lunes, 11 de noviembre de 2019

Lunes frente al espejo

Este es otro de esos escritos con fecha de caducidad. Habrá miles estos días y, muy probablemente, ninguno pasará a la historia. No es, en caso alguno, un análisis electoral. Es más bien una visión particular y optimista de como están las cosas éste once de noviembre del 2019 en España.

Ayer con una abstención del treinta por ciento, que tampoco es para tanto, la derecha sin complejos se ganó un muy meritorio tercer puesto en cuanto a representación parlamentaria se refiere en el congreso de los diputados.

Ya era hora, la verdad. Este comentario que acabo de hacer no significa ni mucho menos que me alegre ni que les felicite, no os engañéis.

Lo que me pasa, después de veintisiete años de militancia libertaria y anti fascista con un pie y medio en el mundo mayoritario y el otro medio en nuestro mundillo, es que me parece que ya era hora de que la derecha post franquista y totalitaria que nunca se fue y que solo andaba disimulando, siendo políticamente correcta, se quite el disfraz.

La sociedad española fue hasta abril un engendro hipócrita que se engañaba a sí misma y solo a sí misma. Como esos enfermos crónicos que, creyéndose astutos, se ponen las pilas un mes antes de los análisis clínicos para que queden tolerables y viven el resto del año como si estuviesen sanos mientras el organismo se deteriora y sufre de manera acelerada.

Las elecciones eran nuestros exámenes médicos y los discursos moderados de los partidos nuestras trampillas a la ciencia y la realidad. Mientras en el tablero electoral los tribunos, durante décadas y con algunas excepciones, se han esmerado por ser presentables en sociedad teniendo como baremo el criterio de los abuelos de nuestra pareja en la primera cena de Nochebuena juntas,  la sociedad y las instituciones de importancia, públicas o no, se iban pudriendo.

En abril el cuerpo nos dio el susto pero imbuidos de dinámicas demasiado arraigadas y, también, del poco tiempo disponible la analítica de ayer nos dio el segundo arrechucho.  Y claro, tenemos miedo.

Lo que pasa es que ese monstruo. Ese fascismo hispano, aparentemente repentino y demoledor, siempre había estado ahí. Nunca se fue.

No se fue porque después de cuarenta años de dictadura y represión, en los pactos de la transición, no fue purgado. Ni siquiera parcialmente. La izquierda, apostando a chica, acepto resinificar la expresión “café para todos” y se conformó con que les diesen su cuota con la esperanza de, desde ahí, poder cambiar las cosas.

Y no se limpió nada. Los militares franquistas siguieron formando militares. Los policías franquistas siguieron formando policías. Los jueces del Tribunal de Orden Público se cambiaron el nombre y siguieron formando jueces. Los catedráticos siguieron en sus aulas magnas y hasta los taxistas, los de las dos mil licencias de Arias Navarro incluidos, siguieron en sus puestos. Sin pedir disculpas, sin sentir vergüenza, sin un tirón de orejas, de tal modo que siguieron haciendo lo de siempre, cobrando su sueldo de siempre, y perpetuando su forma de ser.

En frente, nosotros, con un aparente viento a favor nos dividimos en dos, como en aquella película de Cristal Oscuro, entre los que nos convertimos en adalides de la ética de la estética y los que, mayoritarios, nos dejamos llevar por los cantos de sirena y la escenografía de cartón piedra que nos habían dejado colocar en el escenario.

Una historia de hadas, que nos repetíamos como mantra, en la que se decía que nuestra transición fue ideal y que no se podía hacer más. En la que el buenismo progre se creyó su propia propaganda mientras como sociedad nos acercábamos cada vez más al barranco.

Durante cuarenta años hemos destruido, de manera sistemática todas nuestras posibles herramientas de resistencia, lucha y generación de conciencia. Tanto las que lucharon contra la dictadura como las que han surgido después convirtiéndolas en chiringuitos y trampolines o las hemos bloqueado usándolas como islas de resistencia cerradas e impermeables al exterior.

Hoy ya hemos votado y lo que hay está a la vista. Los resultados son los segundos peores de los que se podían dar y una nube depresiva asfixia a casi toda la gente que se considera de izquierdas. Y en cambio la situación es mejor, mucho mejor, de lo que parece.

Las urnas nos han dado el diagnostico real. Puro, duro e ineludible de como están las cosas. Hay tres millones largos de fascistas, Otros casi siete millones de personas dispuestos a aceptarles con sus “defectillos”. Y muchos de los votos al PSOE y de la derecha nacionalista, en el fondo, no están tan lejos de ellos como los medios y las banderas de plástico pueden insinuar.

El medio ambiente agoniza, el machismo contra ataca y el racismo arrecia. El fascismo es así. Sin careta, sin sonrisas, sin cuartel.

Además no tenemos sindicatos, ni asociaciones vecinales fuertes ni estructuras de base coordinadas y con músculo. Lo se. Y hay miedo, mucho miedo. Yo también lo siento.

Desde hoy toca construir la resistencia o irse a casa. Una resistencia revolucionaria y pausada. Discreta y constante. Una resistencia que nos exigirá muchos esfuerzos no solo ante la más que esperable brutalidad represiva en el medio plazo.

Los adictos a lo establecido, a las comodidades y prebendas. A los salarios del estado por vía indirecta, a no ser nunca criticados ni sustituidos, y los que les obedecían rechinando dientes sin alzar nunca la voz en público tendrán que cambiar su actitud. Dar un giro de ciento ochenta grados y caminar hacia el pueblo y formar parte de el. Pero no solo.

Los insulares. Las fortalezas aisladas ( los baluartes dan seguridad, y tienen su utilidad, pero ninguna posición sitiada puede resistir indefinidamente sin apoyo exterior). Las comunidades específicas que han hecho de su seña de identidad su modus vivendi y a los que nos escuece hasta la más leve arruga en nuestro vestido también tendremos que salir de nuestra capsula caliente y estable para encontranos con los anteriores y con el pueblo. Con las clase trabajadora que puede, solo ella, organizada y consciente, derrotar el fascismo y construir un mundo nuevo.

Y no va a ser fácil. No solo por los medios de comunicación y sus voceros. O por su educación predadora y consumista. No.

Nuestro principal enemigo seremos nosotras mismas. Tendremos que escuchar para ser escuchados. Tendremos que aprender a ser más empáticos, menos estrictas, más comprensivos. Primero intra muros. Entre facciones y, una vez ensayado, en el yermo social.

Crear un movimiento en el que puedan sentirse cómodos todos aquellos que no son ni profesionales de la lucha ni seres de luz tocados por la perfección divina. Aceptar que no destruiremos seis mil años, o los que sean, de patriarcado, estado y explotación en dos generaciones.

No se trata de si moriremos machistas, racistas y estratificados. Eso es inevitable. Se trata de si lo haremos con la mayoría del pueblo, caminando entre ellos en la misma dirección y aguantando sus miasmas o si, por el contrario, le gritaremos consignas desde cinco casillas más adelante,con la verdad en el bolsillo, mientras nos encierran en un campo de concentración.

La elección es nuestra, las consecuencias también.

La pelota está en nuestro tejado.

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