Despertó
por culpa del dolor de cabeza. Una intensa punzada le hizo regresar
al mundo de los vivos mientras una arcada le subía desde el
estómago. Se giró sobre su lecho de juncos secos y se incorporó
dejando a su espalda la pared de roca.
Vestía
exclusivamente un calzón de tela de saco. Es resto de su cuerpo
permanecía desnudo. Lo prefería así. Hacía ya años que la ropa
le resultaba incómoda para dormir.
Notó
que algo se movía por su pelo. Palpó sus gruesas y largas rastas
negras hasta que lo localizó. Lo cogió con tres dedos y lo observó
detenidamente con la escasa luz que le proporcionaba la hoguera.
Dada
la vuelta, patas arriba, la garrapata de las cuevas no era gran cosa.
Se asemejaba, más que sus primas de exterior, a una especie de
escarabajo, con su exoesqueleto color pardo, como el de las rocas en
las que se ocultaba. Esta en concreto pataleaba torpemente. Parecía
no querer aceptar su destino. Y peleaba, en una posición de
desventaja, por una vida que ya no le pertenecía. Se la puso a la
altura de la cara, la miró un par de veces con un ojo cerrado y la
giró desde distintos ángulos. Esta pequeña diablilla poco
más grande que una manzana no le chuparía más la sangre.
Sin
pensarlo mucho se la metió en la boca. Notó su caparazón
quebrándose entre sus muelas y el sabor de su propia sangre, aún
sin digerir, impregnando su lengua y su paladar. Las garrapatas de
las cuevas recién alimentadas eran un manjar.
La
imagen del forcejeo inútil contra el destino que acababa de
protagonizar le trajo de nuevo a la realidad. Hoy era el gran día y
ese patán de Slish aún no había aparecido. Le llamó con un
bramido y apoyó la rodilla en el suelo de piedra para levantarse. Ya
no era el joven ágil de antaño y las cuatro capas de barriga,
símbolo de su status, dificultaban la maniobra.
Su
ayudante llegó justo cuando jadeante terminaba de ponerse de pie. Se
sentía fatigado y resacoso y eso le lastraba. El escuálido
chambelán traía un enorme barreño con agua fresca del pozo. Estuvo
a punto de volcarlo en dos ocasiones. Apenas levantaba la mirada del
suelo más por no mirar a su amo que por temor a un tropiezo. Le
tenía miedo y eso, a Looorgo, le llenaba de placer.
Slish
depositó, con un gran esfuerzo, el barreño sobre la mesa. El
sumo sacerdote le miró de arriba a abajo. Observó la piel azul
celeste, clara y mortecina, cubierta por trapos grises de suciedad.
La pequeña cabeza calva. Los ojos saltones de color verde. Esa nariz
moqueante. Ese cuello huesudo y desagradable. La patética criatura
se apartó para dejarle hueco pidiendo disculpas por su tardanza.
Mientras se marchaba le pareció que ocultaba, con los harapos,
que ya no se le marcaban los huesos de las costillas.
- ¿No estarás robando comida sabandija?
- No mi amo - contestó, con las orejas gachas, el pequeño sirviente.
Le
asestó un empujón que le estampó contra la pared.
- Soy demasiado bueno contigo alimaña, ya hablaremos mañana cuando todo haya terminado.
Viendo
marchar a su asistente recordó su infancia y como había sido
admitido en las cuevas. Acababa de pasar el tiempo sagrado y los
sacerdotes buscaban nuevos ayudantes. El era muy joven y pequeño
entonces. Poco más que un renacuajo. El más menudo de los que
quedaban de su nidada y un lastre para su familia. Le llevaron a la
plaza y lo expusieron en la tarima de candidatos.
El
nunca antes había visto un sumo sacerdote, ni un sacerdote siquiera.
Solo acólitos.
Quedó
impresionado al ver llegar el séquito. Una docena de sacerdotes,
incluidos los recién ordenados, llegaron con paso lento y cansado.
Arrastraban los pies, apoyando su caminar en cayados, para avanzar
esos cuerpos que a él le parecieron enormes aquél día.
La
multitud agrupada en la plaza dejó un gran espacio para los recién
llegados y empezó la selección. Tal y como mandaba la tradición
los primeros en elegir eran los recién ordenados. Carecían de
esclavos y, en su primer año, podrían llevarse hasta dos. Luego era
el turno de los demás sacerdotes, en función de su rango, empezando
por el gran maestre. Aquellos rechazados como ayudantes tenían el
privilegio de ser llevados a las cocinas del templo, donde eran
incluidos en el menú.
El
fue escogido por los pelos, en penúltimo lugar. Su ama era una
sacerdotisa llamada Morlon que le miró con bastante asco antes de
decidirse. Era comprensible, era puro pellejo y hueso, y siempre tuvo
la convicción de que solo le quería engordar un poco antes de
comérselo. Nunca más vio a su familia.
Antes
de lavarse la cara miró su rostro reflejado en el agua. Los mofletes
generosos. El cabello enmarañado. Sus pequeños ojos negros
perfectamente rodeados de carne y sus dos generosas papadas que
pronto se verían adornadas por los collares ceremoniales, hechos de
dientes y falanges, que le llegaban hasta el ombligo. Hoy era el gran
día.
