martes, 3 de septiembre de 2019

Ariadna

El olor a mar le hizo espabilarse un poco.

Si bien no había logrado dormir en ningún momento podía decir que lo había intentado. Al principio se lo impedía el incesante parloteo de los tres acompañantes del asiento de atrás. Después, cuando se hizo el silencio, fue por la incomodidad del sitio que le correspondía, junto al chófer y por el frío del cristal en que se apoyaba.

Una mancha de luz en el horizonte, en la dirección en la que avanzaban, anunciaba la llegada del nuevo día. No tardarían en llegar.

     - Ay Dios, solo espero que estén allí cuando lleguemos. Dijo la mujer morena.
     - Estarán, mujer, confía un poco. - Contestó una voz masculina poco segura de sí misma.

     No pudo evitar mirar por el rabillo del ojo al conductor del vehículo. Este, impasible, tenía los ojos puestos en la carretera pero era evidente que sentía interés por la conversación. En ningún momento le había dado coba, ni el se la hubiese ofrecido. Ambos estaban más interesados en lo que sucedía tras ellos.


Sin duda el chófer tenía órdenes de escucharlo todo. Por su parte, Ramón, lo hacía de motu propio, por simple curiosidad.

En su opinión el empleado de la embajada perdía el tiempo. Ni José ni Raúl eran gente importante o que manejasen información sensible, pese a sus cargos y sus formas. Y si venían en la comitiva era cuestión exclusiva de Eduardo que, a saber porqué, quería sacarles del país y les había conseguido el pasaje en el barco y transporte hasta el puerto. Los misterios, si es que los había, eran las razones de que Germán no se hubiese  presentado a la cita y cómo se había enterado de la misma la tal Rosa que, providencialmente, pudo ocupar su puesto.

Fingió seguir dormido por ver si lograba escuchar algo que aclarase la situación, pero fue en vano. Era evidente que José y la mentada Rosa se conocían, pero eso no significaba nada. Cualquiera podría haberse ido de la lengua. No se le escapaba, tras tres años de indiscreciones, que esa había sido otra de las causas de la derrota militar.

La conversación versó sobre tonadilleras y gente de la farándula hasta que Raúl recuperó la consciencia. Entonces derivó al tema de siempre. La situación internacional y el futuro de la república. Seguía convencido de que si estallaba la guerra mundial los franceses y los ingleses no tendrían más remedio que invadir España y restituir el gobierno legítimo. Que los británicos facilitasen un barco y coches para evacuar a personalidades de izquierdas era, para Raúl, una prueba más de ello. Se leía entre líneas que no aprobaba el abrupto final que todo esto había tenido.

Raúl era, para Ramón, un imbécil de la peor categoría. Una de esas plumas de medio pelo que a base de escribir para animar a los combatientes había acabado por creerse sus propias mentiras. Y lo que está claro es que lo peor que puede pasarle a un revolucionario, o a un movimiento que aspire a serlo, es creerse su propia propaganda. Él lo había entendido a la perfección tras lo sucedido en Sevilla, Zaragoza y su Coruña natal. Raúl, aún ahora, camino del exilio y tragando la derrota, seguía pagado de sí mismo y sin entender nada.




Poco después la comitiva atravesaba la población pesquera camino del puerto. No se veía ni un alma por las calles.El ruido de los motores rasgaba el silencio de lo que parecía un pueblo fantasma. No reparó en ninguna casa derruida por lo que dedujo que quizá esta villa se había librado de la ira de la aviación fascista. Una extraña suerte teniendo en cuenta que contaba con un puerto importante. Entre las sombras reconoció la silueta del mercante que les esperaba en la rada.



Se alisó la cazadora de cuero marrón, algo arrugada tras horas de viaje en un coche con nombre de ametralladora y se metió las manos en los bolsillos, mientras casi divertido miraba la escena que se desarrollaba a su alrededor.

Imbuídos de un silencio tan sepulcral e incómodo como el que dominaba el pueblo se habían formado tres grupos de gente.  La mayoría,asombrados y recelosos, miraba ora al pueblo, ora los otros dos grupos, sin terminar de entender nada a la espera de que se desencadenase una tragedia. Por primera vez en su vida Ramón creyó pillar eso del humor negro británico.

 No sabía cuándo había sido, pero era evidente que en algún punto del camino su caravana se había unido a otras dos, o viceversa. Ahora que las sombras se  disipaban muchos reconocían en los  otros conciliábulos rostros y nombres con los que hasta ayer habían mantenido incendiarias disputas desde las tribunas de los periódicos o a tiros por las calles del Madrid sitiado. Unos para firmar una paz honrosa, los otros para no rendirse jamás. La luz de la aurora les pillaba con las maletas de cartón en la mano. Haciendo cola para subir a un barco con nombre de princesa que les libraría del paredón pero no de la vergüenza.


Oyó, mientras observaba las idas y venidas de las lanchas de embarque, una voz muy familiar que le decía - ¿es ese todo tu equipaje?

Se giró y a su derecha y vió a su amigo de la infancia. El mismo con el que había emigrado a Madrid para trabajar de lo que fuera y junto al que había compartido las primeras inquietudes políticas. El hombre al que él había afiliado a un sindicato para ver cómo se convertía en uno de sus pilares.

    - No tengo de eso. Yo no me voy con vosotros.

Eduardo, antes de marchar, le miró a de arriba abajo. Se abrazaron fuerte, en silencio.



Rato después, apoyado en uno de los coches del improvisado cementerio de automóviles, Ramón observó al Ariadna adentrarse en el Mediterráneo, bañado por la luz del amanecer.  Sabía que sobre los que dejaba atrás, en cambio, se cerraba la más oscura de las noches.

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