miércoles, 22 de enero de 2020

Una champa en San Miguel (Capitulo 1)

Cualquiera diría que el zancudo me observa. Posado en la lona, ajada y sucia, con la que hemos tratado de evitar que el agua entre en la champa. Desdeñoso, con cierto aire de superioridad, y con la tranquilidad de quien sabe que no vivirá, con suerte, más de dos meses y de que no amará nunca. La seguridad de saberse en una vida cuyo único propósito es perpetuar su especie. Sin contemplar nunca las obras de El Bosco. Sin quedarse embobado, canuto en mano, escuchando una y otra vez Hijos del agobio. Sin llorar jamás con la ternura de Benedetti o reír con el estilo surrealista de la obra de Roque. Sin saborear una pupusa de las que tira doña Laura con su chicharrón y su delicioso curtido o una tortilla sin cuajar de las que prepara Carmen en su tasca gallega de la calle Espiritu Santo, hoy asediada por los yonkis.

Una vida dedicada, si nada lo trunca en esos escasos dos meses, si no es devorado por un sapo, aplastado por una vengativa mano humana o atrapado por la tela de una araña, a la tarea de reproducirse. Nada más y nada menos. Con la terquedad de un komsomol cuya única función en este mundo fuese la de conducir un camión, día y noche, sin descanso, por el Camino de la Vida, bajo la artillería y los Stukas, para que Leningrado no caiga en manos de los invasores nazis.

Aparto mi mirada del mosquito adormilado en esa precaria pared de tela por la que se forman pequeños ríos verticales de agua. Desde la esquina del gran chamizo en el que me encuentro miro a mi alrededor. Está acabando la madrugada y empiezan a asomar las primeras luces del alba más allá de los cerros que esconden el campamento.

Las sillas de madera están casi todas vacías y, tras la mesa del fondo, se puede ver todavía en la pizarra la lección del día anterior finalizada con unas torpes letras de aprendiz adulto, en mayúsculas, que repiten como siempre las manidas consignas. ¡Vivimos para luchar, luchamos para vencer! Esta frase si, sin faltas de ortografía.

Entre la mesa y el encerado, a los lados de esta, la escasa luz que comienza a entrar por las rendijas de las improvisadas paredes con hojas y telas permite intuir a las dos figuras que han montado guardia durante toda la noche.

Frente a mi, a la derecha de la mesa, está Obdulio. Lleva su inconfundible gorra de John Deere, una camisa verde oliva y unos pantalones militares del mismo color. Cruzado, frente a su abdomen, el M-16 negro mate apenas lanza algún destello reverberante por la mañana que se anuncia. Su rostro oscuro, de campesino migueleño, me impide atisbar sentimiento alguno. A su izquierda, Gladys. La cabeza descubierta y su pelo colocho recortado como un hombre, para que no moleste. Viste una camisa más clara y pantalones oscuros cubriendo las botas. Un pañuelo rojo protege su cuello. Sujeto por la mano derecha el cañón del FAL y junto a su pie la culata.

El calor y la humedad de la noche, pese a estar en invierno, hace que las ropas de ambos estén empapadas y puedo imaginar desde aquí las perlas de sudor en sus sienes y en la partes descubiertas de sus cuerpos. Pero no puedo dejar de pensar que ese sudor y el agua de la lluvia que cae fuera se quedarían en nada si dejaran gritar a sus ojos.

El sonido de la lluvia golpeando las tejas de barro, interrumpido de forma cada vez más esporádica por las ráfagas y los disparos de fusil en la distancia, hace más sofocante este ambiente de postal tétrica, onírica, de alucinación perversa.. Un espacio del que hasta los insectos, salvo este solitario zancudo, han huido parando de un solo el reloj con su gesto de abandono.

Armado con dos candelabros de bronce, solo Dios sabe sacados de donde, en pleno monte y en plena guerra, en este país de realismo mágico donde todo es posible, aparece silenciosamente la figura del padre Ian. Trae de la mano algo más que dos cirios. Con el regresa el tiempo.

