Supongo, quizás arriesgo demasiado al hacerlo, que la mayoría de la gente que, cómo yo, se acerca al medio siglo puede recordar alguna ocasión de esas en las que ha visto la sombra de la guadaña cerca. Si, además, ha militado en movimientos sociales de esos que nos consideramos revolucionarios es casi seguro que puede contar, con más o menos humor, una de esas historias personales que bien pueden acabar con un “pa habernos matao”.
Hoy os traigo, si, lo habéis adivinado, una historia de esas pa haberse matao que desde hace un tiempo me está volviendo una y otra vez a la cabeza y a las tripas, cómo el reflujo gástrico y las pesadillas cuando uno ha cenado demasiado. No será corta, pero espero que os llegue. De hecho, creo sinceramente que será la más personal de las cosas que os he compartido después de dos entradas del verano de 2019, “Primera despedida” (vomitada tras la muerte de mi abuela materna) y “Mis tribulaciones con Cifra” (fruto de mi último batacazo sentimental serio). Ambos en el lapso de dos meses, así se las gasta la vida.
Hace un par de años largos mi amigo Such, al que por motivos de la vida tengo abandonado, como a casi toda la buena gente de Móstoles, me pidió un favor. El típico favor marrón que consiste en que participes en un acto público, político, militante. Concretamente quería que formase parte de la mesa de presentación del libro “Antifascistas” de Miquél Ramos.
Casi siempre que me piden que haga un bolo militante -lo cierto es que dado que no soy cantante, ni escritor, ni artista de circo, mis únicos bolos son los militantes- mi ego enfermizo gana a mi yo derrotado y me veo preparando una charla durante una o dos semanas al más puro estilo Smeagol. Es decir, maldiciéndome a mi mismo por decir que si cuando siento que debería haber dicho que no. Este caso fue peor de lo normal.
Para poder presentar un libro, lo decente, es leerlo antes. Y yo intenté leer el libro de Miquél.
Digo que lo intenté porque, como expliqué en la propia presentación, se me hizo bola. Se me atragantó desde casi el principio un libro que narraba, entre otras, historias que yo había vivido. No como personaje principal sino más bien como miembro de esa inmensa obra coral que fue la lucha antifa en el Madrid de los noventa desde los movimientos autónomo y anarquista. El libro es bueno, necesario, pero no se trataba esta vez de opinar sobre las hazañas de Cipriano Mera o de la operación militar que acabó con la vida de Domingo Monterrosso sino de recordar cosas que, como pude sentir, no tenía del todo asimiladas.
Un par de meses después, en La Animosa, con diferencia el mejor centro social okupado de Madrid, participé de nuevo en una charla sobre la historia de los colectivos antifas de nuestro barrio/distrito a finales del siglo pasado. En apenas dos meses me tocó revivir años de juventud y lucha. De carreras nocturnas por calles casi sin video vigilancia, de cazar y evitar ser cazados, de mal trato mediático y policial. Tiempos de sudor frío y de miedo. Porque, quien diga que no teníamos miedo o miente, o estaba loco o, sencillamente, habla de lo que le han contado y no andaba por allí.
Desde esas dos charlas hasta ahora, y con más insistencia desde este verano, me ha venido a la cabeza bastante a menudo una de las historias que me tocó vivir, que tenía bastante archivada, y que sin duda, marcó mi vida.
Corría el año 1994. Yo tenía diecisiete años y estudiaba COU (el equivalente a segundo de bachillerato). Había ido al cine en la Gran Vía de Madrid a ver “Forrest Gump” con mi amigo y compañero de colegio Pablo Chozas. Era sábado 19 de noviembre, víspera del aniversario de la muerte del anarquista Durruti, el fascista José Antonio Primo de Rivera y el dictador Francisco Franco. Una fecha muy caliente en aquellos años convulsos.
Debían de ser cómo las doce de la noche y cogimos la linea uno de metro en dirección a Plaza de Castilla. Antes de ir a casa queríamos pasar por la acampada del 0,7% y despedirnos de la gente de allí ya que, debido a hechos que no atañen a esta entrada, la acampada tocaba a su fin.
Aquella protesta, puesta en marcha por una ONG, tenía cómo objetivo reclamar que el gobierno de España cumpliese su palabra de destinar el 0,7% del PIB para ayuda al desarrollo.
Pese a lo reformista de la propuesta mucha gente joven, punkis, hippies y sharperos incluidos, había acabado allí por diversos motivos que podría ir desde la buena fe y deseo sincero de que se cumpliera ese objetivo hasta el tener un sitio dónde tomarla y echar un casquete. En mi caso, que ya revoloteaba por el movimiento anarquista y consideraba el objetivo de la acampada bastante reformista e inaceptable, fue una apuesta con Pablo, a lo “sujetame el cubata”, la que dio con mi entonces adolescente cuerpo en aquél lugar. Se nos sumaron otros amigos del barrio.
