viernes, 15 de noviembre de 2019

De universidades y masacres

    Antes de comenzar quiero dar las gracias a Caro, Luis y Fernando por sus comentarios previos a la publicación del texto.





        Hace treinta años, mientras el  mundo entero  observaba atónito la caída del muro de Berlín, la desaparición del bloque soviético y el aparente triunfo del “bien” y del capitalismo, en un pequeño rincón de Centroamérica conocido como El Salvador, tenía lugar otro episodio, una secuela marginal, de lo que había sido esa lucha no ya solo entre bloques imperialistas sino entre dos conceptos distintos de vida.

        El 11 de noviembre la guerrilla del FMLN había lanzado una ofensiva que pasó a la historia con el nombre de “Hasta el tope”.

A día de hoy, con los giros que han dado sus protagonistas, es difícil saber cual era el objetivo real de la mentada ofensiva. Algunos, en ambos bandos, afirman que el objetivo final y real de la misma era el de tumbar el gobierno del país encabezado por Alfredo Cristiani del partido anticomunista, y vinculado a los escuadrones de la muerte, ARENA. Otros protagonistas aseguran en cambio que la ofensiva solo pretendía forzar al gobierno a que se sentase de manera seria y definitiva en unas negociaciones de paz que pusiesen fin a una década de conflicto armado y a veinte años de abierto y tremendamente violento conflicto social.

Los primeros días de la ofensiva fueron un éxito  total que puso contra las cuerdas al gobierno y su ejército hasta el punto de que el estado mayor de la fuerza armada salvadoreña se vio dividido entre los que querían claudicar y negociar y los partidarios de la guerra total.

Estos últimos tomaron la decisión de bombardear los barrios y cantones populares que habían sido ocupados por la guerrilla pese al temor de sus rivales castrenses de que esto pudiese provocar que el pueblo, enardecido, se uniese en masa a los insurgentes. La respuesta de la guerrilla ante este acto de terrorismo de estado fue la de replegarse de esas posiciones hacia los barrios de clase media y clase alta de la capital salvadoreña. Tanto para golpear al enemigo simbólicamente en sus propio terreno como para evitar un sufrimiento innecesario a los más humildes. A  sus hermanos y hermanas.

Fue en estos momentos de confusión y máxima confrontación cuando tuvo lugar uno de los hechos más sonados de todo el conflicto.

El día dieciséis, el quinto de combates, en el municipio de Antiguo Cuscatlan, del área metropolitana de el gran San Salvador, soldados pertenecientes al batallón Atlácatl, la mejor unidad de élite del ejercito gubernamental, entraban en la Universidad Centro Americana, una institución creada por la Compañía de Jesús, y asesinaban a ocho personas.

La masacre, cuantitativamente indigna de ese nombre si tenemos en cuenta las matazones que habían realizado este batallón y otras unidades del ejercito a lo largo de la contienda, se llevó por delante la vida de seis sacerdotes jesuitas y dos trabajadoras domésticas que debido a la situación consideraron que sería más seguro para ellas dormir en las instalaciones académicas.

El impacto de la misma no derivó de la condición de religiosos de la mayoría de las víctimas. A fin de cuentas sacerdotes, seglares y religiosas tanto oriundos de El Salvador como extranjeros llevaban años siendo asesinados por las fuerzas militares y paramilitares del país con absoluta impunidad.

Lo que hizo que un asesinato de ocho personas, casi un simulacro para escolares en un país donde las matanzas de civiles enmarcadas en la política de tierra quemada se contaban en centenas, fuese tan importante e influyente a nivel nacional e internacional vino dado por dos factores. El primero, la cuestión de fondo, de quienes eran algunos de los asesinados. El segundo, de carácter estético y mediático, de como afrontaron el gobierno y el ejercito la situación que ellos mismo habían provocado.

A parte de Elba y Celina Ramos, una mujer trabajadora y su hija adolescente al servicio de la UCA, que  pagaron con su vida el estar en el lugar y en el momento equivocado, los demás finados fueron los padres jesuitas Joaquín López y López, Amando López, Juan Ramón Moreno, Segundo Montes, Ignacio Martín-Baró e Ignacio Ellacuría.

