Este cuento corto lo escribí para el primer concurso de relatos que organizaba la sección de Metro del sindicato Solidaridad Obrera. Nunca lo presenté a concurso, por combinación de miedo y vergüenza, y aunque sospecho que dentro de ese certamen ha debido ser un tema muy manido he querido rescatarlo para mi blog.
Aclaro que, en su momento y hablo de memoria, las dos condiciones principales eran que no debía extenderse más allá de las trescientas palabras y debía de estar relacionado con, o tener lugar en las instalaciones de metro. Las que fuesen. Ahí os lo dejo.
Una noche cualquiera
Ramiro dejó escapar aquel tren, aún era la una y cuarto, por lo que
podía permitirse esperar al siguiente, no tenía prisa ninguna. Alguna
ventaja tenía que tener el paro, pensó con ironía.
Caminó lentamente hasta un banco al final del anden, se hurgó en la
chaqueta, sacó su paquete de Ducados y se encendió uno.
Estiró las piernas, apoyó la cabeza en la pared y con la mirada
perdida dejó volar su mente disfrutando de la que, a su juicio, era la
mejor hora para viajar en metro.
Evocó el suburbano de su infancia. El que no pasaba de Portazgo ni
Esperanza. Aquel metro que le facilitó su primer contacto con la lucha
de clases cuando se pasó tres meses yendo a pié al colegio por una
huelga. Aquel en que te asabas en verano y te mojabas en invierno por
que llovía en los pasillos. Aquel metro en que la gente era menos
agresiva y hasta se podía ligar de vez en cuando.
Entonces recordó aquella noche, sería sábado, que se sentó justo
delante de una joven de su edad. Se miraron a los ojos mutuamente y así
se quedaron. Mirándose. Estación tras estación hasta que justo una antes
de la suya ella se levantó sin dejar de mirarle a los ojos y salió del
vagón, recordó como el giró la cabeza mientras sonaba el silbato y
siguieron mirándose hasta que le engulló la oscuridad del túnel...
Disculpe pero está prohibido fumar en toda la red de metro, le
espetó una fría voz, sacándole de sus recuerdos
Miró hacía arriba y vio dos uniformes color pistacho que le
flanqueaban. Tras ver sus ojos rojos estuvo a punto de preguntar si en
la red de metro no estaba prohibido el consumo de farlopa para llegar
despierto al fin de turno, pero rechazó la idea porque dadas las
circunstancias era una batalla perdida.
Se levantó, apago el cigarro y paso el resto de la espera contando
las baldosas del suelo del anden.
Cuando llegó su tren subió y, libre de los cancerberos, regreso
a ese metro donde no solo era posible trasladarse, sino ligar, soñar y,
quien lo diría ahora, hasta luchar."
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