martes, 6 de agosto de 2019

La izquierda y el Síndrome de Estocolmo

                    El viernes pasado quedé con una amiga y un amigo para comer en Móstoles. Después del merecido y necesario rato de coñas y humor surrealista mientras recorríamos carreteras y polígonos, en busca de un innombrable título que el amigo librero había apalabrado para esa misma tarde, acabamos comiendo en un restaurante de comida italiana bastante peculiar donde yo me puse como un gocho saltándome la dieta.

    Allí, mientras meneábamos el bigote y yo me esparcía felizmente en posición casi horizontal por un sofá que perfectamente podía haber sido rescatado de un lupanar victoriano, se abordaron los  temas cotidianos de conversación. Amistades comunes, situación laboral y estado actual de nuestras vidas amorosas. Más concretamente las suyas que si bien resultan menos pintorescas que la mía son bastante más sanas.

    A punto estaba de pensar que sería capaz de controlarme evitando los postres cuando nuestro anfitrión sacó el tema de la política profesionalizada y el municipalismo.

    En un primer momento traté de mantenerme al margen de la conversación buscando entre los cojines algún tipo de puerta dimensional que me llevara, cual calcetín en la lavadora, a un mundo de fantasía plagado de unicornios y sin reuniones de la comunidad de propietarios. Pero lejos de eso la magia, mientras avanzaba la conversación que yo no quería escuchar, se tornó contra mi convirtiendo los cojines en una especie de cama de faquir y acabé erguido e incomodo.

    Había un consenso generalizado en la mesa. Solo eramos tres cuerpos, lo que no significa que no pudiese haber más sensibilidades, y coincidíamos en que no solo había sido un fracaso estrepitoso y previsible; además estábamos de acuerdo en que no parece que nadie vaya a hacer auto crítica, valoraciones serias ni asumir responsabilidades.  A mi, que ya llegaba tocado por asuntos personales, terminaron de joderme la tarde y acabe comiéndome un calzonne relleno de chocolate fundido a medias con el desaprensivo que había sacado el asunto. La fémina del grupo, en su condición de vegana, declinó sumarse a la orgía de azúcar saturado al resultar evidente que era chocolate con leche.
   
    La reflexión que me dejó rumiante, de nuevo y entre las muchas que hicimos, fue la de que ni siquiera son conscientes de que el trato que les hemos profesado, a quienes han decidido hacer de la política una profesión, ha sido y es exquisito y consecuencia única y exclusivamente del cariño y del pasado común. Una deferencia que no se tiene con el resto de  partidos.

   

    En 1973, en la ciudad de Estocolmo, un atraco a un banco que salió mal se transformó en un secuestro de seis días tras el cual algunas de las personas convertidas en rehenes lejos de declarar contra su captor mostraron públicamente una gran simpatía hacia este. Inmediatamente esta sorprendente actitud fue bautizada como “Síndrome de Estocolmo” por un psiquiatra del país escandinavo.

    Un año después Patricia Hearst, nieta del magnate Randolph Hearst, inmortalizado en el clásico de Orson Wells titulado Ciudadano Kane, llevaba ese síndrome hasta el límite de lo imaginable al incorporarse a la misma organización armada, El Ejercito Simbiótico de Liberación, que la había secuestrado dos meses antes con el objeto de cobrar un rescate por su persona.

En España, por poner un ejemplo cercano, Antonio María Oriol testificó en la Audiencia Nacional a favor de  una mujer acusada de pertenecer al comando de los GRAPO que le tenía secuestrado. Afirmó que no formaba parte de dicho comando y la defendió hasta el punto de que su declaración evitó que fuese condenada. Muchos quisieron ver en esta actitud un caso del mentado síndrome

Los ejemplos, individuales y colectivos, son múltiples con un  no reconocido síndrome que se caracteriza, principalmente, por una identificación entre una o varías personas secuestradas con sus captores. Empatía esta que, en ocasiones, puede ir en ambas direcciones.

Una de las mayores tradiciones de la izquierda en los últimos casi doscientos años, desde que los representantes de los partidos socialistas entrasen por primera vez en los parlamentos burgueses, allá por el siglo XIX y se apreciase también por primera vez el distanciamiento que se producía en ese momento con sus bases y hacia sus objetivos, ha sido la de dividirse entre quienes defendían la necesidad de una crítica pública a esos líderes, desde la base y llegado el caso rompiendo con ellos,  y los que en cambio optaban por contemporizar y aplicar paños calientes.

La lista de felonías cometidas por los próceres del socialismo internacional dignas de que hubiesen sido defenestrados o abandonados en sus partidos es muy larga. Desde la aprobación de los presupuestos de guerra en 1914, pasando por la dictadura bolchevique, los pactos de Munich, las purgas... hasta lo que se está viviendo ahora en Nicaragua o los inevitables giros del que hasta antes de ayer fuese icono de progres y partidos del cambio, el ex presidente de Grecia, Alexis Tsipras.

