Corría el otoño del años dos mil, era domingo, y yo acababa de llegar a casa de trabajar.
Sonó el teléfono y resultó ser un desconocido que se identificaba como periodista de la revista Ardi Beltza (o de su sucesora Kale Gorria). Quería que escribiese un artículo para el especial anual de su publicación que tendría que salir para navidades. La temática exacta ya no la recuerdo, pero en mi condición de militante de un colectivo dedicado a la recopilación de información anti fascista por ahí iban los tiros.
Intenté pasarle el marrón a mis compañeros de colectivo pero ya todos habían declinado y me habían señalado como el más adecuado para escribir lo que nos pedían.
Supongo que fueron una combinación de ego y disciplina militante las que me hicieron aceptar el encargo para descubrir, nada más dar el si, de que querían poco más de tres mil caracteres y que los necesitaban antes de las diez de la mañana del día siguiente.
Hoy hubiera actuado de otra forma. Es más, años más tarde el mismo sujeto me llamó, sin recordar quién era yo, con otro marrón semejante y me negué en rotundo.
El caso es que, nada más colgar, me puse manos a la obra. Eran casi las once de la noche. Terminé a las dos de la mañana. Sin poder corregirlo, ni casi contrastarlo con amigos o compañeros, lo envié por fax desde la agencia UPA, allí donde unos locos con pocos medios y muchas ganas se empeñaban en hacer contra información en los tiempos en que Internet apenas empezaba a despuntar para los vulgares mortales.
Se me fue la mano y les mandé veinte mil caracteres firmados con un nombre que no era el mío y que le había tomado prestado a un joven asesinado por un facha en Alicante en los años setenta y que recibió, como era lo habitual, poca justicia.
Cuando llegó el volumen que incluía mis lineas a Traficantes de Sueños, aún en la calle Hortaleza, yo me mordía las uñas de la emoción, para que negarlo.
Entendí que dado lo extenso de mi trabajo lo recortaran, si bien podrían haber tratado de consensuar un poco los tijeretazos. Lo que me sentó a cuerno quemado es que cambiaran el seudónimo por miedo a que la familia del finado, pasados los años y con las tendencias políticas del momento, nos denunciase.
Hace un par de semanas me encontré el original, manuscrito en hojas de examen de la facultad de historia de la Complutense, mientras escarbaba entre papeles viejos.
He decidido subirlo aquí tal y como lo escribí entonces, solo haciendo una pequeña e incompleta corrección de estilo que aquella noche no pude permitirme. Básicamente he quitado redundancias. El resto lo dejo como lo expresé. Algunas cosas hoy no las veo igual, otras si.
En cualquier caso me ha parecido curioso, y quizá os lo parezca a ustedes, como veía yo, como escribía yo, en que andábamos ya, o no, ustedes y yo hace diecinueve años.
En cualquier caso pido disculpas por las erratas, nunca por la juventud e inexperiencia mía de aquel entonces.
Un abrazo
La fasciscitación del estado español. Instituciones y sociedad
1. Introducción :
Cuando hablamos del fascismo en España y nos planteamos si nuestra sociedad es fértil caldo de cultivo para las ideologías totalitarias es fácil caer, sobre todo si se peca de simplismo, en la tentación de pensar que los pueblos que habitan el estado español no solo no tienen una mentalidad cercana al fascismo si no más aún, una mentalidad bastante progresista. Nada más lejos de la realidad.
Lo primero que debemos recordar es la historia. Y la historia del pueblo español cuenta (o no, según quien la escriba) que hasta hace solo 25 años (44 ahora que rescato el texto) gobernó un individuo que se había hecho con el poder de manera definitiva a nivel territorial en 1939, tras una sangrienta guerra encaminada a instaurar un régimen fascista. Objetivo para el cual exterminó a cientos de miles de españoles, obligo al exilio a otros cientos de miles y sumió en el terror absoluto, durante las décadas que duró su gobierno, al resto.
Si hago esta retrospectiva histórica es porque pienso que lo primero que hay que entender para analizar si esta sociedad es fácil presa para las alternativas fascistas es que todas las personas mayores de treinta o treinta y cinco años se han criado en una dictadura militar y han padecido sus sistema educativo y sus valores siendo muy poca la gente que tuvo la opción de educarse de manera diferente.
Esta falta de tradición democrática de generaciones de españoles es necesaria para comprender los sucesos que tendrán lugar más adelante y que hoy en día se dan ya de manera mucho más descarada.
La primera consecuencia de esta falta de cultura democrática (de la falta de cultura revolucionaria ni hablamos) tendrá lugar durante la mal llamada “transición democrática” donde casi todos los grupúsculos surgidos como hongos en primavera tras un breve sarampión se lanzaron a copar puestos en organizaciones con renombre. Por su parte, salvo excepciones, los centenares de miles de trabajadores que en los últimos años de la dictadura, que coincidió con la crisis del petróleo, optaron por comprarse la moto de la “reforma”. Pienso que su opción fue desde esa educación recibida, tradicional, en el miedo miedo a las rupturas.
Este modelo transicional fue hasta tal punto un éxito que muchas dictaduras que se vieron obligadas a desaparecer por las presiones internacionales afirmaban que querían un modelo de transición a la española.
Así, a partir del 78, de lo que se trata es de lograr que una sociedad conservadora, con algún barniz progresista, acepté una continuidad en el modelo de fondo y creyéndose de izquierdas acepte legislaciones de corte cripto fascista. Más de veinte años después se puede decir que el circulo se ha cerrado con un grado de éxito importante.
2. Situación actual :
El sistema capitalista aprendió a lo largo de la guerra fría que es mucho más fácil y cómodo mantener al pueblo de los distintos países controlados por medio de ficciones democráticas que bajo las botas de las dictaduras militares, sin necesidad de cambiar por ello ni el fondo económico, ni muchas de las leyes, pudiendo llegar a ejercer la represión de manera más profunda y contundente llegado el caso. Evidentemente con las peculiaridades propias de cada país.
En el caso español, una vez más, la educación es uno de los pilares básicos. Educación que podríamos dividir en educación docente y educación cotidiana. La primera sería la impartida en los centros educativos y la segunda la que se da de manera propagandística por todos los medios propagandísticos posibles (medios de comunicación, música, cine, literatura....).
El modelo educativo cada vez más nos forma de manera uniformada, una visión del mundo desde un único punto de vista y sin capacidad de pensamiento crítico o interés por investigar más allá de lo permitido.
Así podemos percibir en la misma academia ese descarado afán ideologizador en temas tan evidentes como la unidad de España en la eternidad. A día de hoy se sigue hablando en las universidades de la España romana, la Reconquista de España, etc. Hasta el punto de que mientras que de más de ocho siglos de presencia musulmana solo podemos recordar dos califas y un general la lista de reyes o nobles cristianos en ese mismo periodo es bastante más larga. Por no hablar de que sus hechos son narrados como gestas heroicas y de liberación.
Paradojicamente, la expansión imperialista a partir del siglo XV, no es
interpretada como tal. Se transmite como un encuentro entre culturas,
con sus errores, pero inevitable y positiva. Es más, se tiene a bien
simplificar los procesos y llevarlos al maniqueísmo comparando la
expansión castellana, a los ojos españoles, humana y mestiza con la
anglosajona que sería de tipo genocidio.
Desde los centros educativos, salvo excepciones, se mantendría esa visión imperial de la historia que se cultivo en los tiempo de la dictadura, empeñada más en crear una mística gloriosa que en describir un proceso colonizador analizando sus causas, formas y consecuencias.
Todos los fascismos inventan un pasado unificado, a ser posible heroico, que una a la comunidad en la que someten. Todos los fascismos buscan un imperio que crear con el que desviar las tensiones de clase permitiendo a sus explotados estratificarse y tener a su vez alguien por debajo a quien putear. España es una, España es grande y desde el setenta y ocho, nos cuentan, España es libre.
