lunes, 9 de noviembre de 2020

Una ventana abierta (Capítulo 3, parte 1)

 Ésta entrada va especialmente dedicada a Carolina y Alejandro que, sin conocerse, y en dos rincones del mundo muy alejados no han parado de insistir núnca en que siguiese con la historia de Magdalena, Fernando y la comandante Ruth, aún cuando yo ya no daba un duro por ella.

Espero que os guste

 

 

Ya lo decía Ramona. Más bien bajita, morena y siempre con el pelo  recogido en un moño, no puedo decir que fuese guapa, ni tampoco fea. Una de esas personas que, a simple vista, pasarían desapercibidas en ese Madrid que se resistía a dejar el blanco y negro.

Apenas hablaba. Pero nunca dejaba nada sin decir. A sus miradas, sus tonos y sus múltiples variedades de respiración debo una intuición social que, no exagero,  me ha salvado la vida en un par de ocasiones. Era capaz de decirlo todo con la única frase “Si señora”. Incluso el no más rotundo.

De niño me fascinaba acompañarla, las pocas veces que podía ya fuese por una convalecencia o algún festivo escolar, al mercado de La Paz. Yo no entendía porque caminábamos tanto si teníamos mucho más cerca el de la calle Ibiza pero en el fondo, pese al cansancio, era para mi una gran aventura. Los puestos de pescado con los lenguados de mirada triste, las diestras manos de los carniceros despiezando los animales con golpes secos y precisos y las verdulerías con esas mujeres gritándose entre ellas y anunciando su género. Era un viaje a otro mundo.

La sabiduría de Ramona, para mi, no tenía fin. A diferencia de otras empleadas que tuvo mi madre no iba siempre a tiro hecho para no perder tiempo. Para ella la compra era sagrada. Observaba los puestos y el material. Sin pausa, si, pero sin prisa. Y aunque sabía cuales eran los puestos de mejor tradición y calidad reconocía una ganga a distancia aunque no fuese uno de sus lugares habituales. Nunca la vi discutir un precio pero tampoco recuerdo que la dieran gato por liebre. Si algo no le convencía simplemente hacía un leve gesto con la cabeza y se marchaba. No se casaba con nadie. La única sirvienta de la que jamás, después de ir al mercado, se quejo mi puntillosa madre.

Ante mis aflicciones de niño, ya fuesen por las notas, los castigos o las peleas con mis hermanos mayores, ella siempre me confortaba con una de sus máximas favoritas,  recordándome que cuando Dios cierra una puerta abre una ventana. No se porque, pero siempre que evoco esas tranquilizadoras conversaciones estamos haciendo el camino ya de regreso a casa.



Estaba en ese momento en que creía haber tocado fondo cuando el destino, confirmando la fé de Ramona, quiso que la ventana se abriese en forma de unas Magdalena y Katya que, desorientadas, habían confundido la caseta en la que nos encontrábamos, de un minúsculo grupo maoísta, con la de la Liga Comunista Revolucionaria en la que habían quedado.

Aquella noche del jueves quince de mayo, puente de San Isidro, salí hecho un guiñapo de casa con dos muermos invitándome al suicidio sin saberlo y regresé, entrada la mañana del viernes, con esa energía que solo te dan las anfetas, las barricadas incendiadas o el amor correspondido.

Si bien no había consumido drogas y nadie había iluminado la oscuridad con las llamas de la resistencia urbana había sentido, a lo largo de la noche, poco a poco, una sensación que creía que no volvería a sentir tan pronto.

Desde casi el principio de la conversación la cosa entre Magdalena y yo había fluido. Una de esas veces que te presentan a alguien y la conexión es inmediata,como si os conocieseis de antes y solo llevaseis un tiempo sin veros.

Me  comentó que eran de Nicaragua. Tanto ella como Katya. Apremiadas por mi curiosidad concretaron  más. De un lugar llamado Estelí. Al norte del país, cerca de Matagalpa.

Se sorprendió mucho de que yo hubiese oído hablar del lugar en cuestión. Y de los combates que allí habían tenido lugar durante la revolución. Ese fue el comienzo.

Le hable de mi trabajo como periodista, de mis ideas políticas y de como mucha gente en España, así como en el periódico para el que trabajaba entonces, seguía con interés los acontecimientos. Unos con preocupación por lo contagioso de las revoluciones, otros con la ilusión y la esperanza de que se diese otro paso hacia la revolución mundial. Cada familia y cada secta de la izquierda queríamos ver vetas y ramalazos de nuestras tendencias respectivas en aquellos que entraron vencedores en la Managua del 79.Ya fuese en sus discursos, sus manifiestos o en los colores de sus banderas.

Entre las muchas cosas que aprendí aquella noche fue el gentilicio “Nica”. Me contó que cada uno de esos pequeños países centroamericanos tiene su propia forma de ser llamadas por los vecinos. La suya es la más sencilla y obvia. A los costarricenses les llaman “Ticos”, a los guatemaltecos “Chapines”, a los hondureños “Catrachos” y a los salvadoreños “Guanacos”.

