Cualquiera diría que el zancudo me
observa. Posado en la lona, ajada y sucia, con la que hemos tratado
de evitar que el agua entre en la champa. Desdeñoso, con cierto aire
de superioridad, y con la tranquilidad de quien sabe que no vivirá,
con suerte, más de dos meses y de que no amará nunca. La seguridad
de saberse en una vida cuyo único propósito es perpetuar su
especie. Sin contemplar nunca las obras de El Bosco. Sin quedarse
embobado, canuto en mano, escuchando una y otra vez Hijos del agobio.
Sin llorar jamás con la ternura de Benedetti o reír con el estilo
surrealista de la obra de Roque. Sin saborear una pupusa de las que
tira doña Laura con su chicharrón y su delicioso curtido o una
tortilla sin cuajar de las que prepara Carmen en su tasca gallega de
la calle Espiritu Santo, hoy asediada por los yonkis.
Una vida dedicada, si nada lo trunca
en esos escasos dos meses, si no es devorado por un sapo, aplastado
por una vengativa mano humana o atrapado por la tela de una araña, a
la tarea de reproducirse. Nada más y nada menos. Con la terquedad de
un komsomol cuya única función en este mundo fuese la de conducir
un camión, día y noche, sin descanso, por el Camino de la Vida,
bajo la artillería y los Stukas, para que Leningrado no caiga en
manos de los invasores nazis.
Aparto mi mirada del mosquito
adormilado en esa precaria pared de tela por la que se forman
pequeños ríos verticales de agua. Desde la esquina del gran chamizo
en el que me encuentro miro a mi alrededor. Está acabando la
madrugada y empiezan a asomar las primeras luces del alba más allá
de los cerros que esconden el campamento.
Las sillas de madera están casi
todas vacías y, tras la mesa del fondo, se puede ver todavía en la
pizarra la lección del día anterior finalizada con unas torpes
letras de aprendiz adulto, en mayúsculas, que repiten como siempre
las manidas consignas. ¡Vivimos para luchar, luchamos para vencer!
Esta frase si, sin faltas de ortografía.
Entre la mesa y el encerado, a los
lados de esta, la escasa luz que comienza a entrar por las rendijas
de las improvisadas paredes con hojas y telas permite intuir a las
dos figuras que han montado guardia durante toda la noche.
Frente a mi, a la derecha de la
mesa, está Obdulio. Lleva su inconfundible gorra de John Deere, una
camisa verde oliva y unos pantalones militares del mismo color.
Cruzado, frente a su abdomen, el M-16 negro mate apenas lanza algún
destello reverberante por la mañana que se anuncia. Su rostro
oscuro, de campesino migueleño, me impide atisbar sentimiento
alguno. A su izquierda, Gladys. La cabeza descubierta y su pelo
colocho recortado como un hombre, para que no moleste. Viste una
camisa más clara y pantalones oscuros cubriendo las botas. Un
pañuelo rojo protege su cuello. Sujeto por la mano derecha el cañón
del FAL y junto a su pie la culata.
El calor y la humedad de la noche,
pese a estar en invierno, hace que las ropas de ambos estén
empapadas y puedo imaginar desde aquí las perlas de sudor en sus
sienes y en la partes descubiertas de sus cuerpos. Pero no puedo
dejar de pensar que ese sudor y el agua de la lluvia que cae fuera
se quedarían en nada si dejaran gritar a sus ojos.
El sonido de la lluvia golpeando las
tejas de barro, interrumpido de forma cada vez más esporádica por
las ráfagas y los disparos de fusil en la distancia, hace más
sofocante este ambiente de postal tétrica, onírica, de alucinación
perversa.. Un espacio del que hasta los insectos, salvo este
solitario zancudo, han huido parando de un solo el reloj con su gesto
de abandono.
Armado con dos candelabros de bronce,
solo Dios sabe sacados de donde, en pleno monte y en plena guerra, en
este país de realismo mágico donde todo es posible, aparece
silenciosamente la figura del padre Ian. Trae de la mano algo más
que dos cirios. Con el regresa el tiempo.