Más allá del pasado glorioso y la unidad territorial están la constitución y el ejercito. Esa constitución de la que se nos recitan cuatro artículos escogidos para que nos parezca maravillosa y un ejercito que ha pasado de ser una de las instituciones más desprestigiadas a ir escalando puestos gracias a millones en publicidad y lavados de cara a través de la difusión de sus “misiones humanitarias”, generando entre los más jóvenes la falsa sensación de la necesidad de los ejércitos para estas labores.
Por último se enseña a los jóvenes a ser competitivos e individualistas. S la carrera por el éxito en la que la solidaridad queda como algo profesionalizado y gestionado por entidades casi siempre ajenas a la población. Además ésta solidaridad queda restringida a ser ejercida de manera indirecta, desde la tercera persona, no de manera directa. Paga un kilo de arroz, apadrina un niño, manda un SMS.... Quedan fuera la interacción y el trabajo de base tipo instituto-barrio, estudiantes-trabajadores etc.
En lo que a la educación no reglada, la de los medios de comunicación, nos encontramos con una función disciplinadora con escasos espacios para el pensamiento independiente y los que se dan, lo son de manera controlada. Su función, dar a conocer lo que se quiere desde el poder, cuando y como este quiere, a toque de silbato. Invisibilizando luchas sociales y conflictos aquí y bombardeándonos con lo mal que se vive en otros sitios, por ejemplo.
También tienen un papel movilizador o desmovilizador, según interese. Un ejemplo de lo primero sería las movilizaciones tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco y de lo segundo las huelgas de camioneros de hacer tres años que se desinflaron cuando la televisión anunció en los telediarios que se había desconvocado pese a que ellos no lo habían decidido aún. La mentira como propaganda convertida en verdad al más puro estilo de Goebbles.
La represión directa, por su parte, también comienza a adquirir cotas que muchos hubieran pensado imposibles hace no mucho.
Por un lado la cárcel como centro de exterminio, científicamente probado, en los que se destruye a las personas sin necesidad de matarles. Cambiando cámaras de gas por drogas y SIDA y, llegado el caso, el tiro de gracia por el suicidio en la celda. Viejos métodos hoy más sutiles.
Por otro, la policía, que poco ha cambiado desde la dictadura más allá de la modernización en los aspectos técnicos y que junto a los servicios de inteligencia acapara una gran cantidad de información totalmente fuera del control ciudadano en manos de cuadros formados en la dictadura o por quienes se formaron en esa dictadura.
La relación de la policía, de muchos de sus miembros, con el fascismo militante es directa y evidente. Desde unidades de antidisturbios que lucen en sus cascos simbología de grupos como bases autónomas hasta la participación en acciones de comando como los asesinatos de Lucrecia Pérez (13/11/1993) o el del diputado Josu Muguruza (20/11/1989). Además en los órganos de expresión de los grupos fascistas es habitual el llamamiento al entrismo en las Fuerzas de Orden Público.
En el aspecto legal se esta produciendo un endurecimiento de las leyes encaminado a perseguir cualquier acto o movimiento considerado subversivo desde el poder. Reformas acompañadas de golpes y montajes jurídicos y policiales como fueron el cierre del diario Egin o la reciente detención de toda la dirección de Ekin. Sobre el cierre del periódico ya ha quedado claro que se hizo sin pruebas y sobre el segundo solo se han dado explicaciones vagas pero ninguna contrastada de manera contundente.
Se trata de ataques descarados contra cualquier oposición al statu quo y no se corresponden con lo que se espera de un estado de derecho como aquel que se supone en que vivimos, fruto de las revoluciones liberales contra el antiguo régimen, si no que más bien se corresponden con actitudes propias de estados autoritarios. Donde no existe la democracia y el poder es ejercido de forma total por el estado.
Estos ataques no se ceban exclusivamente con la izquierda independentista vasca. Estos atropellos los sufren principalmente, y de manera más virulenta si cabe, los trabajadores extranjeros en nuestro país y los pobres en general. Con la diferencia de que los migrantes y los marinados sociales carecen de un movimiento fuerte con los que enfrentar al estado.
Precisamente estos colectivos son victimas de otra práctica de control y extorsión social muy aplicada y generalmente muy exitosa, que es la aplicada por los servicios sociales de barrio y sus ejecutores directos. Los trabajadores sociales.
En los barrios conflictivos el trabajador social se documenta acerca de cada familia, husmea en cada domicilio, y realiza informes que van directamente a los archivos de cada organismo oficial hasta que su uso sea necesario. Pero además, en última instancia, es el trabajador social quien tiene el poder de decidir que familias reciben, y cuales no, las ayudas. En los momentos de crisis, cuando las ayudas son más necesarias, las condiciones para recibirlas se endurecen y exigen una sumisión tremenda por parte de los receptores, de tal forma que quien obedezca tendrá ayudas y quien se muestre rebeldes, no.
Los pobres rebeldes van a la cárcel, no reciben ayudas y llegado el caso, por orden judicial, pueden ser separados de sus hijos si su hogar no se considera adecuado para educar correctamente a los niños.
Dado que el estado es quien tiene la potestad última en esta situación y que aunque , a día de hoy, solo interviene en lo que se conoce como familias desetructuradas la infraestructura está preparada para cuando se deba incluir en esa categoría a familias por motivos ideológicos. Los trabajadores sociales, en cada momento, son fruto de su época y esto puede incluso darse sin órdenes expresas de las administraciones.
Más allá de cada trabajador social por separado, que sería la primera linea como ya hemos dicho, y aunque los resultados iniciales no fueran negativos no podemos olvidar que esos informes, todos esos datos, van a los archivos del estado y están fuera de nuestro alcance. Un ejemplo del riesgo. Cuando en 1933 los nazis se hicieron con el gobierno en Alemania los uniformes de los trabajadores sociales, redactados a lo largo de la República de Weimar, y que contenían datos como ayudas, hurtos, impagos en el autobús, etc fueron utilizados por el estado nacional socialista como fuente de datos principal para decidir quienes iban a los campos de concentración o eran merecedores de las esterilizaciones forzosas.
3. Derechización de la sociedad:
A la par que se producía la fasciscitación de los aparatos del estado se ha producido el proceso de Derechización social que ha hecho posible este camino sin apenas tensiones sociales.
Este proceso no ha sido espontaneo y para acelerarlo el sistema ha utilizado el viejo, pero eficaz, sistema de creación de enemigos internos y externos. En mi opinión cada uno de ellos con objetivos distinto de cara a las adhesiones que pretende.
El enemigo interno cuyo objetivo era el silencio y la connivencia del pensamiento progresista, izquierdoso y cultureta, que todavía se ve a si mismo en el eje de la izquierda, ha sido sin duda el Movimiento de Liberación Nacional Vasco.
El MLNV, más allá de que no comparto sus estrategias, se ha convertido en el monstruo, magnificado, presentado a la sociedad española como un peligroso enemigo que pone, por si mismo, en riesgo nuestro sistema democrático. Ha sido usado como punta de lanza en la propaganda para asimilar que la violencia, desde la oposición, es inaceptable. Y que solo son validas las reivindicaciones si se hacen desde la tolerancia y la no violencia.
Este mantra desde el poder ha sido masticado por artistas e intelectuales supuestamente de izquierdas y anti franquistas a fin de que aquellos a quienes iba dirigida, principalmente la clase media progre, la digirieran mejor. Este aparataje mediático, masivo, ha permitido que se aprueben sin apenas oposición medidas legales, en teoría, solo para los vascos terroristas, pero que ya sufriremos el resto de la sociedad llegado el momento.
En cuanto al enemigo exterior, la inmigración, es también magnificado por los voceros del sistema con el fin de que traguemos con carros y carretas. En este caso el objetivo a rendir con este enemigo es el de una inculta y des concienciada clase obrera que se ve amenazada por la marea negra que, gracias a los telediarios, vemos que viene a invadirnos y quitarnos el trabajo.
