Perros,
paseos y juegos de rol
Mientras escribo estas lineas hace
tres años y un día que adopté a Jack. Es un chucho macho, de
veintisiete kilos, con sangre de un sinfín de razas aunque todo el
mundo coincide en que hubiese sido un fantástico cazador.
Si bien en mi familia, desde que tengo
cuatro años, siempre hemos tenido perros puedo decir sin temor a
equivocarme que este es el primero que es genuinamente “mio”.
Tener a Jack en mi vida me la ha
cambiado bastante. Me ha dado salud mental y física y es innegable
que, como me dijo una colega del barrio cuando le vio por primera
vez, nunca sabré hasta que punto es el quién me ha adoptado y
salvado a mi.
Aprendiendo a cuidarle he aprendido,
también, ha cuidarme a mi. Saliendo a que conozca a otros canes he
conocido mejor a mis vecinos y mi barrio y gestionando el miedo y la
rabia que me generan sus pifias he dado un paso más en eso de
gestionar de una forma calmada y respetuosa la frustración y los
temores por los seres queridos.
Además, gracias a mi compinche
perruno, he re descubierto uno de los placeres de mi infancia y
juventud que había ido dejando perdido en el baúl de los trastos
olvidados de esta sociedad telemática e informatizada en la que
muchos nos hemos enredado.
Desde que Jack, nombre que no me
gusta, pero que no quise cambiar para no enloquecer a un perro que
llevaba a cuestas dos años de vida de soledad y abandonos, entró en
mi vida y pasado el periodo inicial pude por fin soltarle he
recuperado el placer de los paseos.
Cuando era niño, por la ubicación
privilegiada de la casa de mi abuela, daba grandes paseos por la Casa
de Campo de Madrid acompañado de mis tías, mis amigos de allí y
los perros familiares. Eran paseos largos, de horas, subiendo una y
otra vez el Garabitas desde distintos ángulos, saltando por las
colmatadas trincheras de quienes asediaron la que fue capital de la
gloria durante tres años y refrescándonos el gaznate en la fuente
de Casa de Vacas.
Casi siempre en compañía vivimos
encuentros extraños como cuando nos cruzamos con un preso fugado de
la cárcel de Carbanchel que saltó ante nosotros desde lo alto de un
árbol para seguir corriendo o el día que nos vimos en medio de un
fiestón, a medio día, que tenía como protagonista al entonces
flamante campeón de Europa de peso ligero Poli Diaz.
De la Casa de Campo salieron también
Dalda, la primera perra que hubo en casa de mi abuela, y que fue
encontrada sola en las cercanías de lo que hoy descubro, gracias a
Google Maps, que se llama el Estanque del Repartidor. El mismo lugar
donde un par de años antes encontramos, una de mis tías y yo, a una
gallina rampante que solo estuvo en la familia un par de horas.
Los paseos con Jack no son por
espacios tan bucólicos como los de mi infancia y, generalmente, nos
tenemos que conformar con un tramo de descampado arbolado con forma
de media luna que transcurre aprisionado entre el carril bici y la
M-11 de Madrid y compartir semejante vergel con decenas de perros
más, transeúntes despistados, cicloestresados y el dulce trinar de
los motores al ralentí en los atascos matutinos. Pero no importa.
Los días que logro dejar de lado mi
vagancia y abstraerme de la manía de bulímico ex callejero de Jack
de comerse casi cualquier cosa mi cerebro comienza a volar.
Mientras mis pies avanzan repecho
arriba, repecho abajo, cual preso en el patio de la cárcel, o pateo
por el secarral circular de Valdebebas los días que nos acercamos
hasta allí, los pensamientos se suceden de manera constante.
Proyecto los menús de la semana, recuerdo momentos especiales de mi
vida o repaso la actualidad política en mi cabeza manteniendo
imaginarios debates o dando grandilocuentes discursos silenciosos a
la par que trato de diseñar estrategias y propuestas para que las
ideas y las prácticas libertarias vuelvan a ganar terreno en un
mundo en crisis.
Jack, oteando las liebres más allá de la M-11 |
Verle suelto, si la temperatura y el
humor le acompañan, es un espectáculo. Salta, corre, juega con los
aspersores como un adolescente, olisquea y cuando los de Parques y
Jardines se han olvidado de nosotros el tiempo suficiente y los
cardos y matojos me llegan por la rodilla disfruta como si estuviera
en el verdadero campo persiguiendo liebres. A sus cinco años y medio
alcanza el paroxismo y se le pone cara de cachorro si encuentra o
roba una pelota, momento en el cual comienza a correr en circulo
pegando unos saltos muy extraños con una expresión de felicidad
solo comparable a la mía.
En los momentos en que se dan las
circunstancias arriba descritas de paz y felicidad mutua mi cabeza,
lejos de enzarzarse en soliloquios de suma cero, salta a otro lugar.