La universidad de la UCA era un referente internacional por su denuncia constante de las violaciones de los derechos humanos y su capacidad para generar pensamiento crítico. Algo que en un régimen con ínfulas totalitarias les convertía en objetivo de primer orden

De hecho las facciones más salvajes dentro del bando gubernamental, en sus medios, no se cansaban de denunciar el centro universitario, sus publicaciones y sus miembros, como agentes comunistas internacionales que envenenaban al país disfrazados con sotanas y desde los perversos postulados de la teología de la liberación. Poco les importaba que la postura de estos sacerdotes fuese la de favorecer una negociación y que en sus artículos e intervenciones también criticasen los desmanes de la guerrilla y alertasen de los riesgos que entrañaba el enquistamiento de la guerra para los derechos del pueblo no combatiente y el futuro del país.

Pero si bien la universidad en su conjunto estaba bajo el punto de mira de los asesinos tres eran las voces que provocaban la bilis más enconada. Segundo Montes, entre otras cosas director del Instituto de Derechos Humanos de la UCA; Ignacio Martín-Baró uno de los cerebros que revolucionó la psicología social y política del momento y, sobre todo, Ignacio Ellacuría. Rector de la universidad, filósofo, uno de los máximos exponentes de la teología de la liberación y gran comunicador con un prestigio a escala mundial y nacional que hacía que su palabra tuviese un peso especial entre afines, enemigos y rivales.

Este último regresó a El Salvador el día trece de noviembre, dos días después del inicio de la ofensiva insurreccional, con la idea quizá un poco ingenua de poder ayudar en unas hipotéticas negociaciones de paz.

La madrugada del dieciséis de noviembre hombres uniformados y armados hasta los dientes allanaron el centro docente y la residencia de los profesores. Les hicieron salir al jardín y, a sangre fría, les ejecutaron.

La primera versión oficial, la más zafia, la que dejó a la altura del betún la ya mermada credibilidad del gobierno y de sus fuerzas armadas, fue que el crimen lo habían cometido los guerrilleros.

Esta simple insinuación era un insulto a la inteligencia. Una burla macabra. Nadie fuera del país y solo los incondicionales dentro de el podían dar crédito a una afirmación descabellada por demás. Existían, sin duda, diferencias de criterio y de estrategia, debates abiertos incluso, entre la forma de alcanzar la paz por la que abogaba el Frente y por la que abogaban la sociedad civil y los jesuitas asesinados, pero no como para convertir a estos en objetivos militares.

En cambio los escuadrones de la muerte, facciones del partido en el gobierno y algunos de sus medios de comunicación, como ya hemos dicho, no se mordían la lengua al acusarles de ser los “ideólogos de los marxistas”. Ya con la ofensiva en curso las amenazas de muerte a los clérigos docentes fueron difundidas por varias radios cercanas a los postulados oficiales. Por si fuese poco se habían registrado las instalaciones educativas dos días antes con la excusa de buscar depósitos de armas ocultos. Armas guerrilleras, claro.

Ante la cascada de protestas internacionales y el  nuevo tanto que, por pura torpeza oficial, se habían podido apuntar los guerrilleros en el frente diplomático, el gabinete de  Cristiani comenzó a remoldear la versión oficial. Ante Inocencio Arias, enviado diplomático de España (país de origen de cinco de los sacerdotes asesinados), el presidente de la república afirmó el temor de que la acción hubiese sido perpetrada por elementos incontrolados dentro del propio ejercito.

Pero la realidad es tozuda. Las características de la operación, perfectamente organizada, diseñada con un operativo de primer orden y tropas de élite que en ese momento hubiesen sido más útiles en otros frentes de batalla, rodeando el lugar en diferentes cordones que impedían tanto posibles incursiones hacia el interior como ojos indiscretos, echaban por tierra ambas explicaciones.

Los jesuitas. Esos jesuitas. Probablemente uno o dos en concreto, eran un objetivo estratégico principal para un ejercito y un gobierno que decidieron de manera consciente eliminar a aquellos que le habían derrotado al no haberse dejado vencer por el miedo. Al no aceptar el silencio. Al denunciar siempre lo que los oligarcas no querían que se supiera y buscar nuevos caminos para un mundo diferente al que construían los jinetes del apocalípsis. Eran el estado salvadoreño y su oligarquía los que estaban, hacía tiempo, totalmente descontrolados.

Algo más de dos años después de aquellos hechos se firmaron en el castillo de Chapultepec, México, los acuerdos que ponían fin a la guerra civil de El Salvador.


A día de hoy los “Mártires de la UCA” siguen siendo un modelo de ética y una inspiración para muchas personas que tanto dentro como fuera de las fronteras de El Salvador, y conociendo sus figuras, luchan por un mundo más justo.

El crimen, en lo judicial, sigue impune.




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