El resultado es que una sociedad que hace veinte años no se consideraba racista, aunque lo fuese, ahora ve al emigrante como un competidor y un enemigo causante de su precariedad o paro. Ese racismo actuá ya de manera organizada no solo en explosiones espectaculares como la de El Ejido. También otras muchas zonas están siendo ya testigos de ataques xenófobos y racistas ( La vega baja del Segura en Alicante, Tarrasa, etc.)
Hoy por hoy, tras el breve repaso que hemos hecho al panorama que tenemos, pienso que nos encontramos en un momento crítico en que cabe reconocer que el estado y el capital han jugado muy bien sus cartas.
Tendremos que reflexionar seriamente cara la futuro ya que nuestra sociedad es cada vez menos permeable a nuestro discurso. El tiempo juega en nuestra contra y si nos descuidamos será demasiado tarde.
Miquel Grau
Madrid, 16/10/2000
Blog de reflexión personal con patente de corso para pensamientos serios, idas de olla y faltas de ortografía
miércoles, 14 de agosto de 2019
martes, 6 de agosto de 2019
La izquierda y el Síndrome de Estocolmo

Allí, mientras meneábamos el bigote y yo me esparcía felizmente en posición casi horizontal por un sofá que perfectamente podía haber sido rescatado de un lupanar victoriano, se abordaron los temas cotidianos de conversación. Amistades comunes, situación laboral y estado actual de nuestras vidas amorosas. Más concretamente las suyas que si bien resultan menos pintorescas que la mía son bastante más sanas.
A punto estaba de pensar que sería capaz de controlarme evitando los postres cuando nuestro anfitrión sacó el tema de la política profesionalizada y el municipalismo.
En un primer momento traté de mantenerme al margen de la conversación buscando entre los cojines algún tipo de puerta dimensional que me llevara, cual calcetín en la lavadora, a un mundo de fantasía plagado de unicornios y sin reuniones de la comunidad de propietarios. Pero lejos de eso la magia, mientras avanzaba la conversación que yo no quería escuchar, se tornó contra mi convirtiendo los cojines en una especie de cama de faquir y acabé erguido e incomodo.
Había un consenso generalizado en la mesa. Solo eramos tres cuerpos, lo que no significa que no pudiese haber más sensibilidades, y coincidíamos en que no solo había sido un fracaso estrepitoso y previsible; además estábamos de acuerdo en que no parece que nadie vaya a hacer auto crítica, valoraciones serias ni asumir responsabilidades. A mi, que ya llegaba tocado por asuntos personales, terminaron de joderme la tarde y acabe comiéndome un calzonne relleno de chocolate fundido a medias con el desaprensivo que había sacado el asunto. La fémina del grupo, en su condición de vegana, declinó sumarse a la orgía de azúcar saturado al resultar evidente que era chocolate con leche.
La reflexión que me dejó rumiante, de nuevo y entre las muchas que hicimos, fue la de que ni siquiera son conscientes de que el trato que les hemos profesado, a quienes han decidido hacer de la política una profesión, ha sido y es exquisito y consecuencia única y exclusivamente del cariño y del pasado común. Una deferencia que no se tiene con el resto de partidos.
En 1973, en la ciudad de Estocolmo, un atraco a un banco que salió mal se transformó en un secuestro de seis días tras el cual algunas de las personas convertidas en rehenes lejos de declarar contra su captor mostraron públicamente una gran simpatía hacia este. Inmediatamente esta sorprendente actitud fue bautizada como “Síndrome de Estocolmo” por un psiquiatra del país escandinavo.
Un año después Patricia Hearst, nieta del magnate Randolph Hearst, inmortalizado en el clásico de Orson Wells titulado Ciudadano Kane, llevaba ese síndrome hasta el límite de lo imaginable al incorporarse a la misma organización armada, El Ejercito Simbiótico de Liberación, que la había secuestrado dos meses antes con el objeto de cobrar un rescate por su persona.
En España, por poner un ejemplo cercano, Antonio María Oriol testificó en la Audiencia Nacional a favor de una mujer acusada de pertenecer al comando de los GRAPO que le tenía secuestrado. Afirmó que no formaba parte de dicho comando y la defendió hasta el punto de que su declaración evitó que fuese condenada. Muchos quisieron ver en esta actitud un caso del mentado síndrome
Los ejemplos, individuales y colectivos, son múltiples con un no reconocido síndrome que se caracteriza, principalmente, por una identificación entre una o varías personas secuestradas con sus captores. Empatía esta que, en ocasiones, puede ir en ambas direcciones.
Una de las mayores tradiciones de la izquierda en los últimos casi doscientos años, desde que los representantes de los partidos socialistas entrasen por primera vez en los parlamentos burgueses, allá por el siglo XIX y se apreciase también por primera vez el distanciamiento que se producía en ese momento con sus bases y hacia sus objetivos, ha sido la de dividirse entre quienes defendían la necesidad de una crítica pública a esos líderes, desde la base y llegado el caso rompiendo con ellos, y los que en cambio optaban por contemporizar y aplicar paños calientes.
La lista de felonías cometidas por los próceres del socialismo internacional dignas de que hubiesen sido defenestrados o abandonados en sus partidos es muy larga. Desde la aprobación de los presupuestos de guerra en 1914, pasando por la dictadura bolchevique, los pactos de Munich, las purgas... hasta lo que se está viviendo ahora en Nicaragua o los inevitables giros del que hasta antes de ayer fuese icono de progres y partidos del cambio, el ex presidente de Grecia, Alexis Tsipras.
En el interior de nuestras fronteras el PSOE, un valor seguro en lo que a defraudar expectativas se refiere, ya se lució colaborando con la dictadura de Primo de Rivera y con una dirigencia que, durante la segunda república, era incapaz de ponerse seria ni tan siquiera cuando eran sus propias bases las diezmadas por la represión estatal. Tradición que no traicionó pasada la dictadura y que ha mantenido hasta hoy.
El PCE y CCOO obreras ya en los años setenta y principios de los años ochenta demostraron su férrea voluntad de ser un partido de orden renunciando a la bandera republicana, aceptando la monarquía y firmando los Pactos de la Moncloa, entre otras muchas cosas, mientras aseguraban a sus bases, atónitas, que las concesiones de hoy (ayer) eran la llave que abriría los triunfos del mañana (hoy). Unos triunfos que aún esperan, tristemente, en sus nichos democráticos aquellos que sobrevivieron con suerte y esfuerzo a cuarenta años de oscuridad.
En los últimos años, desde el cacareado 15M, hemos vivido una suerte de proceso express, líquido diría el difunto Bauman, de lo que fue la transición de los años setenta . En nuestra caricatura de refundación del régimen una serie de personas y personajes, algunos con una tradición militante previa y otros no, de la noche a la mañana, trataron de convencer a la escuálida izquierda militante y a su potencial base social, de que había llegado el momento de tomar el estado al salto y de que ellos eran los mejor preparados para hacerlo.
Si bien a escala estatal la decepción ha sido más bien simbólica, personificada en el secretario general de un partido que se ha convertido en su propio guiñol, ya que no han llegado de momento a formar parte de un gobierno, la presencia de representantes de la mal llamada nueva política en equipos y coaliciones de gobierno a nivel municipal y autonómico, con las decepciones que llevan aparejadas, si ha sido un hecho. Siendo sus dos máximos exponentes Ahora Madrid y el consistorio encabezado por Ada Colau.
En cuatro años de carmenismo no han cesado las persecuciones de la policía municipal a los migrantes, solo se han recuperado para la gestión pública servicios de poco calado y de manera marginal, los contratos vencidos de limpieza se han concedido a una empresa de Carlos Slim y se ha firmado la operación Berrocales, un Frankestein urbanístico que bien podría haberse hecho un hueco en las novelas del difunto Rafael Chirbes. Una vez más, por citar solo de pasada, algunos de los casos más exagerados.