En aquella acampada pillé dos faringitis, viví el primer momento en que un adulto interesado y miserable ajeno a mi familia quiso usarme para sus propios fines y que me comiese un marrón por la cara, y conocí a otro montón de gente de mi edad y otros barrios que, saben las diosas porqué, andaban por allí.
A algunos como “Celia” o “ el Gañan” les he perdido la vista hace tiempo. A otros, en cambio, como el Kortatu o la Heidi (estoy convencido de que yo le puse ese mote a la colega) siguen presentes y cercanos en mi vida aunque les vea poco.
Pero volvamos al metro. Estábamos enfrascados en una animada conversación cuando llegó el metro al anden. El llevaba una camiseta de los Doors y, creo, una cazadora marrón claro. Yo vestía una camiseta azul que ponía Tartessos y, sobre ella, una chupa vaquera con dos únicas chapas. Una de madera, artesanal, muy bonita, con una A circulada y otra del 0'7 que llevaba porque alguien de la campada me la había regalado. No iba más pintoso porque, antes del cine, había ido a un cumpleaños familiar y para esas cosas rebajaba el tono estético.
Pablo no se fijo pero yo si. El vagón en el que nos correspondía entrar iba lleno de skinheads. Por un momento pensé en no entrar o ir a otro vagón, cualquier gesto brusco estaba descartado. Finalmente me dije que estaba demasiado paranoico y que probablemente eran bakalas o, más improbable en aquellos años, sharperos.
No habíamos terminado de entrar cuando me di cuenta del error que había cometido. Dos terceras partes del jodido vagón estaban repletas de skinheads nazis y, la mayoría, se habían quedado callados al vernos entrar. Era una jauría de depredadores hambrientos a la que les acababan de caer un par de tiernas crías de gacela dentro de su madriguera. Pablo pudo oír como alguien comentaba, “Mira que chapas más feas lleva ese”.
Intenté hacer como si no pasase nada pero, evidentemente, no funciono.
Uno de ellos, más bajo que yo, con perilla, pelo negro, aspecto fortachón, rudo y con bomber se me acerco y, sin más, me arrancó la chapa roja del 0'7. Apenas un instante después, un segundo pelado, muy alto y espigado, peor uniformado, pero más agresivo me arranco la circulada al grito de “esta para mi”. Pablo parecía haberse vuelto invisible mientras que la mayoría de los pelados se reían y observaban, a la espera, de como se desarrollaría la segunda embestida de sus camaradas. No tenían prisa.
De nuevo empezó el bajito recio. Se me encaró, haciendo referencia a esa chapa que nunca volví a ver, me dijo iracundo:
¿El 0´7 para quien es? ¿Para los putos negros?
No se que respuesta esperaba. Quizá quería que pidiese clemencia, me desdijese, les diera la razón o intentase salir corriendo en la siguiente parada pero mirándole fijamente a la cara le contesté algo así como,
Si, para los putos negros.
Y, a partir de ahí, comenzó la bronca. Pero contra todo pronóstico fue una bronca verbal. Lejos de caerme una mano de palos lo que me cayó fue todo el argumentario del “A por ellos”, la revista de Bases Autónomas.
El moreno fue el único que habló o, centrados todos mis sentido en él, mi cerebro no dio para captar el resto del escenario. Su tío estaba en paro, su prima de siete años dependía de el, vivían con ellos y los negros les quitaban el trabajo (en 1994!) mientras los rojos queríamos mandarles el dinero de los españoles a sus países en lugar de invertirlo en nosotros.
Una vez más respondí. Le pregunté que si pensaba que los migrantes venían por gusto y para joder. Que si viviesen bien en sus países de origen para que leches iban a venir aquí a pasarlo mal. Y que, además, el culpable no era el desgraciado que le quitaba el trabajo a su tío sino el empresario que le contrataba por menos. Mira, en eso – dijo - tienes razón.
Vinieron un par de intercambios similares con la misma coletilla final. En eso, también, tienes razón.
La discusión se acabó cuando un tercer pelado que debía pensar que se le enfriaba la cena se levantó de su asiento, me levantó la camiseta a ver si llevaba otra debajo y, frustrado al ver mi lacia y paliducha tripa donde esperaba ver alguna camiseta de Potencial Hardcore dijo,
Este tío es un SHARP y yo lo rajo, mientras empezaba a sacar un pincho del bolsillo.
En ese momento, el rapado con el que había hablado, le paró en seco haciendo un gesto con el brazo y, después de impedir que terminase de sacar nada, le dijo que me dejase en paz. Que al menos había tenido los huevos de defender mis puntos de vista. Luego zanjó el asunto conmigo.
Tu no me vas a convencer a mi, ni yo a ti tampoco, pero que sepas que esta noche has vuelto a nacer.
