lunes, 15 de julio de 2019

Loorgo



Despertó por culpa del dolor de cabeza. Una intensa punzada le hizo regresar al mundo de los vivos mientras una arcada le subía desde el estómago. Se giró sobre su lecho de juncos secos y se incorporó dejando a su espalda la pared de roca. 

Vestía exclusivamente un calzón de tela de saco. Es resto de su cuerpo permanecía desnudo. Lo prefería así. Hacía ya años que la ropa le resultaba incómoda para dormir.

Notó que algo se movía por su pelo. Palpó sus gruesas y largas rastas negras hasta que lo localizó. Lo cogió con tres dedos y lo observó detenidamente con la escasa luz que le proporcionaba la hoguera. 

Dada la vuelta, patas arriba, la garrapata de las cuevas no era gran cosa. Se asemejaba, más que sus primas de exterior, a una especie de escarabajo, con su exoesqueleto color pardo, como el de las rocas en las que se ocultaba. Esta en concreto pataleaba torpemente. Parecía no querer aceptar su destino. Y peleaba, en una posición de desventaja, por una vida que ya no le pertenecía. Se la puso a la altura de la cara, la miró un par de veces con un ojo cerrado y la giró desde distintos ángulos.  Esta pequeña diablilla poco más grande que una manzana no le chuparía más la sangre.

Sin pensarlo mucho se la metió en la boca. Notó su caparazón quebrándose entre sus muelas y el sabor de su propia sangre, aún sin digerir, impregnando su lengua y su paladar. Las garrapatas de las cuevas recién alimentadas eran un manjar.

La imagen del forcejeo inútil contra el destino que acababa de protagonizar le trajo de nuevo a la realidad. Hoy era el gran día y ese patán de Slish aún no había aparecido. Le llamó con un bramido y apoyó la rodilla en el suelo de piedra para levantarse. Ya no era el joven ágil de antaño y las cuatro capas de barriga, símbolo de su status, dificultaban la maniobra.

Su ayudante llegó justo cuando jadeante terminaba de ponerse de pie. Se sentía fatigado y resacoso y eso le lastraba. El escuálido chambelán traía un enorme barreño con agua fresca del pozo. Estuvo a punto de volcarlo en dos ocasiones. Apenas levantaba la mirada del suelo más por no mirar a su amo que por temor a un tropiezo. Le tenía miedo y eso, a Looorgo, le llenaba de placer.

Slish depositó, con un gran esfuerzo,  el barreño sobre la mesa. El sumo sacerdote le miró de arriba a abajo. Observó la piel azul celeste, clara y mortecina, cubierta por trapos grises de suciedad. La pequeña cabeza calva. Los ojos saltones de color verde. Esa nariz moqueante. Ese cuello huesudo y desagradable. La patética criatura se apartó para dejarle hueco pidiendo disculpas por su tardanza. Mientras se marchaba le pareció que ocultaba, con  los harapos, que ya no se le marcaban los huesos de las costillas.
  • ¿No estarás robando comida sabandija?
  • No mi amo - contestó, con las orejas gachas, el pequeño sirviente.

Le asestó un empujón que le estampó contra la pared.
  • Soy demasiado bueno contigo alimaña, ya hablaremos mañana cuando todo haya terminado.
Viendo marchar a su asistente recordó su infancia y como había sido admitido en las cuevas. Acababa de pasar el tiempo sagrado y los sacerdotes buscaban nuevos ayudantes. El era muy joven y pequeño entonces. Poco más que un renacuajo. El más menudo de los que quedaban de su nidada y un lastre para su familia. Le llevaron a la plaza y lo expusieron en la tarima de candidatos. 

El nunca antes había visto un sumo sacerdote, ni un sacerdote siquiera. Solo acólitos.
Quedó impresionado al ver llegar el séquito. Una docena de sacerdotes, incluidos los recién ordenados, llegaron con paso lento y cansado. Arrastraban los pies, apoyando su caminar en cayados, para avanzar esos cuerpos que a él le parecieron enormes aquél día.

La multitud agrupada en la plaza dejó un gran espacio para los recién llegados y empezó la selección. Tal y como mandaba la tradición los primeros en elegir eran los recién ordenados. Carecían de esclavos y, en su primer año, podrían llevarse hasta dos. Luego era el turno de los demás sacerdotes, en función de su rango, empezando por el gran maestre. Aquellos rechazados como ayudantes tenían el privilegio de ser llevados a las cocinas del templo, donde eran incluidos en el menú.

El fue escogido por los pelos, en penúltimo lugar. Su ama era una sacerdotisa llamada Morlon que le miró con bastante asco antes de decidirse. Era comprensible, era puro pellejo y hueso, y siempre tuvo la convicción de que solo le quería engordar un poco antes de comérselo. Nunca más vio a su familia.