Es sintomático que una corporación que pretende identificarse con la izquierda esgrima como gran arma electoral la reducción de la deuda. Es decir aceptar todos los parametros del sistema económico liberal hegemónico y presumir de ser mejores capitalistas. De reducir mejor los gastos, de ser mejores no invirtiendo en lo social y no molestando a los amos. Peor aún incluso, por patética, es la situación de sus escindidos que afirman irse (casualmente dos meses antes de las elecciones y cuando ya se sabe que no cuentan con ellos) por ser verdaderos revolucionarios y, al mismo tiempo, patalean reivindicando que el único éxito del consistorio, el antes mencionado milagro de la deuda reducida, fue gracias a uno de sus díscolos ediles y no a las huestes de Manuela. Es su peculiar gato de Schrödinguer que les permite ser al mismo tiempo los que dinamiten el sistema capitalista por dentro al tiempo que lo salvan librandolo de la corrupción y los gastos superfluos.
Y ante este panorama, la izquierda, los que votan, los que militan, los que se manifiestan y los que simpatizan se quedan rehenes de una gente que, después de haber prometido el cielo y haber dado solo migajas, nos pide una vez más paciencia. Cambiando la ilusión por el miedo en los discursos y asegurando que los otros, la derecha orgullosa de serlo, es peor.
La excusa, envuelta de argumento con un poso de verdad menor cuanto más permanecen esos ínclitos prohombres en puesto representativos, que por desgracia una vez más sirve para mantener presa a una gran parte de la gente que sueña con un mundo mejor entre dos grupos, polícia y secuestradores, a los que solo les interesamos en tanto en cuanto les sigamos siendo útiles para sus objetivos particulares en sus tiras y aflojas.
En lo que a mi respecta pienso que la única forma de construir un mundo mejor, no solo para el futuro, también para el día a día cotidiano, pasa por superar esa mentira que el sistema nos ha metido hasta el corvejón. Aceptar y creernos que vivimos en un mundo con más de dos colores, no binario, en que existen muchas otras formas de construir y apostar, de una vez por todas, por estructuras que acepten el desafío de ser un contra poder al servicio del pueblo y no un trampolín del que algunos puedan servirse para integrarse en el engranaje del poder y del sistema.
Y uno de los primeros pasos para eso es sacudirse el miedo, denunciar el espejismo de su obra de teatro, y cortar los lazos con los que nos usan como peones en un tablero de ajedrez. Sea cual sea la bandera que agitan. Y por mucho que, en el pasado, fuésemos juntos a las mismas manifestaciones, sudásemos en los mismos conciertos o nos intercambiásemos los hielos de boca en boca en las mismas okupas.
Como dijo cierto general en una ocasión “Estamos en guerra, por Dios, tendremos que ofender a alguien”.
martes, 30 de julio de 2019
Shaft en África
Desde que decidí revitalizar mi blog hace un par de meses me he venido planteando que quiero que tenga una sección dedicada al cine. Una de mis grandes pasiones.
Igual que me pasa con los libros esta sección puedo explotarla tanto desde el punto de vista de las novedades, como teniendo un hueco para obras poco o nada novedosas pero no por ello menos importantes, la sección esa que bautice como “Gran Reserva”.
Claro, como no podía ser de otro modo dada mi personalidad, a que película dedicarle mi primera entrada cinefila me ha tenido dudando estos dos últimos meses.
El otro día, en el pueblo, entregado a una vida aislada y cultureta; devorando libros y cine sin prejuicios de ningún tipo me vi, de casualidad, Black Panther, la adaptación para la gran pantalla del clásico de Marvel.
He de decir que, reconozco no haber leído los cómics, me gustó bastante y la vote muy positivamente en mi cuenta de filmaffinity. Sus puntos débiles son, sin duda, un guión demasiado lineal y, para mi gusto, un punto ingenuo. Por lo demás agradecí que por fin el epicentro de la historia y sus protagonistas no estuviese ni en los Estados Unidos ni en ninguno de los países del centro económico del capital. Y que sus protagonistas fuesen mayoritariamente africanos y africanas perfectamente capaces de salvarse a sí mismos y, de paso, al mundo. Toda una novedad.
La película me gustó mucho pero no me dio para una reseña. Sin embargo sirvió para que en mi inconsciente los mecanismos empezasen a operar y de uno de los baúles de la memoria saliese del recuerdo de otra posible candidata.
Dos días más tarde, algo reticente después de haber leído el libro y haberme quedado frío con el, me atreví con la de Infiltrado en el KKK. Me sorprendió gratamente como Spike Lee supera el informe policial, elevado al rango de insulso libro por el policía afroamericano Ron Stallworth, y logra no solo hacer una trama algo más compleja que la realmente describe el "infiltrado". Además le suma un argumento paralelo que sirve para dar fondo y voz a una realidad, la de aquellos años, mucho más compleja que lo que nos muestra el funcionario policial en su libro.
Si bien esta cinta me dio más de lo que esperaba, como sucedió con la anterior, no me animaba tampoco a escribir sobre ella pero removió del todo el archivo y me dio la pista definitiva de por donde quería ir. Ayudado de manera incuestionable por una de las conversaciones que tienen los dos protagonistas del filme de Lee.
En los tiempos de los videoclub, durante los ochenta, mi padre recién divorciado tenía como plan estrella (en realidad casi era su único plan), para las tardes de los martes y de los jueves que era cuando me tocaba estar con el, alquilar dos o tres películas y empezar la sesión una vez que acabásemos los deberes. En aquella época de mi infancia vi cientos de películas de las que solo recuerdo breves fragmentos y que no soy capaz de reconocer ni poner nombre hasta que vuelvo a verlas y encajo esa pieza que yo tenía en mi desván de imágenes.
Hará unos diez años, paseando por la sección de cine de una gran superficie, actividad que me encantaba porque, entre otras cosas, busco películas en las que puedan encajar esas piezas perdidas en mi disco duro, y odio descargar cine por Internet, me encontré con copias de las tres películas de Shaft. A saber. Las noches rojas de Harlem, Shaft vuelve a Harlem y Shaft en África. La única cuyo titulo en España no fue mancillado, como suele ser habitual, por quienes los traducen.
Puede que algún día averigüemos si esta macabra costumbre se debe a unos deseos poéticos de juventud frustrados y sublimados aprovechando un oficio poco reconocido. Al exceso de drogas durante el desempeño de un trabajo anónimo y alienante; a que se hagan apuestas entre currantes para ver quien inventa la interpretación más hilarante sin ser despedido o incluso que estemos ante una forma de comunicación secreta entre el jefe de una organización subversiva y sus desconocidos subordinados organizados en células sin nexo entre si . El caso es que yo, pese a estar atormentado por todas esas posibilidades, y sus funestas consecuencias, personales y colectivas, en caso de que se desvelase la causa, ahogué mi curiosidad en una orgía consumista y me compre una copia de cada uno de los títulos antes mencionados.
La primera Shaft, rodada en 1971, la debí de ver casi recién comprada. Mis conexiones neuronales recordaron esos fogonazos visuales y llegué a la conclusión de que la había visto. No debí de tardar mucho en ver la segunda entrega, que me resultó más de lo mismo y un poco pobre y ya, un poco asustado, me anime con la tercera.
Mis temores ante la tercera entrega, estrenada el mismo año en que Luis Carrero Blanco asistió a misa por última vez, se disiparon en seguida y me sorprendió muy gratamente. No obstante a tenerlo claro desde hace dos semanas, no ha sido hasta que he regresado del pueblo y que le he dado un segundo visionado, esta misma mañana, que me he decidido por escribir acerca de ella.
Salvando las distancias del tiempo, que han hecho que los thrillers de aquella época ahora, envejecidos, puedan parecernos lentos y un poquito pueriles, es un trabajo que no tiene nada que envidiar a películas de su género protagonizados por grandes artistas. Me atrevo a afirmar que esta tercera entrega de las peripecias del personaje encarnado por Richard Roundtree ha sufrido menos desgaste que contemporáneas suyas como El hombre de Mackintosh, dirigida por John Huston y protagonizada por Paul Newman y que está a la altura de la saga de Harry el sucio.