Viendo al Jack más despreocupado me sumerjo en mi yo más
adolescente y mi atención pasa a los mundos de fantasía que he
vivido y viviré gracias a ese balón de oxigeno que han sido para mi
los juegos de rol.
Fue Jonathan quien, a los catorce
años, en las escaleras del patio del colegio Ramón y Cajal nos
dirigió a otro comapañero y a mi nuestra primera partida de rol a
la primera edición, con unas manoseadas fotocopias de la mítica
caja roja , del Dungeons & Dragons. Ha llovido un poco desde
entonces.
Veintiocho años después, y pese a
mis gustos conservadores en la materia, he jugado en muchas
ambientaciones y con muchas personas diferentes. He recorrido las
extensiones de Cardolán perseguido por hordas de orcos luchando por
llegar vivo a Rivendel, he perdido la cordura tratando de desbaratar
los planes de los sectarios al servicio de Azazoth, me he ganado el
respeto de mi clan cantando las gestas de mi manada en el boun de un
túmulo y me he enganchado al insano coleccionismo de objetos mágicos
y puntos de experiencia de las distintas ediciones de Dragones y
Mazmorras.
Pero de todos los juegos y todas las
ambientaciones, sin lugar a dudas, la que más me ha gustado y de la
que más he disfrutado es la de Rune Quest. También es, sin duda, la
que más me viene a la cabeza cuando paseo con Jack.
El Rune Quest es un juego, de los que
se conocían como simulación realista, de los más veteranos del
mercado. Mucho menos famoso en España que el archiconocido D&D
es casi tan antiguo como éste.
Mientras que el mundo de Arneson y
Gygax rezumaba glamour y recordaba, siempre a su manera, a la
fantasía maniquea de nuestra infancia, con buenos muy buenos, malos
muy malos y un halo de cuento heroico, trufado de un consumismo
mórbido y adictivo en forma de tesoros y subidas de nivel, el
escenario propuesto por Greg Strafford era bastante diferente.
Gloranta, así se llama el universo
diseñado por este señor, es un mundo más sufrido y oscuro que la
mayoría de los universos del D&D. La progresión de los
personajes es más lenta y menos perceptible, la magia menos
espectacular y las posibilidades de supervivencia menos optimistas.
Existen, como es de imaginar, muchas
diferencias en como son, y como se perciben, las diferencias entre
razas y su trato entre ellas, que casi nada o nada tienen que ver con
otros juegos de la época como el ya citado D&D, o el Señor de
los Anillos y Role Master.
Portada, diseñada por Das Pastoras, para el monográfico sobre trolls editado por Joc internacional. En ellas se puede ver a un troll persiguiendo a un elfo verde. |
criaturas son estúpidas, malvadas y
Los enanos son una raza obsesionada
por la tecnología y con restaurar el orden en el universo, al que
consideran una enorme maquina y, al parecer, no nacen sino que son
ellos mismos creados por otros enanos. Viven bajo tierra y odian a
los elfos y a los trolls, que intentan incluirles en su menú siempre
que pueden. Se dividen por castas vinculadas a los gremios en los que
trabajan y solo unos pocos, considerados traidores y heréjes, dejan
sus comunidades para explorar el mundo exterior.
Los humanos, como en tantos otros
juegos representan la versatilidad, la diversidad y el crecimiento y
las culturas que nos presentas están muy inspiradas en una visión
de la historia, sobre todo europea, desde el bronce hasta la alta
edad media. Con un vario pinto repertorio de religiones enfrentadas
entre si.
Existen, claro, decenas de especies
inteligentes, o no, con las que aderezar las partidas, pero solo una
más contaría entre las principales y minimamente jugables. Se
trata de los elfos.
Enemistados con trolls y enanos, así
como con algunos humanos, estos seres habitan los bosques y los hay
de distintas variedades en función del tipo de bosque en el que
viven. Algunos hibernan en invierno y otros viven en cuevas rodeados
de hongos, adorando a una miriada de deidades relacionadas con los
bosques, las plantas, la luz y la curación.
Cuando un elfo abraza el culto de la
señora de los elfos debe plantar la semilla de un árbol. Durante
dos años debe cuidar de éste árbol de manera constante y eficiente
y una vez alcanzada esta edad, con el debido ritual, se desgaja del
mismo la madera con la que fabricar el arco que el elfo usará a
partir de entonces.
Este arco tiene su propia
personalidad, se marchita si lo usa un no elfo, y acompaña como
espíritu aliado al elfo que lo planto, reforzando su personalidad, y
su pericia a cambio de su cuidado, hasta que, si todo va bien, ambos
vuelven juntos a la naturaleza unos cientos de años después.
En este momento suelo mirar a Jack,
joven y fuerte, y lamentar que a los humanos con nuestros perros no
nos pase como a los elfos y sus arcos. Y que por mucho que los
cuidemos y pese a los grandes momentos de felicidad y cuidado mutuo
estemos condenados a enterrarlos, siempre, demasiado pronto en lugar
de envejecer juntos.
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