Desde que decidí revitalizar mi blog hace un par de meses me he venido planteando que quiero que tenga una sección dedicada al cine. Una de mis grandes pasiones.
Igual que me pasa con los libros esta sección puedo explotarla tanto desde el punto de vista de las novedades, como teniendo un hueco para obras poco o nada novedosas pero no por ello menos importantes, la sección esa que bautice como “Gran Reserva”.
Claro, como no podía ser de otro modo dada mi personalidad, a que película dedicarle mi primera entrada cinefila me ha tenido dudando estos dos últimos meses.
El otro día, en el pueblo, entregado a una vida aislada y cultureta; devorando libros y cine sin prejuicios de ningún tipo me vi, de casualidad, Black Panther, la adaptación para la gran pantalla del clásico de Marvel.
He de decir que, reconozco no haber leído los cómics, me gustó bastante y la vote muy positivamente en mi cuenta de filmaffinity. Sus puntos débiles son, sin duda, un guión demasiado lineal y, para mi gusto, un punto ingenuo. Por lo demás agradecí que por fin el epicentro de la historia y sus protagonistas no estuviese ni en los Estados Unidos ni en ninguno de los países del centro económico del capital. Y que sus protagonistas fuesen mayoritariamente africanos y africanas perfectamente capaces de salvarse a sí mismos y, de paso, al mundo. Toda una novedad.
La película me gustó mucho pero no me dio para una reseña. Sin embargo sirvió para que en mi inconsciente los mecanismos empezasen a operar y de uno de los baúles de la memoria saliese del recuerdo de otra posible candidata.
Dos días más tarde, algo reticente después de haber leído el libro y haberme quedado frío con el, me atreví con la de Infiltrado en el KKK. Me sorprendió gratamente como Spike Lee supera el informe policial, elevado al rango de insulso libro por el policía afroamericano Ron Stallworth, y logra no solo hacer una trama algo más compleja que la realmente describe el "infiltrado". Además le suma un argumento paralelo que sirve para dar fondo y voz a una realidad, la de aquellos años, mucho más compleja que lo que nos muestra el funcionario policial en su libro.
Si bien esta cinta me dio más de lo que esperaba, como sucedió con la anterior, no me animaba tampoco a escribir sobre ella pero removió del todo el archivo y me dio la pista definitiva de por donde quería ir. Ayudado de manera incuestionable por una de las conversaciones que tienen los dos protagonistas del filme de Lee.
En los tiempos de los videoclub, durante los ochenta, mi padre recién divorciado tenía como plan estrella (en realidad casi era su único plan), para las tardes de los martes y de los jueves que era cuando me tocaba estar con el, alquilar dos o tres películas y empezar la sesión una vez que acabásemos los deberes. En aquella época de mi infancia vi cientos de películas de las que solo recuerdo breves fragmentos y que no soy capaz de reconocer ni poner nombre hasta que vuelvo a verlas y encajo esa pieza que yo tenía en mi desván de imágenes.
Hará unos diez años, paseando por la sección de cine de una gran superficie, actividad que me encantaba porque, entre otras cosas, busco películas en las que puedan encajar esas piezas perdidas en mi disco duro, y odio descargar cine por Internet, me encontré con copias de las tres películas de Shaft. A saber. Las noches rojas de Harlem, Shaft vuelve a Harlem y Shaft en África. La única cuyo titulo en España no fue mancillado, como suele ser habitual, por quienes los traducen.
Puede que algún día averigüemos si esta macabra costumbre se debe a unos deseos poéticos de juventud frustrados y sublimados aprovechando un oficio poco reconocido. Al exceso de drogas durante el desempeño de un trabajo anónimo y alienante; a que se hagan apuestas entre currantes para ver quien inventa la interpretación más hilarante sin ser despedido o incluso que estemos ante una forma de comunicación secreta entre el jefe de una organización subversiva y sus desconocidos subordinados organizados en células sin nexo entre si . El caso es que yo, pese a estar atormentado por todas esas posibilidades, y sus funestas consecuencias, personales y colectivas, en caso de que se desvelase la causa, ahogué mi curiosidad en una orgía consumista y me compre una copia de cada uno de los títulos antes mencionados.
La primera Shaft, rodada en 1971, la debí de ver casi recién comprada. Mis conexiones neuronales recordaron esos fogonazos visuales y llegué a la conclusión de que la había visto. No debí de tardar mucho en ver la segunda entrega, que me resultó más de lo mismo y un poco pobre y ya, un poco asustado, me anime con la tercera.
Mis temores ante la tercera entrega, estrenada el mismo año en que Luis Carrero Blanco asistió a misa por última vez, se disiparon en seguida y me sorprendió muy gratamente. No obstante a tenerlo claro desde hace dos semanas, no ha sido hasta que he regresado del pueblo y que le he dado un segundo visionado, esta misma mañana, que me he decidido por escribir acerca de ella.