Contratado en ésta ocasión de una manera un tanto particular Shaft viajará a África para investigar una red que, ahí radica la longevidad de la historia, se dedica a traficar con personas enviadas a Europa, clandestinas y sin derechos, para que trabajen en los más duros oficios en condiciones casi de esclavitud.
A lo largo de la película Shaft recorrerá un largo camino que le llevará de Addis Abeba hasta París recorriendo caminos, ciudades y pueblos y esquivando a los esbirros de la red que quiere quitarle de en medio.
Es cierto que, en cuestión de género, la película suspende y mucho. Y me quedo con la duda de cual hubiese sido el resultado si el rodaje hubiese estado a cargo de un director africano o, como mínimo afroamericano, ya que esta es la única de la saga que no dirigió Gordon Parks. Corrió a cargo del director ingles John Guillermin realizador de la famosa El coloso en llamas. Revisando su filmografía esta puede que sea su mejor trabajo.
Como no me gusta hacer spoilers no seguiré contando más y os dejo con una recomendación para una tarde o noche de verano en la que queráis ver un problema actual con los ojos de hace cuarenta y cuatro años, desde una perspectiva de cine comercial, y de una duración bastante asequible. No llega a las dos horas y tiene una banda sonora que, si bien no fue merecedora de un oscar como pasó con la primera de la dinastia, a cargo de Isaac Hayes, no está tampoco nada mal, obra del artista Johnny Pate ( https://www.youtube.com/watch?v=ofuKY8Twen8 ).
Darle una oportunidad que, a las malas, nos dará una excusa para charlar un poco. Inclusopodemos tomar unas cañas.
Igual que me pasa con los libros esta sección puedo explotarla tanto desde el punto de vista de las novedades, como teniendo un hueco para obras poco o nada novedosas pero no por ello menos importantes, la sección esa que bautice como “Gran Reserva”.
Claro, como no podía ser de otro modo dada mi personalidad, a que película dedicarle mi primera entrada cinefila me ha tenido dudando estos dos últimos meses.
El otro día, en el pueblo, entregado a una vida aislada y cultureta; devorando libros y cine sin prejuicios de ningún tipo me vi, de casualidad, Black Panther, la adaptación para la gran pantalla del clásico de Marvel.
He de decir que, reconozco no haber leído los cómics, me gustó bastante y la vote muy positivamente en mi cuenta de filmaffinity. Sus puntos débiles son, sin duda, un guión demasiado lineal y, para mi gusto, un punto ingenuo. Por lo demás agradecí que por fin el epicentro de la historia y sus protagonistas no estuviese ni en los Estados Unidos ni en ninguno de los países del centro económico del capital. Y que sus protagonistas fuesen mayoritariamente africanos y africanas perfectamente capaces de salvarse a sí mismos y, de paso, al mundo. Toda una novedad.
La película me gustó mucho pero no me dio para una reseña. Sin embargo sirvió para que en mi inconsciente los mecanismos empezasen a operar y de uno de los baúles de la memoria saliese del recuerdo de otra posible candidata.
Dos días más tarde, algo reticente después de haber leído el libro y haberme quedado frío con el, me atreví con la de Infiltrado en el KKK. Me sorprendió gratamente como Spike Lee supera el informe policial, elevado al rango de insulso libro por el policía afroamericano Ron Stallworth, y logra no solo hacer una trama algo más compleja que la realmente describe el "infiltrado". Además le suma un argumento paralelo que sirve para dar fondo y voz a una realidad, la de aquellos años, mucho más compleja que lo que nos muestra el funcionario policial en su libro.
Si bien esta cinta me dio más de lo que esperaba, como sucedió con la anterior, no me animaba tampoco a escribir sobre ella pero removió del todo el archivo y me dio la pista definitiva de por donde quería ir. Ayudado de manera incuestionable por una de las conversaciones que tienen los dos protagonistas del filme de Lee.
En los tiempos de los videoclub, durante los ochenta, mi padre recién divorciado tenía como plan estrella (en realidad casi era su único plan), para las tardes de los martes y de los jueves que era cuando me tocaba estar con el, alquilar dos o tres películas y empezar la sesión una vez que acabásemos los deberes. En aquella época de mi infancia vi cientos de películas de las que solo recuerdo breves fragmentos y que no soy capaz de reconocer ni poner nombre hasta que vuelvo a verlas y encajo esa pieza que yo tenía en mi desván de imágenes.
Hará unos diez años, paseando por la sección de cine de una gran superficie, actividad que me encantaba porque, entre otras cosas, busco películas en las que puedan encajar esas piezas perdidas en mi disco duro, y odio descargar cine por Internet, me encontré con copias de las tres películas de Shaft. A saber. Las noches rojas de Harlem, Shaft vuelve a Harlem y Shaft en África. La única cuyo titulo en España no fue mancillado, como suele ser habitual, por quienes los traducen.
Puede que algún día averigüemos si esta macabra costumbre se debe a unos deseos poéticos de juventud frustrados y sublimados aprovechando un oficio poco reconocido. Al exceso de drogas durante el desempeño de un trabajo anónimo y alienante; a que se hagan apuestas entre currantes para ver quien inventa la interpretación más hilarante sin ser despedido o incluso que estemos ante una forma de comunicación secreta entre el jefe de una organización subversiva y sus desconocidos subordinados organizados en células sin nexo entre si . El caso es que yo, pese a estar atormentado por todas esas posibilidades, y sus funestas consecuencias, personales y colectivas, en caso de que se desvelase la causa, ahogué mi curiosidad en una orgía consumista y me compre una copia de cada uno de los títulos antes mencionados.
La primera Shaft, rodada en 1971, la debí de ver casi recién comprada. Mis conexiones neuronales recordaron esos fogonazos visuales y llegué a la conclusión de que la había visto. No debí de tardar mucho en ver la segunda entrega, que me resultó más de lo mismo y un poco pobre y ya, un poco asustado, me anime con la tercera.
Mis temores ante la tercera entrega, estrenada el mismo año en que Luis Carrero Blanco asistió a misa por última vez, se disiparon en seguida y me sorprendió muy gratamente. No obstante a tenerlo claro desde hace dos semanas, no ha sido hasta que he regresado del pueblo y que le he dado un segundo visionado, esta misma mañana, que me he decidido por escribir acerca de ella.
Salvando las distancias del tiempo, que han hecho que los thrillers de aquella época ahora, envejecidos, puedan parecernos lentos y un poquito pueriles, es un trabajo que no tiene nada que envidiar a películas de su género protagonizados por grandes artistas. Me atrevo a afirmar que esta tercera entrega de las peripecias del personaje encarnado por Richard Roundtree ha sufrido menos desgaste que contemporáneas suyas como El hombre de Mackintosh, dirigida por John Huston y protagonizada por Paul Newman y que está a la altura de la saga de Harry el sucio.
Contratado en ésta ocasión de una manera un tanto particular Shaft viajará a África para investigar una red que, ahí radica la longevidad de la historia, se dedica a traficar con personas enviadas a Europa, clandestinas y sin derechos, para que trabajen en los más duros oficios en condiciones casi de esclavitud.
A lo largo de la película Shaft recorrerá un largo camino que le llevará de Addis Abeba hasta París recorriendo caminos, ciudades y pueblos y esquivando a los esbirros de la red que quiere quitarle de en medio.
Es cierto que, en cuestión de género, la película suspende y mucho. Y me quedo con la duda de cual hubiese sido el resultado si el rodaje hubiese estado a cargo de un director africano o, como mínimo afroamericano, ya que esta es la única de la saga que no dirigió Gordon Parks. Corrió a cargo del director ingles John Guillermin realizador de la famosa El coloso en llamas. Revisando su filmografía esta puede que sea su mejor trabajo.