En el interior de nuestras fronteras el PSOE, un valor seguro en lo que a defraudar expectativas se refiere, ya se lució colaborando con la dictadura de Primo de Rivera y con una dirigencia que, durante la segunda república, era incapaz de ponerse seria ni tan siquiera cuando eran sus propias bases las diezmadas por la represión estatal. Tradición que no traicionó pasada la dictadura y que ha mantenido hasta hoy.

El PCE y CCOO obreras ya en los años setenta y principios de los años ochenta demostraron su férrea voluntad de ser un partido de orden renunciando a la bandera republicana, aceptando la monarquía y firmando los Pactos de la Moncloa, entre otras muchas cosas, mientras aseguraban a sus bases, atónitas, que las concesiones de hoy (ayer) eran la llave que abriría los triunfos del mañana (hoy). Unos triunfos que aún esperan, tristemente, en sus nichos democráticos aquellos que sobrevivieron con suerte y esfuerzo a cuarenta años de oscuridad.

 En los últimos años, desde el cacareado 15M, hemos vivido una suerte de proceso express, líquido diría el difunto Bauman, de lo que fue la transición de los años setenta . En nuestra caricatura de refundación del régimen una serie de personas y personajes, algunos con una tradición militante previa y otros no, de la noche a la mañana, trataron de convencer a la escuálida izquierda militante y a su potencial base social, de que había llegado el momento de tomar el estado al salto y de que ellos eran los mejor preparados para hacerlo.

Si bien a escala estatal la decepción ha sido más bien simbólica, personificada en el secretario general de un partido que se ha convertido en su propio guiñol, ya que no han llegado de momento a formar parte de un gobierno, la presencia de representantes de la mal llamada nueva política en equipos y coaliciones de gobierno a nivel municipal y autonómico, con las decepciones que llevan aparejadas, si ha sido un hecho. Siendo sus dos máximos exponentes Ahora Madrid y el consistorio encabezado por Ada Colau.


En cuatro años de carmenismo no han cesado las persecuciones de la policía municipal a los migrantes, solo se han recuperado para la gestión pública servicios de poco calado y de manera marginal, los contratos vencidos de limpieza se han concedido a una empresa de Carlos Slim y se ha firmado la operación Berrocales, un Frankestein urbanístico que bien podría haberse hecho un hueco en las novelas del difunto Rafael Chirbes. Una vez más, por citar solo de pasada, algunos de los casos más exagerados.

Es sintomático que una corporación que pretende identificarse con la izquierda esgrima como gran arma electoral la reducción de la deuda. Es decir aceptar todos los parametros del sistema económico liberal hegemónico y presumir de ser mejores capitalistas. De reducir mejor los gastos, de ser mejores no invirtiendo en lo social y no molestando a los amos. Peor aún incluso, por patética, es la situación de sus escindidos que afirman irse (casualmente dos meses antes de las elecciones y cuando ya se sabe que no cuentan con ellos) por ser verdaderos revolucionarios y, al mismo tiempo, patalean reivindicando que el único éxito del consistorio, el antes mencionado milagro de la deuda reducida, fue gracias a uno de sus díscolos ediles y no a las huestes de Manuela. Es su peculiar gato de Schrödinguer que les permite ser al mismo tiempo los que dinamiten el sistema capitalista por dentro al tiempo que lo salvan librandolo de la corrupción y los gastos superfluos.


Y ante este panorama, la izquierda, los que votan, los que militan, los que se manifiestan y los que simpatizan se quedan rehenes de una gente que, después de haber prometido el cielo y haber dado solo migajas, nos pide una vez más paciencia. Cambiando la ilusión por el miedo en los discursos y asegurando que los otros, la derecha orgullosa de serlo, es peor.

La excusa, envuelta de argumento con un poso de verdad menor cuanto más permanecen esos ínclitos prohombres en puesto representativos, que por desgracia una vez más sirve para mantener presa a una gran parte de la gente que sueña con un mundo mejor entre dos grupos, polícia y secuestradores, a los que solo les interesamos en tanto en cuanto les sigamos siendo útiles para sus objetivos particulares en sus tiras y aflojas.

En lo que a mi respecta pienso que la única forma de construir un mundo mejor, no solo para el futuro, también para el día a día cotidiano, pasa por superar esa mentira que el sistema nos ha metido hasta el corvejón. Aceptar y creernos que vivimos en un mundo con más de dos colores, no binario, en que existen muchas otras formas de construir y apostar, de una vez por todas, por estructuras que acepten el desafío de ser un contra poder al servicio del pueblo y no un trampolín del que algunos puedan servirse para integrarse en el engranaje del poder y del sistema. 

Y uno de los primeros pasos para eso es sacudirse el miedo, denunciar el espejismo de su obra de teatro, y cortar los lazos con los que nos usan como peones en un tablero de ajedrez. Sea cual sea la bandera que agitan. Y por mucho que, en el pasado, fuésemos juntos a las mismas manifestaciones, sudásemos en los mismos conciertos o nos intercambiásemos los hielos de boca en boca en las mismas okupas.

Como dijo cierto general en una ocasión “Estamos en guerra, por Dios, tendremos que ofender a alguien”.








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