Salvando las distancias del tiempo, que han hecho que los thrillers de aquella época ahora, envejecidos, puedan parecernos lentos y un poquito pueriles, es un trabajo que no tiene nada que envidiar a películas de su género protagonizados por grandes artistas. Me atrevo a afirmar que esta tercera entrega de las peripecias del personaje encarnado por Richard Roundtree ha sufrido menos desgaste que contemporáneas suyas como El hombre de Mackintosh, dirigida por John Huston y protagonizada por Paul Newman y que está a la altura de la saga de Harry el sucio.
Contratado en ésta ocasión de una manera un tanto particular Shaft viajará a África para investigar una red que, ahí radica la longevidad de la historia, se dedica a traficar con personas enviadas a Europa, clandestinas y sin derechos, para que trabajen en los más duros oficios en condiciones casi de esclavitud.
A lo largo de la película Shaft recorrerá un largo camino que le llevará de Addis Abeba hasta París recorriendo caminos, ciudades y pueblos y esquivando a los esbirros de la red que quiere quitarle de en medio.
Es cierto que, en cuestión de género, la película suspende y mucho. Y me quedo con la duda de cual hubiese sido el resultado si el rodaje hubiese estado a cargo de un director africano o, como mínimo afroamericano, ya que esta es la única de la saga que no dirigió Gordon Parks. Corrió a cargo del director ingles John Guillermin realizador de la famosa El coloso en llamas. Revisando su filmografía esta puede que sea su mejor trabajo.
Como no me gusta hacer spoilers no seguiré contando más y os dejo con una recomendación para una tarde o noche de verano en la que queráis ver un problema actual con los ojos de hace cuarenta y cuatro años, desde una perspectiva de cine comercial, y de una duración bastante asequible. No llega a las dos horas y tiene una banda sonora que, si bien no fue merecedora de un oscar como pasó con la primera de la dinastia, a cargo de Isaac Hayes, no está tampoco nada mal, obra del artista Johnny Pate ( https://www.youtube.com/watch?v=ofuKY8Twen8 ).
Darle una oportunidad que, a las malas, nos dará una excusa para charlar un poco. Inclusopodemos tomar unas cañas.
Blog de reflexión personal con patente de corso para pensamientos serios, idas de olla y faltas de ortografía
martes, 30 de julio de 2019
martes, 23 de julio de 2019
El niño de Hollywood
Los hermanos, dos de los tres que son, Martínez D’Abuisson, Juan y Óscar para los amigos; Óscar y Juan para los que además están obsesionados por el orden de llegada, presentaron esta primavera su último trabajo.
Éste libro a cuatro manos, que en España ha sacado la editorial Debate, se llama El niño de Hollywood; Una historia personal de la Mara Salvatrucha.
Óscar y Juan se adentran
de nuevo en el mundo sórdido de las pandillas y las maras.
Digo de nuevo porque, para los que no les conozcáis, Óscar “el periodista” y Juan “el antropólogo” han trabajado bastante estos temas. El menor de los hermanos ya publicó en España, con Pepitas de Calabaza, el libro Ver, oír y callar. Un año con la Mara Salvatrucha.
En cuanto a Oscar lleva años investigando y publicando, tanto en el periódico Elfaro.net como en otros medios, trabajos periodísticos y crónicas sobre este fenómeno social.
A El niño, como pasa con cualquier otro libro, podemos acercarnos desde distintos lugares. Podemos llegar a él desde el interés antropológico; desde la afición a la buena crónica; por un snobismo barato manifestado en una obsesión por los grupos mafiosos y marginales de moda; también desde una suficiencia pedante de quien cree conocer algo de tan complejo asunto; para tratar de entender mejor a algunos de nuestros nuevos vecinos que llegan allende los mares o desde el desconocimiento más absoluto habiendo sido víctimas de un librero perverso o seducidos por la cutre pero efectista portada. Entre otras muchas opciones.
En El niño, a diferencia de lo que pasa con muchos otros libros a los que podemos llegar desde muy diferentes lugares, vamos a encontrar una de esas obras que contienen muchas obras.
Para quienes se queden solo con la primera capa de la cebolla estamos ante una especie de hagiografía inversa centrada en un delincuente sin escrúpulos. Pero El niño es en verdad mucho más que eso. De hecho y para ser sinceros el subtítulo se le queda muy corto.
Este libro, aparentemente escrito de manera ligera, es un relato desgarrador y nada fácil de leer. Me explico. No es ni mucho menos una obra para académicos cargada de esdrújulas y sobreesdrújulas y ornamentada con términos solo aptos para iniciados. Que va.