Antes de lavarse la cara miró su rostro reflejado en el agua. Los mofletes generosos. El cabello enmarañado. Sus pequeños ojos negros perfectamente rodeados de carne y sus dos generosas papadas que pronto se verían adornadas por los collares ceremoniales, hechos de dientes y falanges, que le llegaban hasta el ombligo. Hoy era el gran día.

La ceremonia comenzaría al caer la noche. Empezaría con el banquete de los doce. Solo ellos. Comerían y beberían hasta que se agotaran las existencias y después cada uno se retiraría a su silla ceremonial.

Detrás de cada silla, impertérrita, estaba la calavera de los doce sacerdotes más grandes y poderosos de la historia de su pueblo. Y tras el trono de madera del sumo sacerdote se encontraba la calavera de Zuleima la gran sacerdotisa. La más famosa entre las famosas. La leyenda. Acudió al ritual durante veintisiete años y las leyendas cuentan que llegó a tener tres papadas y una barriga de cinco pliegues. Que nunca cayó. Ella le protegería.

El séquito de Morlon no era mucho más seguro que la despensa del templo. Una docena de esclavos como él luchaban entre sí por sobrevivir y solo una, llamada Charca, algo mayor le ayudó de forma sincera. Le enseñó los gustos de su señora, las costumbres del complejo subterráneo, los territorios y los lugares que no debía pisar hasta crecer un poco más. Conseguía comida extra que compartía y, lo más importante, le reveló la forma de reconocer cuando Morlon estaba enfadada y cómo ocultar con retales de tela su propio aumento de peso. Esas eran las claves para sobrevivir.

Pasado el primer año se revelaron los nombres. Charca y Looorgo. 

Fue un par de años después cuando dio el gran salto. Había observado como a Charca le empezaban a crecer el cuello y el abdomen. Casi tanto como a sí mismo, que había experimentado un aumento repentino y considerable de tamaño.

Una noche cercana al ritual se escurrió hasta la poltrona favorita  de su señora Morlon en el sancta sanctorum del templo . La saboteó de manera deliberadamente torpe y ocultó las herramientas en el jergón de otro de los esclavos  a punto de convertirse en acólito.

Todo se descubrió en la inspección de la mañana y, dado que apenas si había ocultado unos  cambios de los que se pavoneaba, el infeliz en cuestión fue el primero en ser registrado. Looorgo fingió pisar sin querer el sayo de Charca mientras el tercer infeliz en discordia era enviado a las cocinas.. Los ropajes de su amiga, meticulosamente engarzados, cayeron al suelo y sus carnes crecientes y piel oscurecida quedaron al descubierto. 

Nuestra señora no pudo ocultar  el odio y la gula en su mirada y Charca se unió al destino del primer eliminado mirando con horror y tristeza a su amigo. El, ocultando la mirada,  sonrió satisfecho. Como mucho se libera un acólito por sacerdote cada año y no podría ocultar su crecimiento por más tiempo. Ni siquiera de la miope de  su ama. Charca era pura bondad y falta de inteligencia. No era digna de sobrevivir. Se relamió pensando que esa noche probaría su carne.

Se colocó sus collares y la diadema. Se limpió bien los dientes y se sacó los restos de comida con la ayuda de un hueso de pollo. Pidió a sus esclavos que subiesen el trono al altar de su cueva, para poder revisarla por si mismo.  

Comprobó las maderas y los clavos. Los barnices y los refuerzos. Tentado estuvo de sentarse para probarla pero era un sacrilegio que de descubrirse se pagaba con la muerte y el no necesitaba hacer trampas para mantener el favor de sus dioses. 

Había sido un mes duro. Un mes cargado  de agasajos y ceremonias colectivas donde los presentes culinarios de sus subordinados no habían dejado de sucederse. Cuatro semanas de auto control, ayunos en sus aposentos y vómitos a escondidas para que sus enemigos se confiaran. Resistiendo la tentación de grandes manjares y bebidas espirituosas y refrescantes. Treinta días fingiendo beber y comer mucho más de lo que lo estaba haciendo, y enormemente menos de lo que le gustaría, para que las sabandijas que querían quitarle el puesto se confiaran y acabáran deglutiendo más que el. Aguantando al torpe de Slish al que había elegido como ordenanza pese a sus evidentes limitaciones por saberle hambriento. Por que sabía que le robaría comida. Hurtos que en caso de debilidad menguarían la cantidad que el mismo tragaría sin deber hacerlo.

Se puso la capa de cáñamo y pedrería y pasó revista a sus séquito. Eligió al esclavo que le pareció más adecuado, el más rollizo, como ofrenda para la cena. El indigno gusarapo comenzó a llorar y a pedir clemencia, acusando a otros de estar más gordos y sabrosos. Tratando de arrancarles las ropas para que viésemos sus panzas opacas. Era una escena que, en otro momento le hubiese hecho relamerse, pero no había tiempo que perder pues la ceremonia debía comenzar.

Ordenó a dos acólitos que vivían en su parte del complejo que solucionaran el problema y, uno de ellos, le rompió el espinazo al sentenciado semoviente con un golpe seco contra su rodilla. Como si fuese un palo para la hoguera. No era un buen augurio. 