Como no me gusta hacer spoilers no seguiré contando más y os dejo con una recomendación para una tarde o noche de verano en la que queráis ver un problema actual con los ojos de hace cuarenta y cuatro años, desde una perspectiva de cine comercial, y de una duración bastante asequible. No llega a las dos horas y tiene una banda sonora que, si bien no fue merecedora de un oscar como pasó con la primera de la dinastia, a cargo de Isaac Hayes, no está tampoco nada mal, obra del artista Johnny Pate ( https://www.youtube.com/watch?v=ofuKY8Twen8 ).
Darle una oportunidad que, a las malas, nos dará una excusa para charlar un poco. Inclusopodemos tomar unas cañas.
martes, 23 de julio de 2019
El niño de Hollywood
Los hermanos, dos de los tres que son, Martínez D’Abuisson, Juan y Óscar para los amigos; Óscar y Juan para los que además están obsesionados por el orden de llegada, presentaron esta primavera su último trabajo.
Éste libro a cuatro manos, que en España ha sacado la editorial Debate, se llama El niño de Hollywood; Una historia personal de la Mara Salvatrucha.
Óscar y Juan se adentran
de nuevo en el mundo sórdido de las pandillas y las maras.
Digo de nuevo porque, para los que no les conozcáis, Óscar “el periodista” y Juan “el antropólogo” han trabajado bastante estos temas. El menor de los hermanos ya publicó en España, con Pepitas de Calabaza, el libro Ver, oír y callar. Un año con la Mara Salvatrucha.
En cuanto a Oscar lleva años investigando y publicando, tanto en el periódico Elfaro.net como en otros medios, trabajos periodísticos y crónicas sobre este fenómeno social.
A El niño, como pasa con cualquier otro libro, podemos acercarnos desde distintos lugares. Podemos llegar a él desde el interés antropológico; desde la afición a la buena crónica; por un snobismo barato manifestado en una obsesión por los grupos mafiosos y marginales de moda; también desde una suficiencia pedante de quien cree conocer algo de tan complejo asunto; para tratar de entender mejor a algunos de nuestros nuevos vecinos que llegan allende los mares o desde el desconocimiento más absoluto habiendo sido víctimas de un librero perverso o seducidos por la cutre pero efectista portada. Entre otras muchas opciones.
En El niño, a diferencia de lo que pasa con muchos otros libros a los que podemos llegar desde muy diferentes lugares, vamos a encontrar una de esas obras que contienen muchas obras.
Para quienes se queden solo con la primera capa de la cebolla estamos ante una especie de hagiografía inversa centrada en un delincuente sin escrúpulos. Pero El niño es en verdad mucho más que eso. De hecho y para ser sinceros el subtítulo se le queda muy corto.
Este libro, aparentemente escrito de manera ligera, es un relato desgarrador y nada fácil de leer. Me explico. No es ni mucho menos una obra para académicos cargada de esdrújulas y sobreesdrújulas y ornamentada con términos solo aptos para iniciados. Que va.
No es fácil de leer porque, escrito en lenguaje asequible, a ratos coloquial, los autores nos obligan a no bajar la guardia ni un minuto. No es fácil de leer porque, en forma de crónica periodística, los autores han trenzado un riguroso y serio trabajo de análisis crítico sobre el fenómeno de las pandillas. Óscar y Juan no se conforman con seguir la vida de un nadie dando aquí y allá pinceladas de ingenio para hacerla atractiva y comercial.
Se zambullen, esbozan, retroceden y avanzan, con la excusa de su protagonista, en un proceso histórico que hunde sus raíces antiguas hace ya casi dos siglos y tiene sus detonantes en las cuatro últimas décadas. La verdadera miga de éste libro está sin duda ahí. En los datos y los hechos que nos dan el contexto para que la mísera historia de un asesino de pueblo sea merecedora de un libro. En aquello que el lector rápido o despistado podría considerar el Atrezo.
Lo que nos cuentan Juan y Óscar con la excusa de su antihéroe y alrededor de este es, simple y llanamente, como se construyen el caos y un estado fallido. Como se hace para que, con tiempo y esfuerzo, toda una sociedad sea derrotada y destruida. Y, lo más meritorio, como conseguirlo y que parezca además que los responsables son sus segundas mayores víctimas. Los victimarios de a pie. Los esclavos que decididos a no ser los últimos en esta cloaca, a no dejarse avasallar, solo pudieron lograrlo exprimiendo y machacando a los suyos para, simplemente escalar un peldaño.
Este libro, que inevitablemente recuerda y complementa otro de Roberto Valencia que lleva por título Cartas desde Zacatraz, es básico para entender no solo la realidad en pequeñas e ignoradas regiones del mundo, sino también una realidad que ya nos está cayendo encima. Un aviso para navegantes que nos muestra dónde nos llevan las medidas tomadas desde el miedo, la indolencia y la segregación.
Esta descripción que nos brindan los autores no solo es una estampa de lo que queda detrás, en el callejón paralelo a la avenida comercial, del escaparate liberal. Del sálvese quien pueda. Del individualismo capitalista.
Es una visita guiada al basurero de la historia. Sin el glamour de un capítulo de Black Mirror pero mucho más inquietante.
A fin de cuentas este cuento de terror es real. Sucede cada día y ya, “a los del norte”, nos viene pisando los talones.
Éste libro a cuatro manos, que en España ha sacado la editorial Debate, se llama El niño de Hollywood; Una historia personal de la Mara Salvatrucha.
Óscar y Juan se adentran
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Portada de la edición en España |
Digo de nuevo porque, para los que no les conozcáis, Óscar “el periodista” y Juan “el antropólogo” han trabajado bastante estos temas. El menor de los hermanos ya publicó en España, con Pepitas de Calabaza, el libro Ver, oír y callar. Un año con la Mara Salvatrucha.
En cuanto a Oscar lleva años investigando y publicando, tanto en el periódico Elfaro.net como en otros medios, trabajos periodísticos y crónicas sobre este fenómeno social.
A El niño, como pasa con cualquier otro libro, podemos acercarnos desde distintos lugares. Podemos llegar a él desde el interés antropológico; desde la afición a la buena crónica; por un snobismo barato manifestado en una obsesión por los grupos mafiosos y marginales de moda; también desde una suficiencia pedante de quien cree conocer algo de tan complejo asunto; para tratar de entender mejor a algunos de nuestros nuevos vecinos que llegan allende los mares o desde el desconocimiento más absoluto habiendo sido víctimas de un librero perverso o seducidos por la cutre pero efectista portada. Entre otras muchas opciones.
En El niño, a diferencia de lo que pasa con muchos otros libros a los que podemos llegar desde muy diferentes lugares, vamos a encontrar una de esas obras que contienen muchas obras.
Para quienes se queden solo con la primera capa de la cebolla estamos ante una especie de hagiografía inversa centrada en un delincuente sin escrúpulos. Pero El niño es en verdad mucho más que eso. De hecho y para ser sinceros el subtítulo se le queda muy corto.
Este libro, aparentemente escrito de manera ligera, es un relato desgarrador y nada fácil de leer. Me explico. No es ni mucho menos una obra para académicos cargada de esdrújulas y sobreesdrújulas y ornamentada con términos solo aptos para iniciados. Que va.
No es fácil de leer porque, escrito en lenguaje asequible, a ratos coloquial, los autores nos obligan a no bajar la guardia ni un minuto. No es fácil de leer porque, en forma de crónica periodística, los autores han trenzado un riguroso y serio trabajo de análisis crítico sobre el fenómeno de las pandillas. Óscar y Juan no se conforman con seguir la vida de un nadie dando aquí y allá pinceladas de ingenio para hacerla atractiva y comercial.
Se zambullen, esbozan, retroceden y avanzan, con la excusa de su protagonista, en un proceso histórico que hunde sus raíces antiguas hace ya casi dos siglos y tiene sus detonantes en las cuatro últimas décadas. La verdadera miga de éste libro está sin duda ahí. En los datos y los hechos que nos dan el contexto para que la mísera historia de un asesino de pueblo sea merecedora de un libro. En aquello que el lector rápido o despistado podría considerar el Atrezo.