No es fácil de leer porque, escrito en lenguaje asequible, a ratos coloquial, los autores nos obligan a no bajar la guardia ni un minuto. No es fácil de leer porque, en forma de crónica periodística, los autores han trenzado un riguroso y serio trabajo de análisis crítico sobre el fenómeno de las pandillas. Óscar y Juan no se conforman con seguir la vida de un nadie dando aquí y allá pinceladas de ingenio para hacerla atractiva y comercial.
Se zambullen, esbozan, retroceden y avanzan, con la excusa de su protagonista, en un proceso histórico que hunde sus raíces antiguas hace ya casi dos siglos y tiene sus detonantes en las cuatro últimas décadas. La verdadera miga de éste libro está sin duda ahí. En los datos y los hechos que nos dan el contexto para que la mísera historia de un asesino de pueblo sea merecedora de un libro. En aquello que el lector rápido o despistado podría considerar el Atrezo.
Lo que nos cuentan Juan y Óscar con la excusa de su antihéroe y alrededor de este es, simple y llanamente, como se construyen el caos y un estado fallido. Como se hace para que, con tiempo y esfuerzo, toda una sociedad sea derrotada y destruida. Y, lo más meritorio, como conseguirlo y que parezca además que los responsables son sus segundas mayores víctimas. Los victimarios de a pie. Los esclavos que decididos a no ser los últimos en esta cloaca, a no dejarse avasallar, solo pudieron lograrlo exprimiendo y machacando a los suyos para, simplemente escalar un peldaño.
Este libro, que inevitablemente recuerda y complementa otro de Roberto Valencia que lleva por título Cartas desde Zacatraz, es básico para entender no solo la realidad en pequeñas e ignoradas regiones del mundo, sino también una realidad que ya nos está cayendo encima. Un aviso para navegantes que nos muestra dónde nos llevan las medidas tomadas desde el miedo, la indolencia y la segregación.
Esta descripción que nos brindan los autores no solo es una estampa de lo que queda detrás, en el callejón paralelo a la avenida comercial, del escaparate liberal. Del sálvese quien pueda. Del individualismo capitalista.
Es una visita guiada al basurero de la historia. Sin el glamour de un capítulo de Black Mirror pero mucho más inquietante.
A fin de cuentas este cuento de terror es real. Sucede cada día y ya, “a los del norte”, nos viene pisando los talones.
Éste libro a cuatro manos, que en España ha sacado la editorial Debate, se llama El niño de Hollywood; Una historia personal de la Mara Salvatrucha.
Óscar y Juan se adentran
![]() |
Portada de la edición en España |
Digo de nuevo porque, para los que no les conozcáis, Óscar “el periodista” y Juan “el antropólogo” han trabajado bastante estos temas. El menor de los hermanos ya publicó en España, con Pepitas de Calabaza, el libro Ver, oír y callar. Un año con la Mara Salvatrucha.
En cuanto a Oscar lleva años investigando y publicando, tanto en el periódico Elfaro.net como en otros medios, trabajos periodísticos y crónicas sobre este fenómeno social.
A El niño, como pasa con cualquier otro libro, podemos acercarnos desde distintos lugares. Podemos llegar a él desde el interés antropológico; desde la afición a la buena crónica; por un snobismo barato manifestado en una obsesión por los grupos mafiosos y marginales de moda; también desde una suficiencia pedante de quien cree conocer algo de tan complejo asunto; para tratar de entender mejor a algunos de nuestros nuevos vecinos que llegan allende los mares o desde el desconocimiento más absoluto habiendo sido víctimas de un librero perverso o seducidos por la cutre pero efectista portada. Entre otras muchas opciones.
En El niño, a diferencia de lo que pasa con muchos otros libros a los que podemos llegar desde muy diferentes lugares, vamos a encontrar una de esas obras que contienen muchas obras.
Para quienes se queden solo con la primera capa de la cebolla estamos ante una especie de hagiografía inversa centrada en un delincuente sin escrúpulos. Pero El niño es en verdad mucho más que eso. De hecho y para ser sinceros el subtítulo se le queda muy corto.
Este libro, aparentemente escrito de manera ligera, es un relato desgarrador y nada fácil de leer. Me explico. No es ni mucho menos una obra para académicos cargada de esdrújulas y sobreesdrújulas y ornamentada con términos solo aptos para iniciados. Que va.
No es fácil de leer porque, escrito en lenguaje asequible, a ratos coloquial, los autores nos obligan a no bajar la guardia ni un minuto. No es fácil de leer porque, en forma de crónica periodística, los autores han trenzado un riguroso y serio trabajo de análisis crítico sobre el fenómeno de las pandillas. Óscar y Juan no se conforman con seguir la vida de un nadie dando aquí y allá pinceladas de ingenio para hacerla atractiva y comercial.
