lunes, 14 de octubre de 2019

Una noche más en la Guindalera



En este texto intento cambiar mi estilo habitual, por uno un poco más dinámico. No he quedado convencido, así que si habéis leído ya otras cosas mías os gradeceré comentarios. Ya sea aquí o, quienes me conoceis en persona, por otros medios.

El relato está basado en un par de sucesos que viví personalmente y que he condensado. He inventado alguna cosa, la perra memoria, depués de tantos años, ha inventado alguna más. El único nombre es ficticio y la historia de Davide, por desgracia, fue verdad. Aunque pueda estar algo distorsionada por los años. Si es así pido disculpas, nunca quise ofender.

Para este escrito recomiendo, sin dudarlo, hilo musical del disco "Humillación, tortura y muerte" de los Código Neurótico; El "Crítica Social", de los Inadaptats; o el "Rompe la norma" de los Tarzán que son grupos que se que vi allí  en directo. Y, por supuesto, cualquier cosa de los 37 Hostias....



La alarma había saltado un rato antes. Estábamos detrás de la barra principal, junto a la rampa de entrada, en un lugar que por la acústica del sótano y la distancia con el escenario hacía imposible disfrutar de la música o entender las letras. Eso último era algo que no me importaba demasiado en los conciertos de grindcore y mierdas de esas, pero hoy tocaban grupos que no escondían sus limitaciones detrás de estilos incompatibles con la vida y era una pena perdérselos.

El caso es que estábamos sirviendo minis de calimotxo y cerveza cuando una compañera del turno de puerta vino a avisarnos bastante nerviosa.

Dos personas del kolectivo se quedaron atendiendo la venta de bebidas y el resto, armados con los palos que había escondidos detrás del enorme cubo negro de basura fuimos a ayudar a los de la puerta. La misma compañera que nos había avisado,  que llevaba más tiempo en la coordinadora y conocía a más gente, se metió en la marabunta humana para localizar a grupos de compañeras que no estuviesen de turno para que nos ayudasen.

Mientras tanto nosotros llegamos al punto de control que teníamos en la puerta. La imagen daba un poco de miedo y yo reconozco que me cagué bastante. Detrás de la precaria puerta improvisada, poco más que una barricada móvil, con dos huecos a los lados para permitir la entrada y la salida sin estorbarse, había un par de compañeros de enseñanzas media, lívidos, ante lo que se les había venido encima.

Al otro lado del parapeto, como a unos dos metros del mismo, una pequeña horda de unos treinta pies negros, la mayoría tíos, colapsaban la cuesta de cemento que separaba la salida a la calle del edificio okupado, del espacio, supuestamente un parking, que usábamos como sala de conciertos.

A muchos no nos gustaba demasiado la dinámica de ocio barato en la que estábamos cayendo últimamente que hacía que espacios como este pareciesen discotecas alternativas, más baratas, y sin criterios estéticos de acceso, aunque no por ello menos alienantes, pero la realidad mandaba. Y esta realidad era una falta de recursos económicos tremenda en un movimiento juvenil al que la imaginación que nos sobraba para diseñar camisetas y pegatinas no nos llegaba para inventar una financiación que no pasase por llamar a tres grupos de música para montar un concierto con el que pagar los carteles y los abogados. Uno de los cuales, por misterios de esos que en el futuro podría estudiar Iker Jiménez, solían ser los madrileños 37 hostias.

Entre la barrera de cartón piedra, que servía para poco más que apoyar la caja de la recaudación y la bebida de los que hacían turno, y la veintena de kostras que querían entrar sin pagar por la puta cara había un espacio casi vacío. En el se había plantado, sola, desarmada, una compañera de Enseñanzas Medias.  Inspiraba un tremendo respeto, con tono alto y firme pero sin gritar, explicando a esa panda de orcos con aspecto humano porque no iban a entrar sin pagar.

Dos años atrás, en noviembre, un acto en la Universidad Complutense sobre la guerra civil, de los que se preparaban para ir calentando el ambiente de cara a la mani del 20-N, algo así como la fiesta grande del antifascismo madrileño, había sido asaltada por un grupo de fascistas. La panda de matones pijos matriculados en derecho entraróen la sala al grito de Matías Montero presente y la cosa acabó a palo limpio. En seis meses saldría el juicio y si bien era cierto que nuestros abogados se enrollaban bastante con los precios también les gustaba comer de vez en cuando. Y había costas de las que no nos podíamos librar. Multas y fianzas.

El hechizo que mantenía a raya a los incursores se rompió cuando nos vieron llegar a media docena de nosotros armados con mástiles de hacha y algún bate de béisbol. La compi, a la que tan solo había visto una vez, se vino de un salto con nosotros  y tratamos de formar en una delgada línea a la espera de que nos llegasen refuerzos.