      • Ya autorizó el compa Agustín que prendiéramos las candelas. Hay que preparar el velorio.
Es entonces, al entrar el cura, cuando reparo en que muy cerca de mi, en la esquina opuesta de este lienzo de pared, se encuentra erguida y silenciosa la figura de Jonás.

Su rostro, oculto por la falta de luz, es innecesario para reconocer a una de las personas más emblemáticas de la base. Con los brazos cruzados frente a el contemplo el inconfundible muñón al final de su ante brazo derecho. Viste unos pantalones vaqueros oscuros y del cinturón que los sujeta, a su izquierda, cuelga la cartuchera de su Colt 1911. En los correajes se distinguen dos objetos casi esféricos algo más grandes que un aguacate. Supongo que vestirá su clásica camiseta militar de algodón verde.
No me extraña no haberle oído entrar. Hasta que a un recluta al que instruía se le disparó torpemente un Garand que estaba limpiando, llevándose por delante la mano derecha de su tutor , Jonás era miembro de una de las unidades de élite de las FPL. Se negó a ser evacuado a Honduras, Nicaragua o Cuba y la comandante aceptó ubicarle como jefe de la seguridad del campamento.

Es, para mi, la figura más enigmática del lugar. A día de hoy, tras varios meses aquí, es el único habitual con el que no he logrado cruzar más de dos frases pero a veces le veo observándome silencioso en la distancia. Dudo si me odia, me desprecia, desconfía o, sencillamente, no le importo lo más mínimo. Me da miedo y cuando creo que sus ojos se giran levemente hacia mi un escalofrío recorre mi espalda y aparto los ojos esquivando su mirada.
Observo como el sacerdote, una vez colocados los candeleros, y sin reparar en mi presencia se queda parado, mirando la figura yaciente a la que tras un instante de observación besa en la frente de manera tierna. Se arrodilla y comienza a rezar. Imposible ahora recordarle orando, con ese acento gringo tan suyo, entre los niños, las campesinas y los combatientes que acuden al culto y las clases de alfabetización.

No puedo dejar de pensar en qué sentimientos atravesarán a este hombre, que cada día utiliza esta esta mesa como profesor, y cada domingo como altar, viendo ahora convertido este tablero en camilla mortuoria.
El movimiento y la luz atraen mi atención, por fin, al lugar que no he querido mirar desde que cayó el sol. Su letanía sin respuesta, emitida en apenas inaudibles susurros, hace que me invada una inmensa paz. O quizá es el cansancio, después de toda una noche de vigilia, sentado solo en esta silla de madera y mordiéndome los labios para contener el llanto, quien ha vencido mis últimas resistencias y he terminado por aceptar lo inevitable.

Llevo mi vista más allá del doliente clérigo para observar la razón por la que estamos todos aquí. El motivo por el que en muy poco tiempo esta champa campesina en un rincón olvidado del mundo, a mitad de camino entre San Andrés y San Luis de la reina, en un cantón sin nombre cerca del río Torola, se va a convertir en un hervidero de mujeres y hombres en silenciosa y respetuosa peregrinación.

Siento la necesidad de acercarme más. Después de tanto tiempo en una postura fija, noto un dolor al levantarme y mover mi cuerpo, como de piezas rozándose al tratar de encajar de nuevo. Avanzo despacio, fantasmal, en este cuadro mortecino y móvil del que formo parte. Mientras recorto la distancia con el centro de lo que podría ser una estupenda fotografía, las fosas nasales se me inundan del olor a cera de los cirios y los oídos comienzan a captar mejor los dolientes murmullos del padre.

Ahora si, de pié, frente a ella y casi a la altura donde podríamos situar la mitad de su cuerpo, puedo apreciar toda la imagen que se me negaba desde mi anterior perspectiva.