Se zambullen, esbozan, retroceden y avanzan, con la excusa de su protagonista, en un proceso histórico que hunde sus raíces antiguas hace ya casi dos siglos y tiene sus detonantes en las cuatro últimas décadas. La verdadera miga de éste libro está sin duda ahí. En los datos y los hechos que nos dan el contexto para que la mísera historia de un asesino de pueblo sea merecedora de un libro. En aquello que el lector rápido o despistado podría considerar el Atrezo.
Lo que nos cuentan Juan y Óscar con la excusa de su antihéroe y alrededor de este es, simple y llanamente, como se construyen el caos y un estado fallido. Como se hace para que, con tiempo y esfuerzo, toda una sociedad sea derrotada y destruida. Y, lo más meritorio, como conseguirlo y que parezca además que los responsables son sus segundas mayores víctimas. Los victimarios de a pie. Los esclavos que decididos a no ser los últimos en esta cloaca, a no dejarse avasallar, solo pudieron lograrlo exprimiendo y machacando a los suyos para, simplemente escalar un peldaño.
Este libro, que inevitablemente recuerda y complementa otro de Roberto Valencia que lleva por título Cartas desde Zacatraz, es básico para entender no solo la realidad en pequeñas e ignoradas regiones del mundo, sino también una realidad que ya nos está cayendo encima. Un aviso para navegantes que nos muestra dónde nos llevan las medidas tomadas desde el miedo, la indolencia y la segregación.
Esta descripción que nos brindan los autores no solo es una estampa de lo que queda detrás, en el callejón paralelo a la avenida comercial, del escaparate liberal. Del sálvese quien pueda. Del individualismo capitalista.
Es una visita guiada al basurero de la historia. Sin el glamour de un capítulo de Black Mirror pero mucho más inquietante.
A fin de cuentas este cuento de terror es real. Sucede cada día y ya, “a los del norte”, nos viene pisando los talones.
lunes, 15 de julio de 2019
Loorgo
Despertó
por culpa del dolor de cabeza. Una intensa punzada le hizo regresar
al mundo de los vivos mientras una arcada le subía desde el
estómago. Se giró sobre su lecho de juncos secos y se incorporó
dejando a su espalda la pared de roca.
Vestía
exclusivamente un calzón de tela de saco. Es resto de su cuerpo
permanecía desnudo. Lo prefería así. Hacía ya años que la ropa
le resultaba incómoda para dormir.
Notó
que algo se movía por su pelo. Palpó sus gruesas y largas rastas
negras hasta que lo localizó. Lo cogió con tres dedos y lo observó
detenidamente con la escasa luz que le proporcionaba la hoguera.
Dada
la vuelta, patas arriba, la garrapata de las cuevas no era gran cosa.
Se asemejaba, más que sus primas de exterior, a una especie de
escarabajo, con su exoesqueleto color pardo, como el de las rocas en
las que se ocultaba. Esta en concreto pataleaba torpemente. Parecía
no querer aceptar su destino. Y peleaba, en una posición de
desventaja, por una vida que ya no le pertenecía. Se la puso a la
altura de la cara, la miró un par de veces con un ojo cerrado y la
giró desde distintos ángulos. Esta pequeña diablilla poco
más grande que una manzana no le chuparía más la sangre.
Sin
pensarlo mucho se la metió en la boca. Notó su caparazón
quebrándose entre sus muelas y el sabor de su propia sangre, aún
sin digerir, impregnando su lengua y su paladar. Las garrapatas de
las cuevas recién alimentadas eran un manjar.
La
imagen del forcejeo inútil contra el destino que acababa de
protagonizar le trajo de nuevo a la realidad. Hoy era el gran día y
ese patán de Slish aún no había aparecido. Le llamó con un
bramido y apoyó la rodilla en el suelo de piedra para levantarse. Ya
no era el joven ágil de antaño y las cuatro capas de barriga,
símbolo de su status, dificultaban la maniobra.
Su
ayudante llegó justo cuando jadeante terminaba de ponerse de pie. Se
sentía fatigado y resacoso y eso le lastraba. El escuálido
chambelán traía un enorme barreño con agua fresca del pozo. Estuvo
a punto de volcarlo en dos ocasiones. Apenas levantaba la mirada del
suelo más por no mirar a su amo que por temor a un tropiezo. Le
tenía miedo y eso, a Looorgo, le llenaba de placer.
Slish
depositó, con un gran esfuerzo, el barreño sobre la mesa. El
sumo sacerdote le miró de arriba a abajo. Observó la piel azul
celeste, clara y mortecina, cubierta por trapos grises de suciedad.
La pequeña cabeza calva. Los ojos saltones de color verde. Esa nariz
moqueante. Ese cuello huesudo y desagradable. La patética criatura
se apartó para dejarle hueco pidiendo disculpas por su tardanza.
Mientras se marchaba le pareció que ocultaba, con los harapos,
que ya no se le marcaban los huesos de las costillas.
- ¿No estarás robando comida sabandija?
