periódico o pactar una jubilación aceptable salió sin destino fijo.

        Cuando se quiso dar cuenta, y tras un par de paradas técnicas en sendas tascas para combatir el frío, se vió en La Latina. No lo pensó demasiado y bajó por la calle Toledo. Dejó a su derecha el parque de bomberos sin dejar de sorprenderse, como siempre, de dos apagafuegos orondos,a los que tenía fichados hace tiempo, que se pasaban las guardias en la puerta. Sin importar la temperatura, siempre en camiseta, pese a sus más que aparentes cincuenta años. Encendiendo un cigarro tras otro y viendo la vida pasar.

        Con cierta envidia por la aparente felicidad ajena continuó su caminar. Cruzó el puente sobre la M-30 y enfiló, por inercia y sin querer, por pura costumbre, por unas calles paralelas a General Ricardos, con destino al Pasaje español. Para no ofender a las almas más puras del lugar apareciendo con una litrona de Mahou se ventiló un par de cañas rápidas en la parroquia más cercana y ya, por fin, se adentró en el callejón donde estaba situado el Ateneo. Un pequeño edificio que alojaba a uno de los núcleos libertarios más estables de la zona sur de Madrid y donde quizá podría encontrar algún amigo.


        Antes de llegar se topó con Teresa. Hacía algún tiempo que no se veían. Ella le comentó cómo estaba el panorama y, ante la opción de tener que acabar otra vez escuchando la discusión monotemática del último año y medio, aceptó tomarse algo con ella.

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