- Ya autorizó el compa Agustín que prendiéramos las candelas. Hay que preparar el velorio.
Es entonces, al entrar el cura,
cuando reparo en que muy cerca de mi, en la esquina opuesta de este
lienzo de pared, se encuentra erguida y silenciosa la figura de
Jonás.
Su rostro, oculto por la falta de
luz, es innecesario para reconocer a una de las personas más
emblemáticas de la base. Con los brazos cruzados frente a el
contemplo el inconfundible muñón al final de su ante brazo derecho.
Viste unos pantalones vaqueros oscuros y del cinturón que los
sujeta, a su izquierda, cuelga la cartuchera de su Colt 1911. En los
correajes se distinguen dos objetos casi esféricos algo más grandes
que un aguacate. Supongo que vestirá su clásica camiseta militar de
algodón verde.
No me extraña no haberle oído
entrar. Hasta que a un recluta al que instruía se le disparó
torpemente un Garand que estaba limpiando, llevándose por delante la
mano derecha de su tutor , Jonás era miembro de una de las unidades
de élite de las FPL. Se negó a ser evacuado a Honduras, Nicaragua o
Cuba y la comandante aceptó ubicarle como jefe de la seguridad del
campamento.
Es, para mi, la figura más
enigmática del lugar. A día de hoy, tras varios meses aquí, es el
único habitual con el que no he logrado cruzar más de dos frases
pero a veces le veo observándome silencioso en la distancia. Dudo si
me odia, me desprecia, desconfía o, sencillamente, no le importo lo
más mínimo. Me da miedo y cuando creo que sus ojos se giran
levemente hacia mi un escalofrío recorre mi espalda y aparto los
ojos esquivando su mirada.
Observo como el sacerdote, una vez
colocados los candeleros, y sin reparar en mi presencia se queda
parado, mirando la figura yaciente a la que tras un instante de
observación besa en la frente de manera tierna. Se arrodilla y
comienza a rezar. Imposible ahora recordarle orando, con ese acento
gringo tan suyo, entre los niños, las campesinas y los combatientes
que acuden al culto y las clases de alfabetización.
No puedo dejar de pensar en qué
sentimientos atravesarán a este hombre, que cada día utiliza esta
esta mesa como profesor, y cada domingo como altar, viendo ahora
convertido este tablero en camilla mortuoria.
El movimiento y la luz atraen mi
atención, por fin, al lugar que no he querido mirar desde que cayó
el sol. Su letanía sin respuesta, emitida en apenas inaudibles
susurros, hace que me invada una inmensa paz. O quizá es el
cansancio, después de toda una noche de vigilia, sentado solo en
esta silla de madera y mordiéndome los labios para contener el
llanto, quien ha vencido mis últimas resistencias y he terminado
por aceptar lo inevitable.
Llevo mi vista más allá del
doliente clérigo para observar la razón por la que estamos todos
aquí. El motivo por el que en muy poco tiempo esta champa campesina
en un rincón olvidado del mundo, a mitad de camino entre San Andrés
y San Luis de la reina, en un cantón sin nombre cerca del río
Torola, se va a convertir en un hervidero de mujeres y hombres en
silenciosa y respetuosa peregrinación.
Siento la necesidad de acercarme más.
Después de tanto tiempo en una postura fija, noto un dolor al
levantarme y mover mi cuerpo, como de piezas rozándose al tratar de
encajar de nuevo. Avanzo despacio, fantasmal, en este cuadro
mortecino y móvil del que formo parte. Mientras recorto la distancia
con el centro de lo que podría ser una estupenda fotografía, las
fosas nasales se me inundan del olor a cera de los cirios y los oídos
comienzan a captar mejor los dolientes murmullos del padre.
Ahora si, de pié, frente a ella y
casi a la altura donde podríamos situar la mitad de su cuerpo, puedo
apreciar toda la imagen que se me negaba desde mi anterior
perspectiva.