- No mi amo - contestó, con las orejas gachas, el pequeño sirviente.
Le
asestó un empujón que le estampó contra la pared.
- Soy demasiado bueno contigo alimaña, ya hablaremos mañana cuando todo haya terminado.
Viendo
marchar a su asistente recordó su infancia y como había sido
admitido en las cuevas. Acababa de pasar el tiempo sagrado y los
sacerdotes buscaban nuevos ayudantes. El era muy joven y pequeño
entonces. Poco más que un renacuajo. El más menudo de los que
quedaban de su nidada y un lastre para su familia. Le llevaron a la
plaza y lo expusieron en la tarima de candidatos.
El
nunca antes había visto un sumo sacerdote, ni un sacerdote siquiera.
Solo acólitos.
Quedó
impresionado al ver llegar el séquito. Una docena de sacerdotes,
incluidos los recién ordenados, llegaron con paso lento y cansado.
Arrastraban los pies, apoyando su caminar en cayados, para avanzar
esos cuerpos que a él le parecieron enormes aquél día.
La
multitud agrupada en la plaza dejó un gran espacio para los recién
llegados y empezó la selección. Tal y como mandaba la tradición
los primeros en elegir eran los recién ordenados. Carecían de
esclavos y, en su primer año, podrían llevarse hasta dos. Luego era
el turno de los demás sacerdotes, en función de su rango, empezando
por el gran maestre. Aquellos rechazados como ayudantes tenían el
privilegio de ser llevados a las cocinas del templo, donde eran
incluidos en el menú.
El
fue escogido por los pelos, en penúltimo lugar. Su ama era una
sacerdotisa llamada Morlon que le miró con bastante asco antes de
decidirse. Era comprensible, era puro pellejo y hueso, y siempre tuvo
la convicción de que solo le quería engordar un poco antes de
comérselo. Nunca más vio a su familia.
Antes
de lavarse la cara miró su rostro reflejado en el agua. Los mofletes
generosos. El cabello enmarañado. Sus pequeños ojos negros
perfectamente rodeados de carne y sus dos generosas papadas que
pronto se verían adornadas por los collares ceremoniales, hechos de
dientes y falanges, que le llegaban hasta el ombligo. Hoy era el gran
día.
La
ceremonia comenzaría al caer la noche. Empezaría con el banquete de
los doce. Solo ellos. Comerían y beberían hasta que se agotaran las
existencias y después cada uno se retiraría a su silla ceremonial.
Detrás
de cada silla, impertérrita, estaba la calavera de los doce
sacerdotes más grandes y poderosos de la historia de su pueblo. Y
tras el trono de madera del sumo sacerdote se encontraba la calavera
de Zuleima la gran sacerdotisa. La más famosa entre las famosas. La
leyenda. Acudió al ritual durante veintisiete años y las leyendas
cuentan que llegó a tener tres papadas y una barriga de cinco
pliegues. Que nunca cayó. Ella le protegería.
El
séquito de Morlon no era mucho más seguro que la despensa del
templo. Una docena de esclavos como él luchaban entre sí por
sobrevivir y solo una, llamada Charca, algo mayor le ayudó de forma
sincera. Le enseñó los gustos de su señora, las costumbres del
complejo subterráneo, los territorios y los lugares que no debía
pisar hasta crecer un poco más. Conseguía comida extra que
compartía y, lo más importante, le reveló la forma de reconocer
cuando Morlon estaba enfadada y cómo ocultar con retales de tela su
propio aumento de peso. Esas eran las claves para sobrevivir.
Pasado
el primer año se revelaron los nombres. Charca y Looorgo.
Fue
un par de años después cuando dio el gran salto. Había observado
como a Charca le empezaban a crecer el cuello y el abdomen. Casi
tanto como a sí mismo, que había experimentado un aumento repentino
y considerable de tamaño.
Una
noche cercana al ritual se escurrió hasta la poltrona favorita
de su señora Morlon en el sancta sanctorum del templo . La saboteó
de manera deliberadamente torpe y ocultó las herramientas en el
jergón de otro de los esclavos a punto de convertirse en
acólito.
Todo
se descubrió en la inspección de la mañana y, dado que apenas si
había ocultado unos cambios de los que se pavoneaba, el
infeliz en cuestión fue el primero en ser registrado. Looorgo fingió
pisar sin querer el sayo de Charca mientras el tercer infeliz en
discordia era enviado a las cocinas.. Los ropajes de su amiga,
meticulosamente engarzados, cayeron al suelo y sus carnes crecientes
y piel oscurecida quedaron al descubierto.
Nuestra
señora no pudo ocultar el odio y la gula en su mirada y Charca
se unió al destino del primer eliminado mirando con horror y
tristeza a su amigo. El, ocultando la mirada, sonrió
satisfecho. Como mucho se libera un acólito por sacerdote cada año
y no podría ocultar su crecimiento por más tiempo. Ni siquiera de
la miope de su ama. Charca era pura bondad y falta de
inteligencia. No era digna de sobrevivir. Se relamió pensando que
esa noche probaría su carne.