Llegaron al salón principal del templo.  Ocuparon los bancos de piedra bajo la vigilancia silenciosa de los doce cráneos y las doce tronas vacías que habían recolocado en su lugar los esclavos de los sacerdotes.

Sonó un gong y comenzó el último banquete del año.

Los entrantes estaban compuestos de cangrejos de río en salsa de tamarindo, ostras vivas, sopa de oruga verde y, por supuesto, garrapatas de cueva. Su favorito. Los ayudantes de cocina se paseaban entre los invitados, con ellas chupándoles las sangre,  a la espera de que los sacerdotes las cogiesen vivas y aún calientes. 

La verdura, en ensalada, al horno y con salsas era un manjar perfecto para preparar los estómagos antes del plato fuerte. Mientras se sucedían los platos en las grandes rocas pulidas que hacían las veces de mesas para banquetes iban teniendo lugar los brindis y las loas a los dioses. Cada sacerdote tenía su turno, entre plato y plato, para su oración. Once intervenciones por once platos y once brindis, dejando el último para el gran maestre que sería el duodécimo. Once actos de hipocresía y adulación llevados a cabo por once rivales que solo aspiraban a vivir para quitarle el puesto.

El último plato, la ofrenda más sagrada, eran los esclavos elegidos los últimos días por sus propios amos para agasajar a los dioses. Las escrituras eran claras. Todo sacerdote debía sacrificar como mínimo un esclavo al rito, pero lo habitual era que el último mes los castigos por indisciplina y las luchas intestinas entre siervos proporcionasen más oblaciones. Se servían al horno, en su propio jugo, y acompañados de patatas y zanahorias.

Terminados los sermones sonó el gong y se hizo el silencio. Se convocó a todos los esclavos, los de cada prelado y los pertenecientes al templo, que acudieron a ocupar sus puestos alrededor del gran salón.  Vestidos con sus mandiles sucios de grasa, manchados de sangre, con huellas de haberse limpiado en ellos, y armados con trinchantes adquirían una dignidad de la que carecían el resto del año. Esperaban su momento. Para muchos su único momento. 

Looorgo, siguiendo la tradición, fue el primero en levantarse. Parsimoniosamente inspeccionó los sillones uno a uno. Los revisaba con ademán experto siempre después de haber hecho una referencia a cada una de las calaveras custodias. Cientos de ojos le observaban.

Una vez hubo considerado la mejor opción, tres puestos a la derecha de la silla frente a los restos de su respetada Zuleima, se quedó parado y lo reclamó para sí apoyando su rodilla en el suelo frente él. Ya quedaba menos para terminar un ritual que le llevaría a alcanzar en años de sacerdocio a la mismísima matriarca. La favorita de sus protectores.

Uno a uno, sus discípulos, fueron repitiendo la operación. Cada vez con menos opciones donde elegir pero no por ello tomando menos tiempo. Era una decisión crucial. Con sus pasos lentos, sus ojillos vidriosos,  y sus ornamentos sagrados se iban colocando en las posiciones elegidas por ellos o simplemente descartadas por el resto.

Una vez hubieron terminado se giraron todos y, tras elevar la que podría ser su última plegaria, procedieron a sentarse en sus puestos a la espera del veredicto de los señores celestiales. Había llegado el gran momento.

Un mar de ocelos les escrutaba con la respiración contenida, en silencio, desde la penumbra. Procedieron a sentarse. Roce de sillas y crujir de tablas. Looorgo notó como la madera se combaba para adaptarse a su forma y sostener su peso. Sus cuatro barrigas y  sus casi tres papadas se acomodaron entre los incómodos leños. Todo el clero se miraba en silencio, contenido, atemorizado.

Tras un tiempo indeterminado y tenso un chasquido rasgó el silencio. A la izquierda de su posición, exactamente el sillón pegado al suyo, se quebró bajo el peso de su ocupante que cayó al suelo patas arriba. Una mirada de terror incontenible, que solo Looorgo podía ver desde su privilegiada posición, dominaba un rostro que miraba a izquierda y derecha buscando una salida imposible. Cientos de voces gritaron al unísono y sus alaridos, amplificados por el eco de la cueva, sonaron como el rugido de un dragón. Looorgo se relamió excitado.

Antes de que los ingratos renacuajos se cobraran su presa dos estruendos más, amortiguados por los aullidos de la jauría,  llevaron a sus ocupantes al suelo del santuario. 

Patas arriba, casi inmóvil, y preso de sus cuatro pliegues de barriga y sus hermosas casi tres papadas Lorgo apenas alcanzó a asimilar lo que acababa de ocurrir. Lo último que vio  fue al ingrato de Slish saltandole encima con una mirada voraz y un tenedor tan grande como su brazo.

 Ya nunca alcanzaría la fama de Zuleima ni sería el Gran Looorgo.


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