La
ceremonia comenzaría al caer la noche. Empezaría con el banquete de
los doce. Solo ellos. Comerían y beberían hasta que se agotaran las
existencias y después cada uno se retiraría a su silla ceremonial.
Detrás
de cada silla, impertérrita, estaba la calavera de los doce
sacerdotes más grandes y poderosos de la historia de su pueblo. Y
tras el trono de madera del sumo sacerdote se encontraba la calavera
de Zuleima la gran sacerdotisa. La más famosa entre las famosas. La
leyenda. Acudió al ritual durante veintisiete años y las leyendas
cuentan que llegó a tener tres papadas y una barriga de cinco
pliegues. Que nunca cayó. Ella le protegería.
El
séquito de Morlon no era mucho más seguro que la despensa del
templo. Una docena de esclavos como él luchaban entre sí por
sobrevivir y solo una, llamada Charca, algo mayor le ayudó de forma
sincera. Le enseñó los gustos de su señora, las costumbres del
complejo subterráneo, los territorios y los lugares que no debía
pisar hasta crecer un poco más. Conseguía comida extra que
compartía y, lo más importante, le reveló la forma de reconocer
cuando Morlon estaba enfadada y cómo ocultar con retales de tela su
propio aumento de peso. Esas eran las claves para sobrevivir.
Pasado
el primer año se revelaron los nombres. Charca y Looorgo.
Fue
un par de años después cuando dio el gran salto. Había observado
como a Charca le empezaban a crecer el cuello y el abdomen. Casi
tanto como a sí mismo, que había experimentado un aumento repentino
y considerable de tamaño.
Una
noche cercana al ritual se escurrió hasta la poltrona favorita
de su señora Morlon en el sancta sanctorum del templo . La saboteó
de manera deliberadamente torpe y ocultó las herramientas en el
jergón de otro de los esclavos a punto de convertirse en
acólito.
Todo
se descubrió en la inspección de la mañana y, dado que apenas si
había ocultado unos cambios de los que se pavoneaba, el
infeliz en cuestión fue el primero en ser registrado. Looorgo fingió
pisar sin querer el sayo de Charca mientras el tercer infeliz en
discordia era enviado a las cocinas.. Los ropajes de su amiga,
meticulosamente engarzados, cayeron al suelo y sus carnes crecientes
y piel oscurecida quedaron al descubierto.
Nuestra
señora no pudo ocultar el odio y la gula en su mirada y Charca
se unió al destino del primer eliminado mirando con horror y
tristeza a su amigo. El, ocultando la mirada, sonrió
satisfecho. Como mucho se libera un acólito por sacerdote cada año
y no podría ocultar su crecimiento por más tiempo. Ni siquiera de
la miope de su ama. Charca era pura bondad y falta de
inteligencia. No era digna de sobrevivir. Se relamió pensando que
esa noche probaría su carne.
Se
colocó sus collares y la diadema. Se limpió bien los dientes y se
sacó los restos de comida con la ayuda de un hueso de pollo. Pidió
a sus esclavos que subiesen el trono al altar de su cueva, para poder
revisarla por si mismo.
Comprobó
las maderas y los clavos. Los barnices y los refuerzos. Tentado
estuvo de sentarse para probarla pero era un sacrilegio que de
descubrirse se pagaba con la muerte y el no necesitaba hacer trampas
para mantener el favor de sus dioses.
Había
sido un mes duro. Un mes cargado de agasajos y ceremonias
colectivas donde los presentes culinarios de sus subordinados no
habían dejado de sucederse. Cuatro semanas de auto control, ayunos
en sus aposentos y vómitos a escondidas para que sus enemigos se
confiaran. Resistiendo la tentación de grandes manjares y bebidas
espirituosas y refrescantes. Treinta días fingiendo beber y comer
mucho más de lo que lo estaba haciendo, y enormemente menos de lo
que le gustaría, para que las sabandijas que querían quitarle el
puesto se confiaran y acabáran deglutiendo más que el. Aguantando
al torpe de Slish al que había elegido como ordenanza pese a sus
evidentes limitaciones por saberle hambriento. Por que sabía que le
robaría comida. Hurtos que en caso de debilidad menguarían la
cantidad que el mismo tragaría sin deber hacerlo.
Se
puso la capa de cáñamo y pedrería y pasó revista a sus séquito.
Eligió al esclavo que le pareció más adecuado, el más rollizo,
como ofrenda para la cena. El indigno gusarapo comenzó a llorar y a
pedir clemencia, acusando a otros de estar más gordos y sabrosos.
Tratando de arrancarles las ropas para que viésemos sus panzas
opacas. Era una escena que, en otro momento le hubiese hecho
relamerse, pero no había tiempo que perder pues la ceremonia debía
comenzar.
Ordenó
a dos acólitos que vivían en su parte del complejo que solucionaran
el problema y, uno de ellos, le rompió el espinazo al sentenciado
semoviente con un golpe seco contra su rodilla. Como si fuese un palo
para la hoguera. No era un buen augurio.