Se
colocó sus collares y la diadema. Se limpió bien los dientes y se
sacó los restos de comida con la ayuda de un hueso de pollo. Pidió
a sus esclavos que subiesen el trono al altar de su cueva, para poder
revisarla por si mismo.
Comprobó
las maderas y los clavos. Los barnices y los refuerzos. Tentado
estuvo de sentarse para probarla pero era un sacrilegio que de
descubrirse se pagaba con la muerte y el no necesitaba hacer trampas
para mantener el favor de sus dioses.
Había
sido un mes duro. Un mes cargado de agasajos y ceremonias
colectivas donde los presentes culinarios de sus subordinados no
habían dejado de sucederse. Cuatro semanas de auto control, ayunos
en sus aposentos y vómitos a escondidas para que sus enemigos se
confiaran. Resistiendo la tentación de grandes manjares y bebidas
espirituosas y refrescantes. Treinta días fingiendo beber y comer
mucho más de lo que lo estaba haciendo, y enormemente menos de lo
que le gustaría, para que las sabandijas que querían quitarle el
puesto se confiaran y acabáran deglutiendo más que el. Aguantando
al torpe de Slish al que había elegido como ordenanza pese a sus
evidentes limitaciones por saberle hambriento. Por que sabía que le
robaría comida. Hurtos que en caso de debilidad menguarían la
cantidad que el mismo tragaría sin deber hacerlo.
Se
puso la capa de cáñamo y pedrería y pasó revista a sus séquito.
Eligió al esclavo que le pareció más adecuado, el más rollizo,
como ofrenda para la cena. El indigno gusarapo comenzó a llorar y a
pedir clemencia, acusando a otros de estar más gordos y sabrosos.
Tratando de arrancarles las ropas para que viésemos sus panzas
opacas. Era una escena que, en otro momento le hubiese hecho
relamerse, pero no había tiempo que perder pues la ceremonia debía
comenzar.
Ordenó
a dos acólitos que vivían en su parte del complejo que solucionaran
el problema y, uno de ellos, le rompió el espinazo al sentenciado
semoviente con un golpe seco contra su rodilla. Como si fuese un palo
para la hoguera. No era un buen augurio.
Llegaron
al salón principal del templo. Ocuparon los bancos de piedra
bajo la vigilancia silenciosa de los doce cráneos y las doce tronas
vacías que habían recolocado en su lugar los esclavos de los
sacerdotes.
Sonó
un gong y comenzó el último banquete del año.
Los
entrantes estaban compuestos de cangrejos de río en salsa de
tamarindo, ostras vivas, sopa de oruga verde y, por supuesto,
garrapatas de cueva. Su favorito. Los ayudantes de cocina se paseaban
entre los invitados, con ellas chupándoles las sangre, a la
espera de que los sacerdotes las cogiesen vivas y aún calientes.
La
verdura, en ensalada, al horno y con salsas era un manjar perfecto
para preparar los estómagos antes del plato fuerte. Mientras se
sucedían los platos en las grandes rocas pulidas que hacían las
veces de mesas para banquetes iban teniendo lugar los brindis y las
loas a los dioses. Cada sacerdote tenía su turno, entre plato y
plato, para su oración. Once intervenciones por once platos y once
brindis, dejando el último para el gran maestre que sería el
duodécimo. Once actos de hipocresía y adulación llevados a cabo
por once rivales que solo aspiraban a vivir para quitarle el puesto.
El
último plato, la ofrenda más sagrada, eran los esclavos elegidos
los últimos días por sus propios amos para agasajar a los dioses.
Las escrituras eran claras. Todo sacerdote debía sacrificar como
mínimo un esclavo al rito, pero lo habitual era que el último mes
los castigos por indisciplina y las luchas intestinas entre siervos
proporcionasen más oblaciones. Se servían al horno, en su propio
jugo, y acompañados de patatas y zanahorias.
Terminados
los sermones sonó el gong y se hizo el silencio. Se convocó a todos
los esclavos, los de cada prelado y los pertenecientes al templo, que
acudieron a ocupar sus puestos alrededor del gran salón.
Vestidos con sus mandiles sucios de grasa, manchados de sangre, con
huellas de haberse limpiado en ellos, y armados con trinchantes
adquirían una dignidad de la que carecían el resto del año.
Esperaban su momento. Para muchos su único momento.
Looorgo,
siguiendo la tradición, fue el primero en levantarse.
Parsimoniosamente inspeccionó los sillones uno a uno. Los revisaba
con ademán experto siempre después de haber hecho una referencia a
cada una de las calaveras custodias. Cientos de ojos le observaban.