Cualquiera que nos viese desde fuera o por un agujero no entendería nada. Ambos bandos vestíamos igual, o casi. Pañuelos palestinos, botas militares, cadenas, crestas y pelos teñidos frente a frente. Para un profano era como pillar la peli a la mitad. La única concesión a la diferencia era la de Jimmy, un SHARP del colectivo de la sierra al que el marrón le había pillado cuando volvía de acompañar a su compañera al metro y se había escurrido en el barullo para ponerse en nuestro lado. Su bomber negra, sus botas relucientes y la plateada hebilla del cinturón con forma de pitbull contrastaban con el estudiado desaliño de los punkis de uno y otro lado.

El dramatismo alcanzó su grado máximo unos instantes después. Despabilados de su inacción y al ver que se iban reforzando los efectivos defensivos la chusma esa que parecía salida de El guerrero de la carretera empezó a empujarnos poco a poco y cuerpo a cuerpo. Midiéndonos. Sin hacer, aún, mucho aspavientos. Como corzos en celo. Empezaron los empujones y la barricada voló por los aires como lo que realmente era. Una humilde mesa de camping tapada con carteles de convocatorias futuras. Aquí y en las calles.

Fue entonces cuando me vino súbitamente a la memoria la historia de Davide. Miembro del Kasal de Valencia, un enorme caserón con un hermoso patio, sito frente a una casa de socorro de la Cruz Roja, en la calle Flora de Valencia. Durante un concierto, que clausuraba unas jornadas realizadas en la ciudad, y estando él haciendo el turno de puerta se acercaron varios punkis pies negros centro europeos bastante drogados. Ni tiempo le dieron a tratar de explicarles las normas del lugar, uno de ellos le apuñaló en el pecho. Los rumores dicen que llegó cadáver a las instalaciones sanitarias.

Eso fue lo que recordé cuando uno de nuestros visitantes sacó de repente una navaja automática del bolsillo de su chupa vaquera adornada con estrellas de mercedes.

Era la continuación de la escena anterior. Casi como una de esas actuaciones de Pimpinela en las que se iban sustituyendo para ocupar el centro del escenario, por turnos. Ahora la pista central era propiedad casi exclusiva de ese hijo bastardo nacido de Alex y Houmongous.

 Llevaba el pelo corto y rubio, desteñido. El cabrón, que se había maquillado la cara de blanco y el ojo de negro, para darle contraste como los personajes de cierta película de Kubrick, se había quedado solo amenazando con el bardeo a los que tenía delante y entre los que por suerte no estaba yo, un poco más alejado.

De nuevo, como en un embrujo, todos nos paralizamos a la espera de los acontecimientos. El más cercano a el era, según quien cuente lo sucedido, un colega de Tetuan o uno de Vallekas, que armado con un enorme garrote que no tengo ni idea de donde ha sacado, mantenía a raya al campeón de los mierdas estos, sujetando su arma frente a si. En un angulo de unos cuarenta y cinco grados.

El empate técnico se mantuvo por unos segundos hasta que por el lado de nuestro improvisado luchador de Kendo, desarmado, apareció un tipo al que yo no conocía.

No muy alto, con el pelo cortado normal, calzado deportivo del montón y con un palestino asomando por el cuello de su chupa de cuero como única concesión a las referencias estéticas de nuestro particular y elegido gueto, apartó suavemente a los nuestros como si la cosa no fuese con el y se plantó delante del paladín del Caos.

Cuando esté amenazó con apuñalarle el compañero, impasible, se limitó a sonreír y decirle algo mientras le hacía con la mano ese gesto de Bruce Lee invitando a acercarse.  Por mi posición no pude oírle pero después de un par de segundos más, y viendo que su ariete flaqueaba, los ánimos se fueron calmando entre los asaltantes y acabamos negociando que en lugar de las quinientas pelas de la entrada pagarían lo que pudieran y que se les devolvería la chatarra cuando se fuesen.

Cada uno pagó lo que quiso sacar del bolsillo y al resto nos  tocó improvisar turnos extra de seguridad para evitar que nos la líasen dentro del concierto. Dabuti vamos. Y todo para cruzarme con ellos cuando iba hacia el búho. Los hijos de puta estaban en un cajero. El del ojo pintado sacando pasta y otros tres metiéndose lonchas.

- ¿Y te perdiste  todo el concierto?

- Entre los turnos extras de seguridad y los que ya tenía de barra y puerta, pues si. Todo. Joder, con las ganas que tenía de escuchar a esos grupos.

- Bah, seguro que los 37 hostias tocaron la semana que siguiente, jajajajaja

- Pues ya no lo recuerdo, la verdad.

- Está bien, con ésta anecdota terminamos la entrevista. ¿quieres que ponga tu nombre en los agradecimientos cuando salga el libro? Lo digo porque...

- Si, ya. Tranqui. Ponlo si quieres. A fin de cuentas yo no me he presentado de candidato a nada....

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