Llegaron
al salón principal del templo. Ocuparon los bancos de piedra
bajo la vigilancia silenciosa de los doce cráneos y las doce tronas
vacías que habían recolocado en su lugar los esclavos de los
sacerdotes.
Sonó
un gong y comenzó el último banquete del año.
Los
entrantes estaban compuestos de cangrejos de río en salsa de
tamarindo, ostras vivas, sopa de oruga verde y, por supuesto,
garrapatas de cueva. Su favorito. Los ayudantes de cocina se paseaban
entre los invitados, con ellas chupándoles las sangre, a la
espera de que los sacerdotes las cogiesen vivas y aún calientes.
La
verdura, en ensalada, al horno y con salsas era un manjar perfecto
para preparar los estómagos antes del plato fuerte. Mientras se
sucedían los platos en las grandes rocas pulidas que hacían las
veces de mesas para banquetes iban teniendo lugar los brindis y las
loas a los dioses. Cada sacerdote tenía su turno, entre plato y
plato, para su oración. Once intervenciones por once platos y once
brindis, dejando el último para el gran maestre que sería el
duodécimo. Once actos de hipocresía y adulación llevados a cabo
por once rivales que solo aspiraban a vivir para quitarle el puesto.
El
último plato, la ofrenda más sagrada, eran los esclavos elegidos
los últimos días por sus propios amos para agasajar a los dioses.
Las escrituras eran claras. Todo sacerdote debía sacrificar como
mínimo un esclavo al rito, pero lo habitual era que el último mes
los castigos por indisciplina y las luchas intestinas entre siervos
proporcionasen más oblaciones. Se servían al horno, en su propio
jugo, y acompañados de patatas y zanahorias.
Terminados
los sermones sonó el gong y se hizo el silencio. Se convocó a todos
los esclavos, los de cada prelado y los pertenecientes al templo, que
acudieron a ocupar sus puestos alrededor del gran salón.
Vestidos con sus mandiles sucios de grasa, manchados de sangre, con
huellas de haberse limpiado en ellos, y armados con trinchantes
adquirían una dignidad de la que carecían el resto del año.
Esperaban su momento. Para muchos su único momento.
Looorgo,
siguiendo la tradición, fue el primero en levantarse.
Parsimoniosamente inspeccionó los sillones uno a uno. Los revisaba
con ademán experto siempre después de haber hecho una referencia a
cada una de las calaveras custodias. Cientos de ojos le observaban.
Una
vez hubo considerado la mejor opción, tres puestos a la derecha de
la silla frente a los restos de su respetada Zuleima, se quedó
parado y lo reclamó para sí apoyando su rodilla en el suelo frente
él. Ya quedaba menos para terminar un ritual que le llevaría a
alcanzar en años de sacerdocio a la mismísima matriarca. La
favorita de sus protectores.
Uno
a uno, sus discípulos, fueron repitiendo la operación. Cada vez con
menos opciones donde elegir pero no por ello tomando menos tiempo.
Era una decisión crucial. Con sus pasos lentos, sus ojillos
vidriosos, y sus ornamentos sagrados se iban colocando en las
posiciones elegidas por ellos o simplemente descartadas por el resto.
Una
vez hubieron terminado se giraron todos y, tras elevar la que podría
ser su última plegaria, procedieron a sentarse en sus puestos a la
espera del veredicto de los señores celestiales. Había llegado el
gran momento.
Un
mar de ocelos les escrutaba con la respiración contenida, en
silencio, desde la penumbra. Procedieron a sentarse. Roce de sillas y
crujir de tablas. Looorgo notó como la madera se combaba para
adaptarse a su forma y sostener su peso. Sus cuatro barrigas y
sus casi tres papadas se acomodaron entre los incómodos leños. Todo
el clero se miraba en silencio, contenido, atemorizado.
Tras
un tiempo indeterminado y tenso un chasquido rasgó el silencio. A la
izquierda de su posición, exactamente el sillón pegado al suyo, se
quebró bajo el peso de su ocupante que cayó al suelo patas arriba.
Una mirada de terror incontenible, que solo Looorgo podía ver desde
su privilegiada posición, dominaba un rostro que miraba a izquierda
y derecha buscando una salida imposible. Cientos de voces gritaron al
unísono y sus alaridos, amplificados por el eco de la cueva, sonaron
como el rugido de un dragón. Looorgo se relamió excitado.
Antes
de que los ingratos renacuajos se cobraran su presa dos estruendos
más, amortiguados por los aullidos de la jauría, llevaron a
sus ocupantes al suelo del santuario.
Patas
arriba, casi inmóvil, y preso de sus cuatro pliegues de barriga y
sus hermosas casi tres papadas Lorgo apenas alcanzó a asimilar lo
que acababa de ocurrir. Lo último que vio fue al ingrato de
Slish saltandole encima con una mirada voraz y un tenedor tan grande
como su brazo.
Ya
nunca alcanzaría la fama de Zuleima ni sería el Gran Looorgo.
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