Una
vez hubo considerado la mejor opción, tres puestos a la derecha de
la silla frente a los restos de su respetada Zuleima, se quedó
parado y lo reclamó para sí apoyando su rodilla en el suelo frente
él. Ya quedaba menos para terminar un ritual que le llevaría a
alcanzar en años de sacerdocio a la mismísima matriarca. La
favorita de sus protectores.
Uno
a uno, sus discípulos, fueron repitiendo la operación. Cada vez con
menos opciones donde elegir pero no por ello tomando menos tiempo.
Era una decisión crucial. Con sus pasos lentos, sus ojillos
vidriosos, y sus ornamentos sagrados se iban colocando en las
posiciones elegidas por ellos o simplemente descartadas por el resto.
Una
vez hubieron terminado se giraron todos y, tras elevar la que podría
ser su última plegaria, procedieron a sentarse en sus puestos a la
espera del veredicto de los señores celestiales. Había llegado el
gran momento.
Un
mar de ocelos les escrutaba con la respiración contenida, en
silencio, desde la penumbra. Procedieron a sentarse. Roce de sillas y
crujir de tablas. Looorgo notó como la madera se combaba para
adaptarse a su forma y sostener su peso. Sus cuatro barrigas y
sus casi tres papadas se acomodaron entre los incómodos leños. Todo
el clero se miraba en silencio, contenido, atemorizado.
Tras
un tiempo indeterminado y tenso un chasquido rasgó el silencio. A la
izquierda de su posición, exactamente el sillón pegado al suyo, se
quebró bajo el peso de su ocupante que cayó al suelo patas arriba.
Una mirada de terror incontenible, que solo Looorgo podía ver desde
su privilegiada posición, dominaba un rostro que miraba a izquierda
y derecha buscando una salida imposible. Cientos de voces gritaron al
unísono y sus alaridos, amplificados por el eco de la cueva, sonaron
como el rugido de un dragón. Looorgo se relamió excitado.
Antes
de que los ingratos renacuajos se cobraran su presa dos estruendos
más, amortiguados por los aullidos de la jauría, llevaron a
sus ocupantes al suelo del santuario.
Patas
arriba, casi inmóvil, y preso de sus cuatro pliegues de barriga y
sus hermosas casi tres papadas Lorgo apenas alcanzó a asimilar lo
que acababa de ocurrir. Lo último que vio fue al ingrato de
Slish saltandole encima con una mirada voraz y un tenedor tan grande
como su brazo.
Ya
nunca alcanzaría la fama de Zuleima ni sería el Gran Looorgo.
martes, 9 de julio de 2019
Memorias de un revolucionario
Con
este título tan sugerente, y que a muchos nos hubiera encantado
poder utilizar tan honestamente como este autor algún día, el
escritor ruso belga Víctor Serge pone nombre a su autobiografía.

Narra
gran parte de su vida. Empieza con una somera explicación de su
infancia. Continúa más profusamente con su juventud como militante
anarquista en la Europa Occidental previa a la Revolución Rusa, en
la que llega a conocer y militar con personas de la talla de Salvador
Seguí en Barcelona, para llegar a su regreso a Rusia durante la
revolución. Su incorporación a los bolcheviques y su activa
participación en el proceso revolucionario.Tanto desde el soviet de
Petrogrado como desde su papel en la Komintern.
Serge
no solo estuvo presente como protagonista en uno de los
episodios más emocionantes y trascendentales del siglo XX. Además
lo hizo desde una posición excepcional y nos lo transmitió con la
habilidad de una gran pluma y los análisis de una gran cabeza.
Organizador y testigo en un segundo plano de popularidad, pero en
primera línea de acción. En los espacios y con las personas que
llenaron después, a veces de manera intermitente, los libros de
historia. Aprovechó para dejarnos, desde la integridad, uno de los
documentos más interesantes hasta la fecha de la revolución
soviética y de su posterior marchitamiento.
Victor
jamás dejó de tener un pensamiento independiente y crítico.
Siempre mantuvo un ligero toque libertario en su manera de ver lo que
estaba sucediendo. Esto hizo que estuviese siempre solo dentro de un
partido infectado del mal de las facciones y las tendencias y que
fuese considerado injustamente de trotskista sin serlo. Líder al que
respetaba pero con el que se había enfrentado en diversas ocasiones
por diferencias de criterio.
Una
prueba de su reconocida decencia es el hecho de que fue el único
miembro de la dirigencia bolchevique al que se le permitió ir en el
cortejo funerario de Kropotkin, rodeado de antiguos compañeros,
excarcelados para la ocasión, muchos de los cuales ya nunca
volverían a pisar las calles.
Impresiona
el relato que hace de ese entierro, en primera persona. Desde el
interior de una manifestación acosada por la Checa,a la sazón
dirigida por su camarada Dzerzhinsky.