A partir de ahí fingieron ignorarnos pero su actuación seguía cargada de un sadismo miserable. Comenzaron a hablar de cine y de la que, evidentemente, era su película favorita. “La naranja mecánica”. Yo aún no la había visto pero la conocía. Se regodearon en ella, en las escenas de ultra violencia y de la paliza al mendigo, hasta que se bajaron, en dos tandas, en las estaciones de Alvarado y de Tetuan. Una de ellas, una chavala rubia, delgada y con el pelo largo, se quedó sola con nosotros hasta Valdeacederas.
Fue entonces cuando me di cuenta de que toda la situación, el ataque inicial, la discusión, la amenaza de muerte y el indulto antes de que nos dejasen de lado, había transcurrido en apenas tres estaciones de metro. Alrededor de seis minutos en ese tramo de linea. Uno más que la eternidad de la que hablaba Víctor Jara pero mucho más amarga.
Con las piernas temblando y más miedo que vergüenza llegamos a la ya fantasmagórica acampada dónde encontramos al grupo de seguridad de la misma, del que yo había formado parte, y les contamos lo sucedido.
Entre ellos el Kortatu, con su camiseta eterna que le valió el mote, sus pantalones escoceses rojos y una bomber negra nos pidió que se los describiésemos.
Según un consenso generalizado entre los miembros del retén de guardia aquella noche, el fulano alto que me había arrancado la chapa de madera podría ser Isra El loco. El tipo que había querido ensartarme tenía muchas papeletas, pese a estar lejos de casa, de ser Cristóbal El Mallorquín, de Moratalaz. En cuanto al nazi con el que había discutido, y que había decidido que me había ganado el derecho a no ser pinchado esa noche, no había casi dudas. Se trataba del nazi más conocido de Tetuan, El churrero.
Eran otros tiempos. La tecnología no nos permitía adquirir fotos del enemigo tan facilmente cómo ahora y era fácil confundir a algunas personas. La posibilidad de que Kortatu y su gente se equivocaran, en un mundo dónde las leyendas urbanas eran múltiples y los mismos nazis eran vistos el mismo día y a la misma hora en diferentes puntos de la ciudad, estaba ahí y yo tenía mis dudas.
Pero la verdad es que los nazis activos, chungos, dispuestos a pasar de las palizas a matar a sangre fría, si bien eran bastantes no eran miles. Y, unos meses después, vino la primera confirmación. La noche del 21 de mayo de 1995 Cristóbal Castejón, conocido cómo El Mallorquín, asesinaba a Ricardo Rodríguez en Alcorcón. Cuando por fin se publicó su foto en el periódico se me heló la sangre. Hoy, repasando fotos y material sobre aquél asesinato, viendo la foto en blanco y negro de ese tipo rapado y con perilla creo poder seguir confirmando que debía ser el.
Al churrero lo volví a a ver un par de años después. Otro día lo cuento. Pero una vez más escapé por los pelos de una desventaja numérica en la misma jodida linea de metro. Aunque ya había confirmado su identidad gracias a su aparición en el video de un desalojo en su barrio.
En cuanto al espigado rubio y un poco desarrapado nunca supe si era el tal Isra o cualquier otro cerdo del montón. Tampoco me quita el sueño.
Tres décadas después de aquello sigo sin saber porque reaccioné así. Ni de dónde saqué el valor. Dudo mucho que jamás en la vida pueda actuar igual y, al mismo tiempo, tengo la certeza de que cualquier otra opción hubiese sido peor y me hubiera mandado al hospital o al cementerio.
Lo que si se son las consecuencias que tuvo aquel episodio. Desde entonces hasta hoy ha habido dos constantes en mi vida.
Una es que no he dejado de militar con una perspectiva anarquista y un pie puesto, de un modo u otro, en el tema del antifascismo. Ahora en el aspecto educativo.
La otra es que, desde aquella noche, el miedo siempre me ha acompañado. En las manis, en los encontronazos con nazis, en los juzgados, en las caídas de compas durante los montajes policiales... pero, de momento, nunca me ha dominado.
Porque mientras seamos capaces de crear espacios colectivos horizontales, de no claudicar ante los valores individualistas y destructivos de un capitalismo enfermo, y poner un sólo grano de ternura, humor y solidaridad cuando nos lancen su miedo, no habrán ganado del todo.
Así que el próximo 19 de noviembre, cuando llegue la hora bruja y esté por empezar el día 20, dedicadme un pensamiento y, si podéis, tomaros un ron a mi salud que es mi 30 aniversario. Yo, por mi parte, estaré dándole las gracias al Churrero. No sólo por haberme perdonado la vida, también porque entre su gesto y mi terquedad me obligaron a seguir en la lucha y, con ello, me abrió la puerta para conoceros a la mayoría de vosotrxs.