Sobre la incomoda madera, como dormida, con los músculos relajados, las piernas ligeramente flexionadas, los pies abiertos, los brazos protegiendo los costados y la cara mirando al techo, aún en penumbra, serena, como quién estuviera sumida en un pensamiento profundo o escrutando un mundo lejano, se haya la solitaria e inerme figura.

Debido a lo menguante de la oscuridad se aprecian ya, en sus botas negras y en los bajos del pantalón verde oscuro, las pellas de barro marrón. Las últimas salpicaduras de agua sucia y tierra, adquiridas doce horas atrás saltando entre los charcos y las tumbas del cementerio de San Gerardo. Estas manchas se entremezclan, un poco más arriba, con otras, más oscuras y sin relieve.

Antes de llegar a la hebilla de su cinturón militar, aún abrochado, en el que están sujetas la cantimplora y la bolsa de los mapas, ahora vacía, hay un desgarro. Un corte intencionado, a la altura del muslo izquierdo. Me doy cuenta de la dimensión de la catástrofe al ver que la mancha y la textura acartonada, omnipresentes en la rasgada pernera izquierda, invaden parcialmente la pernera derecha.

Pienso que incluso en la muerte la suerte juega con nosotros repartiendo su particular misericordia de una forma aparentemente aleatoria e incomprensible. Tanto para los que se van como para los que nos quedamos. No es lo mismo morir de un balazo limpio en la arteria femoral o en el pecho que sufrir el mismo balazo en el estomago; o que te atraviese un trozo de metralla las tripas y estar horas o incluso días ,agonizando, sin posibilidad de auxilio, en el último recodo de este infierno esperando a que nos hagan hueco en el siguiente. Tampoco es lo mismo para los que permanecemos aquí, qué duda cabe, tener que recoger los pedazos desmembrados del hermano que pisó una mina o comparecer ante una cara desfigurada como un melón reventado contra el suelo que el contemplar, como ahora, una vida sesgada con elegancia. De un disparo limpio.

La muerte es la misma. El recuerdo no. Y a fin de cuentas en la memoria, ese tiempo de descuento que nos queda de vida en los demás una vez que ha dejado de latirnos el corazón, todos queremos estar presentables para la historia por muy poco que nos dure.

Continúo mi reflexión acompañando mi mirada hacia arriba donde la camisa verde oliva, bajo la casaca entre abierta, permite intuir sus firmes pechos, ahora sin vida. Un busto tras el que latía uno de los corazones, me atrevo a aventurar, más arrechos de toda esta justa pero maldita guerra. Sobre ellos y sujeta por un cordel destaca humilde la cruz de madera en forma de te que siempre llevaba consigo.

Al llegar a su cuello noto de nuevo el vacío de su ausencia en mi estomago y una presión asfixiante en mi pecho. La certeza de que sus ojos negros ya nunca más me escrutaran interrogantes, inteligentes, y llenos de vida mientras evalúan que clase de hombre se esconde realmente tras el disfraz y las palabras.
De manera automática, como si mi inconsciente no quisiese que su último recuerdo propio fuese el de ese rostro en manos de la Parca , como si el visor de mi Nikon pudiese romper el embrujo de su muerte y traerla a la vida de nuevo cual beso de un príncipe de cuento, como si de verdad quisiese ejercer de periodista en este instante y mantener mi obsoleta coartada, sitúo ante mi la cámara, manipulo el obturador y enfoco.

Las lagrimas surcan silenciosas mi rostro mientras le hago la que será mi última instantánea a la primera mujer que ha dirigido un frente de guerra con las FPL. A la muchacha que a base de valor y astucia expulsó junto a sus tropas, supuestamente de segunda linea, a la tercera brigada de San Miguel. A la persona que hacía latir de amor y valentía los corazones nobles de todo este territorio, incluido el mío.

Hoy ha muerto la comandante Ruth.

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