Lo que nos cuentan Juan y Óscar con la excusa de su antihéroe y alrededor de este es, simple y llanamente, como se construyen el caos y un estado fallido. Como se hace para que, con tiempo y esfuerzo, toda una sociedad sea derrotada y destruida. Y, lo más meritorio, como conseguirlo y que parezca además que los responsables son sus segundas mayores víctimas. Los victimarios de a pie. Los esclavos que decididos a no ser los últimos en esta cloaca, a no dejarse avasallar, solo pudieron lograrlo exprimiendo y machacando a los suyos para, simplemente escalar un peldaño.
Este libro, que inevitablemente recuerda y complementa otro de Roberto Valencia que lleva por título Cartas desde Zacatraz, es básico para entender no solo la realidad en pequeñas e ignoradas regiones del mundo, sino también una realidad que ya nos está cayendo encima. Un aviso para navegantes que nos muestra dónde nos llevan las medidas tomadas desde el miedo, la indolencia y la segregación.
Esta descripción que nos brindan los autores no solo es una estampa de lo que queda detrás, en el callejón paralelo a la avenida comercial, del escaparate liberal. Del sálvese quien pueda. Del individualismo capitalista.
Es una visita guiada al basurero de la historia. Sin el glamour de un capítulo de Black Mirror pero mucho más inquietante.
A fin de cuentas este cuento de terror es real. Sucede cada día y ya, “a los del norte”, nos viene pisando los talones.
lunes, 15 de julio de 2019
Loorgo
Despertó
por culpa del dolor de cabeza. Una intensa punzada le hizo regresar
al mundo de los vivos mientras una arcada le subía desde el
estómago. Se giró sobre su lecho de juncos secos y se incorporó
dejando a su espalda la pared de roca.
Vestía
exclusivamente un calzón de tela de saco. Es resto de su cuerpo
permanecía desnudo. Lo prefería así. Hacía ya años que la ropa
le resultaba incómoda para dormir.
Notó
que algo se movía por su pelo. Palpó sus gruesas y largas rastas
negras hasta que lo localizó. Lo cogió con tres dedos y lo observó
detenidamente con la escasa luz que le proporcionaba la hoguera.
Dada
la vuelta, patas arriba, la garrapata de las cuevas no era gran cosa.
Se asemejaba, más que sus primas de exterior, a una especie de
escarabajo, con su exoesqueleto color pardo, como el de las rocas en
las que se ocultaba. Esta en concreto pataleaba torpemente. Parecía
no querer aceptar su destino. Y peleaba, en una posición de
desventaja, por una vida que ya no le pertenecía. Se la puso a la
altura de la cara, la miró un par de veces con un ojo cerrado y la
giró desde distintos ángulos. Esta pequeña diablilla poco
más grande que una manzana no le chuparía más la sangre.
Sin
pensarlo mucho se la metió en la boca. Notó su caparazón
quebrándose entre sus muelas y el sabor de su propia sangre, aún
sin digerir, impregnando su lengua y su paladar. Las garrapatas de
las cuevas recién alimentadas eran un manjar.
La
imagen del forcejeo inútil contra el destino que acababa de
protagonizar le trajo de nuevo a la realidad. Hoy era el gran día y
ese patán de Slish aún no había aparecido. Le llamó con un
bramido y apoyó la rodilla en el suelo de piedra para levantarse. Ya
no era el joven ágil de antaño y las cuatro capas de barriga,
símbolo de su status, dificultaban la maniobra.
Su
ayudante llegó justo cuando jadeante terminaba de ponerse de pie. Se
sentía fatigado y resacoso y eso le lastraba. El escuálido
chambelán traía un enorme barreño con agua fresca del pozo. Estuvo
a punto de volcarlo en dos ocasiones. Apenas levantaba la mirada del
suelo más por no mirar a su amo que por temor a un tropiezo. Le
tenía miedo y eso, a Looorgo, le llenaba de placer.
Slish
depositó, con un gran esfuerzo, el barreño sobre la mesa. El
sumo sacerdote le miró de arriba a abajo. Observó la piel azul
celeste, clara y mortecina, cubierta por trapos grises de suciedad.
La pequeña cabeza calva. Los ojos saltones de color verde. Esa nariz
moqueante. Ese cuello huesudo y desagradable. La patética criatura
se apartó para dejarle hueco pidiendo disculpas por su tardanza.
Mientras se marchaba le pareció que ocultaba, con los harapos,
que ya no se le marcaban los huesos de las costillas.
- ¿No estarás robando comida sabandija?
- No mi amo - contestó, con las orejas gachas, el pequeño sirviente.
Le
asestó un empujón que le estampó contra la pared.
- Soy demasiado bueno contigo alimaña, ya hablaremos mañana cuando todo haya terminado.
Viendo
marchar a su asistente recordó su infancia y como había sido
admitido en las cuevas. Acababa de pasar el tiempo sagrado y los
sacerdotes buscaban nuevos ayudantes. El era muy joven y pequeño
entonces. Poco más que un renacuajo. El más menudo de los que
quedaban de su nidada y un lastre para su familia. Le llevaron a la
plaza y lo expusieron en la tarima de candidatos.
El
nunca antes había visto un sumo sacerdote, ni un sacerdote siquiera.
Solo acólitos.
Quedó
impresionado al ver llegar el séquito. Una docena de sacerdotes,
incluidos los recién ordenados, llegaron con paso lento y cansado.
Arrastraban los pies, apoyando su caminar en cayados, para avanzar
esos cuerpos que a él le parecieron enormes aquél día.
La
multitud agrupada en la plaza dejó un gran espacio para los recién
llegados y empezó la selección. Tal y como mandaba la tradición
los primeros en elegir eran los recién ordenados. Carecían de
esclavos y, en su primer año, podrían llevarse hasta dos. Luego era
el turno de los demás sacerdotes, en función de su rango, empezando
por el gran maestre. Aquellos rechazados como ayudantes tenían el
privilegio de ser llevados a las cocinas del templo, donde eran
incluidos en el menú.
El
fue escogido por los pelos, en penúltimo lugar. Su ama era una
sacerdotisa llamada Morlon que le miró con bastante asco antes de
decidirse. Era comprensible, era puro pellejo y hueso, y siempre tuvo
la convicción de que solo le quería engordar un poco antes de
comérselo. Nunca más vio a su familia.
Antes
de lavarse la cara miró su rostro reflejado en el agua. Los mofletes
generosos. El cabello enmarañado. Sus pequeños ojos negros
perfectamente rodeados de carne y sus dos generosas papadas que
pronto se verían adornadas por los collares ceremoniales, hechos de
dientes y falanges, que le llegaban hasta el ombligo. Hoy era el gran
día.
La
ceremonia comenzaría al caer la noche. Empezaría con el banquete de
los doce. Solo ellos. Comerían y beberían hasta que se agotaran las
existencias y después cada uno se retiraría a su silla ceremonial.
Detrás
de cada silla, impertérrita, estaba la calavera de los doce
sacerdotes más grandes y poderosos de la historia de su pueblo. Y
tras el trono de madera del sumo sacerdote se encontraba la calavera
de Zuleima la gran sacerdotisa. La más famosa entre las famosas. La
leyenda. Acudió al ritual durante veintisiete años y las leyendas
cuentan que llegó a tener tres papadas y una barriga de cinco
pliegues. Que nunca cayó. Ella le protegería.
El
séquito de Morlon no era mucho más seguro que la despensa del
templo. Una docena de esclavos como él luchaban entre sí por
sobrevivir y solo una, llamada Charca, algo mayor le ayudó de forma
sincera. Le enseñó los gustos de su señora, las costumbres del
complejo subterráneo, los territorios y los lugares que no debía
pisar hasta crecer un poco más. Conseguía comida extra que
compartía y, lo más importante, le reveló la forma de reconocer
cuando Morlon estaba enfadada y cómo ocultar con retales de tela su
propio aumento de peso. Esas eran las claves para sobrevivir.