Y cómo lo enlaza con otro entierro, muy parecido, al que acudirá
siete años después desde el mismo sitio en las exequias, pero ya
sin la protección de su amigo polaco.
Como
esta, páginas y páginas de mirada reflexiva puesta sobre el
lento proceso que convirtió un crisol de tendencias y sensibilidades
socialistas en un mausoleo de sometimiento y horror, en el que hasta
la creatividad artística fue perseguida cuando no encajaba en los
moldes de las necesidades del líder.
Un
proceso de esclerotización que no casualmente se repitió después,
en mayor o menor medida, en todas las revoluciones posteriores. Y,
también, en todas las revoluciones que no llegaron a ser.
Este
libro nos permite reconocer, en sucesos con un siglo de antigüedad,
las mismas dinámicas y las mismas formas de hacer política que
tenemos hoy en día, por desgracia, en casi todas las familias que
dicen luchar por una sociedad sin clases. Sin opresores ni
oprimidos.
Una
forma de hacer política que confunde la lealtad con la obediencia.
El discurso con la consigna. Lo importante con lo urgente. Y que a
base de aceptar el mal menor y de hacer de la necesidad virtud ha
perdido el alma y se consuela a sí misma con el mantra de que los
otros son peores. Una forma de hacer política que ha
renunciado a eso, llamado ética, que no es más que la adecuación
coherente entre los medios y los fines. Que ha hecho suya la máxima
de que el fín justifica los medios.
Todo
esto nos lo describe Serge en escenarios que van desde el miedo
helado en la San Petersburgo asediada por los blancos, hasta las
hambrunas bajo el insoportable sol kazajo.
Un
libro, para terminar, que va de menos a más. Sencillo y cercano que,
en el peor de los casos, dotará de humanidad ante nosotros a decenas
de nombres aupados a la leyenda. Seguro que hará que entendamos más
profundamente dónde y cómo nacieron nuestros lastres de hoy. Y en
el mejor de los casos nos ayudará a no repetir errores y probar
nuevos caminos en el presente.
Eso
último solo está en nuestras manos.
sábado, 6 de julio de 2019
Una noche cualquiera
Este cuento corto lo escribí para el primer concurso de relatos que organizaba la sección de Metro del sindicato Solidaridad Obrera. Nunca lo presenté a concurso, por combinación de miedo y vergüenza, y aunque sospecho que dentro de ese certamen ha debido ser un tema muy manido he querido rescatarlo para mi blog.
Aclaro que, en su momento y hablo de memoria, las dos condiciones principales eran que no debía extenderse más allá de las trescientas palabras y debía de estar relacionado con, o tener lugar en las instalaciones de metro. Las que fuesen. Ahí os lo dejo.
Una noche cualquiera
Ramiro dejó escapar aquel tren, aún era la una y cuarto, por lo que
podía permitirse esperar al siguiente, no tenía prisa ninguna. Alguna
ventaja tenía que tener el paro, pensó con ironía.
Caminó lentamente hasta un banco al final del anden, se hurgó en la
chaqueta, sacó su paquete de Ducados y se encendió uno.
Estiró las piernas, apoyó la cabeza en la pared y con la mirada
perdida dejó volar su mente disfrutando de la que, a su juicio, era la
mejor hora para viajar en metro.
Evocó el suburbano de su infancia. El que no pasaba de Portazgo ni
Esperanza. Aquel metro que le facilitó su primer contacto con la lucha
de clases cuando se pasó tres meses yendo a pié al colegio por una
huelga. Aquel en que te asabas en verano y te mojabas en invierno por
que llovía en los pasillos. Aquel metro en que la gente era menos
agresiva y hasta se podía ligar de vez en cuando.
Entonces recordó aquella noche, sería sábado, que se sentó justo
delante de una joven de su edad. Se miraron a los ojos mutuamente y así
se quedaron. Mirándose. Estación tras estación hasta que justo una antes
de la suya ella se levantó sin dejar de mirarle a los ojos y salió del
vagón, recordó como el giró la cabeza mientras sonaba el silbato y
siguieron mirándose hasta que le engulló la oscuridad del túnel...
Disculpe pero está prohibido fumar en toda la red de metro, le
espetó una fría voz, sacándole de sus recuerdos
Miró hacía arriba y vio dos uniformes color pistacho que le
flanqueaban. Tras ver sus ojos rojos estuvo a punto de preguntar si en
la red de metro no estaba prohibido el consumo de farlopa para llegar
despierto al fin de turno, pero rechazó la idea porque dadas las
circunstancias era una batalla perdida.
Se levantó, apago el cigarro y paso el resto de la espera contando
las baldosas del suelo del anden.
Cuando llegó su tren subió y, libre de los cancerberos, regreso
a ese metro donde no solo era posible trasladarse, sino ligar, soñar y,
quien lo diría ahora, hasta luchar."
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