Al parecer estaban en Madrid para matricularse en la universidad. El gobierno revolucionario necesitaba técnicos y les había mandado aquí como vanguardia y, casi, casi, como experimento.

A mi me sorprendió bastante lo que me decía porque pensaba que mandarían a su gente a estudiar a Cuba y a los países del este pero me contestó que si bien era cierto que eso pasaba la barrera idiomática, salvo con los cubanos, era muy fuerte y que además, algunas ramas del Frente Sandinista tenían aquí contactos que permitían que, además de estudios, pudiesen generarse otra serie de vínculos culturales. Además la necesidad de técnicos que tenía el país era mucho mayor que las ofertas de formación que recibían por lo que había acelerar la formación de cuadros. Por último, el gobierno de Managua, esperaba que pronto en España habría un gobierno de izquierdas y amigo.

Aunque me moría de ganas de preguntarle por la guerra en Estelí y por la ofensiva final de 1979 me pareció ver que no estaban interesadas en hablar de eso. Era evidente que lo que para mi podían ser anecdotas y chascarrillos a una segura y prudencial distancia a ellas le traían recuerdos duros y personales. No insistí.

Ella, por su parte, también tenía mucho interés en preguntar y pronto me vi contando anécdotas y batallitas del anarquismo madrileño de los últimos años de la dictadura y tras la muerte de Franco. Antes de los malos rollos que nos estaban envenenando en los dos últimos años en que parecía como si nos hubiésemos vuelto locos más preocupados por la compañera que se quería presentar a los comités de empresa que los Guerrilleros de Cristo Rey que seguían pegando palizas y asesinando a cualquiera a quien considerasen un peligro para la tradición hispana.

Evidentemente, y pese al aumento paulatino de mi euforia, elegí solo las historias que podían contarse, no solo a viva voz, sino también para causar la risa o el asombro. Cumplí el objetivo con creces y durante un buen rato ámbas se rieron bastante.

La que más le gustó fue la de cuatro compañeros ácratas que estudiaban en el ICAI, un centro de estudios técnicos de distintas materias, hermano gemelo del ICADE, una universidad privada donde se impartían derecho y economía, ambos pertenecientes a los jesuitas.

A diferencia de la universidad, donde comenzaban a verse con cierta tolerancia algunas actitudes, y de los barrios obreros donde el paisaje ayudaba un poco, los cuatro del ICAI estaban en un ambiente hostil. La ubicación de la escuela, en el barrio de Arguelles, un lugar de clase media y fuerte lealtad al régimen, así como la actitud de gran parte de sus compañeros les hacía estar en una doble clandestinidad. La que tenían todos los que militaban contra una dictadura que a duras penas se sacudía su tufo fascista y la de aquellos que, además, militaban en territorio enemigo.

Hijos de obreros, becados tres de ellos, solo uno sabía que no sufriría demasiado de caer en manos de la Brigada Político Social. El resto podían darse por jodidos.

Su día a día consistía, principalmente en tragar bilis, disimular y soñar con planes imposibles para vengarse, aunque solo fuese una vez, de todos esos orgullosos hijos del franquismo. Se dedicaban a repartir prensa y propaganda junto a otro par de grupos de Madrid y, de vez en cuando, reunirse al aire libre. Poco más.

Aunque pudiera parecerlo ni siquiera el colegio era un lugar seguro para esconder nada. A la iglesia de la Inmaculada y San Pedro, situada dentro del recinto de la escuela, acudía puntualmente para oír misa, cada sábado por la mañana, un magistrado del Tribunal de Orden Público y coronel de artillería. Por este motivo, desde el atentado mortal contra el presidente del gobierno Luis Carrero Blanco, la policía hacía registros regulares en el edificio.

Por ese motivo también, los cuatro compañeros, se sentían más vigilados y más jodidos. Con más ganas de actuar y, al mismo tiempo, más miedo a ser capturados. Por eso precisamente su golpe fue el más audaz y el más doloroso posible para un sistema que solo entendía la violencia; que temía la ternura tanto o más que la alegría y la justicia. Que no podía olvidar sus terribles deudas pendientes tras años de atrocidades.

Sin duda alguna el coronel Estévez, sus escoltas, y muchos de los feligreses hubiesen preferido cien veces un atentado o una algarada callejera, algo que justificase una vez más su odio y su rencor, antes que ver los miles de claveles blancos y rojos que, atados a los muros, a las ventanas y a las verjas, decoraban el edificio aquella mañana al acudir a misa. Ese sábado 27 de abril de 1974 el sol salía por el oeste.


Terminaba de contarle ésta historia cuando llegábamos a la Puerta del Sol donde  tenía que coger el autobús para su barrio. Todos mis amigos y Katya se habían ido marchando, sin que nos dieramos mucha cuenta, a lo largo de la noche y de la madrugada.

Aún nos dimos tiempo para un chocolate con churros antes de una despedida que ninguno de los dos parecía tener prisa por acometer.

Sus últimas palabras, antes de subirse al autobús,y después de que me girase la mejilla al intentar yo besarle en los labios, fueron, “Cuando me lleves a ver esa iglesia”.

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