Sobre la incomoda madera, como
dormida, con los músculos relajados, las piernas ligeramente
flexionadas, los pies abiertos, los brazos protegiendo los costados
y la cara mirando al techo, aún en penumbra, serena, como quién
estuviera sumida en un pensamiento profundo o escrutando un mundo
lejano, se haya la solitaria e inerme figura.
Debido a lo menguante de la oscuridad
se aprecian ya, en sus botas negras y en los bajos del pantalón
verde oscuro, las pellas de barro marrón. Las últimas salpicaduras
de agua sucia y tierra, adquiridas doce horas atrás saltando entre
los charcos y las tumbas del cementerio de San Gerardo. Estas manchas
se entremezclan, un poco más arriba, con otras, más oscuras y sin
relieve.
Antes de llegar a la hebilla de su
cinturón militar, aún abrochado, en el que están sujetas la
cantimplora y la bolsa de los mapas, ahora vacía, hay un desgarro.
Un corte intencionado, a la altura del muslo izquierdo. Me doy cuenta
de la dimensión de la catástrofe al ver que la mancha y la textura
acartonada, omnipresentes en la rasgada pernera izquierda, invaden
parcialmente la pernera derecha.
Pienso que incluso en la muerte la
suerte juega con nosotros repartiendo su particular misericordia de
una forma aparentemente aleatoria e incomprensible. Tanto para los
que se van como para los que nos quedamos. No es lo mismo morir de un
balazo limpio en la arteria femoral o en el pecho que sufrir el mismo
balazo en el estomago; o que te atraviese un trozo de metralla las
tripas y estar horas o incluso días ,agonizando, sin posibilidad de
auxilio, en el último recodo de este infierno esperando a que nos
hagan hueco en el siguiente. Tampoco es lo mismo para los que
permanecemos aquí, qué duda cabe, tener que recoger los pedazos
desmembrados del hermano que pisó una mina o comparecer ante una
cara desfigurada como un melón reventado contra el suelo que el
contemplar, como ahora, una vida sesgada con elegancia. De un disparo
limpio.
La muerte es la misma. El recuerdo
no. Y a fin de cuentas en la memoria, ese tiempo de descuento que nos
queda de vida en los demás una vez que ha dejado de latirnos el
corazón, todos queremos estar presentables para la historia por muy
poco que nos dure.
Continúo mi reflexión acompañando
mi mirada hacia arriba donde la camisa verde oliva, bajo la casaca
entre abierta, permite intuir sus firmes pechos, ahora sin vida. Un
busto tras el que latía uno de los corazones, me atrevo a aventurar,
más arrechos de toda esta justa pero maldita guerra. Sobre ellos y
sujeta por un cordel destaca humilde la cruz de madera en forma de te
que siempre llevaba consigo.
Al llegar a su cuello noto de nuevo
el vacío de su ausencia en mi estomago y una presión asfixiante en
mi pecho. La certeza de que sus ojos negros ya nunca más me
escrutaran interrogantes, inteligentes, y llenos de vida mientras
evalúan que clase de hombre se esconde realmente tras el disfraz y
las palabras.
De manera automática, como si mi
inconsciente no quisiese que su último recuerdo propio fuese el de
ese rostro en manos de la Parca , como si el visor de mi Nikon
pudiese romper el embrujo de su muerte y traerla a la vida de nuevo
cual beso de un príncipe de cuento, como si de verdad quisiese
ejercer de periodista en este instante y mantener mi obsoleta
coartada, sitúo ante mi la cámara, manipulo el obturador y enfoco.
Las lagrimas surcan silenciosas mi
rostro mientras le hago la que será mi última instantánea a la
primera mujer que ha dirigido un frente de guerra con las FPL. A la
muchacha que a base de valor y astucia expulsó junto a sus tropas,
supuestamente de segunda linea, a la tercera brigada de San Miguel. A
la persona que hacía latir de amor y valentía los corazones nobles
de todo este territorio, incluido el mío.
Hoy ha muerto la comandante Ruth.
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