Pasado
el primer año se revelaron los nombres. Charca y Looorgo.
Fue
un par de años después cuando dio el gran salto. Había observado
como a Charca le empezaban a crecer el cuello y el abdomen. Casi
tanto como a sí mismo, que había experimentado un aumento repentino
y considerable de tamaño.
Una
noche cercana al ritual se escurrió hasta la poltrona favorita
de su señora Morlon en el sancta sanctorum del templo . La saboteó
de manera deliberadamente torpe y ocultó las herramientas en el
jergón de otro de los esclavos a punto de convertirse en
acólito.
Todo
se descubrió en la inspección de la mañana y, dado que apenas si
había ocultado unos cambios de los que se pavoneaba, el
infeliz en cuestión fue el primero en ser registrado. Looorgo fingió
pisar sin querer el sayo de Charca mientras el tercer infeliz en
discordia era enviado a las cocinas.. Los ropajes de su amiga,
meticulosamente engarzados, cayeron al suelo y sus carnes crecientes
y piel oscurecida quedaron al descubierto.
Nuestra
señora no pudo ocultar el odio y la gula en su mirada y Charca
se unió al destino del primer eliminado mirando con horror y
tristeza a su amigo. El, ocultando la mirada, sonrió
satisfecho. Como mucho se libera un acólito por sacerdote cada año
y no podría ocultar su crecimiento por más tiempo. Ni siquiera de
la miope de su ama. Charca era pura bondad y falta de
inteligencia. No era digna de sobrevivir. Se relamió pensando que
esa noche probaría su carne.
Se
colocó sus collares y la diadema. Se limpió bien los dientes y se
sacó los restos de comida con la ayuda de un hueso de pollo. Pidió
a sus esclavos que subiesen el trono al altar de su cueva, para poder
revisarla por si mismo.
Comprobó
las maderas y los clavos. Los barnices y los refuerzos. Tentado
estuvo de sentarse para probarla pero era un sacrilegio que de
descubrirse se pagaba con la muerte y el no necesitaba hacer trampas
para mantener el favor de sus dioses.
Había
sido un mes duro. Un mes cargado de agasajos y ceremonias
colectivas donde los presentes culinarios de sus subordinados no
habían dejado de sucederse. Cuatro semanas de auto control, ayunos
en sus aposentos y vómitos a escondidas para que sus enemigos se
confiaran. Resistiendo la tentación de grandes manjares y bebidas
espirituosas y refrescantes. Treinta días fingiendo beber y comer
mucho más de lo que lo estaba haciendo, y enormemente menos de lo
que le gustaría, para que las sabandijas que querían quitarle el
puesto se confiaran y acabáran deglutiendo más que el. Aguantando
al torpe de Slish al que había elegido como ordenanza pese a sus
evidentes limitaciones por saberle hambriento. Por que sabía que le
robaría comida. Hurtos que en caso de debilidad menguarían la
cantidad que el mismo tragaría sin deber hacerlo.
Se
puso la capa de cáñamo y pedrería y pasó revista a sus séquito.
Eligió al esclavo que le pareció más adecuado, el más rollizo,
como ofrenda para la cena. El indigno gusarapo comenzó a llorar y a
pedir clemencia, acusando a otros de estar más gordos y sabrosos.
Tratando de arrancarles las ropas para que viésemos sus panzas
opacas. Era una escena que, en otro momento le hubiese hecho
relamerse, pero no había tiempo que perder pues la ceremonia debía
comenzar.
Ordenó
a dos acólitos que vivían en su parte del complejo que solucionaran
el problema y, uno de ellos, le rompió el espinazo al sentenciado
semoviente con un golpe seco contra su rodilla. Como si fuese un palo
para la hoguera. No era un buen augurio.
Llegaron
al salón principal del templo. Ocuparon los bancos de piedra
bajo la vigilancia silenciosa de los doce cráneos y las doce tronas
vacías que habían recolocado en su lugar los esclavos de los
sacerdotes.
Sonó
un gong y comenzó el último banquete del año.
Los
entrantes estaban compuestos de cangrejos de río en salsa de
tamarindo, ostras vivas, sopa de oruga verde y, por supuesto,
garrapatas de cueva. Su favorito. Los ayudantes de cocina se paseaban
entre los invitados, con ellas chupándoles las sangre, a la
espera de que los sacerdotes las cogiesen vivas y aún calientes.
La
verdura, en ensalada, al horno y con salsas era un manjar perfecto
para preparar los estómagos antes del plato fuerte. Mientras se
sucedían los platos en las grandes rocas pulidas que hacían las
veces de mesas para banquetes iban teniendo lugar los brindis y las
loas a los dioses. Cada sacerdote tenía su turno, entre plato y
plato, para su oración. Once intervenciones por once platos y once
brindis, dejando el último para el gran maestre que sería el
duodécimo. Once actos de hipocresía y adulación llevados a cabo
por once rivales que solo aspiraban a vivir para quitarle el puesto.
El
último plato, la ofrenda más sagrada, eran los esclavos elegidos
los últimos días por sus propios amos para agasajar a los dioses.
Las escrituras eran claras. Todo sacerdote debía sacrificar como
mínimo un esclavo al rito, pero lo habitual era que el último mes
los castigos por indisciplina y las luchas intestinas entre siervos
proporcionasen más oblaciones. Se servían al horno, en su propio
jugo, y acompañados de patatas y zanahorias.
Terminados
los sermones sonó el gong y se hizo el silencio. Se convocó a todos
los esclavos, los de cada prelado y los pertenecientes al templo, que
acudieron a ocupar sus puestos alrededor del gran salón.
Vestidos con sus mandiles sucios de grasa, manchados de sangre, con
huellas de haberse limpiado en ellos, y armados con trinchantes
adquirían una dignidad de la que carecían el resto del año.
Esperaban su momento. Para muchos su único momento.
Looorgo,
siguiendo la tradición, fue el primero en levantarse.
Parsimoniosamente inspeccionó los sillones uno a uno. Los revisaba
con ademán experto siempre después de haber hecho una referencia a
cada una de las calaveras custodias. Cientos de ojos le observaban.
Una
vez hubo considerado la mejor opción, tres puestos a la derecha de
la silla frente a los restos de su respetada Zuleima, se quedó
parado y lo reclamó para sí apoyando su rodilla en el suelo frente
él. Ya quedaba menos para terminar un ritual que le llevaría a
alcanzar en años de sacerdocio a la mismísima matriarca. La
favorita de sus protectores.
Uno
a uno, sus discípulos, fueron repitiendo la operación. Cada vez con
menos opciones donde elegir pero no por ello tomando menos tiempo.
Era una decisión crucial. Con sus pasos lentos, sus ojillos
vidriosos, y sus ornamentos sagrados se iban colocando en las
posiciones elegidas por ellos o simplemente descartadas por el resto.
Una
vez hubieron terminado se giraron todos y, tras elevar la que podría
ser su última plegaria, procedieron a sentarse en sus puestos a la
espera del veredicto de los señores celestiales. Había llegado el
gran momento.
Un
mar de ocelos les escrutaba con la respiración contenida, en
silencio, desde la penumbra. Procedieron a sentarse. Roce de sillas y
crujir de tablas. Looorgo notó como la madera se combaba para
adaptarse a su forma y sostener su peso. Sus cuatro barrigas y
sus casi tres papadas se acomodaron entre los incómodos leños. Todo
el clero se miraba en silencio, contenido, atemorizado.
Tras
un tiempo indeterminado y tenso un chasquido rasgó el silencio. A la
izquierda de su posición, exactamente el sillón pegado al suyo, se
quebró bajo el peso de su ocupante que cayó al suelo patas arriba.
Una mirada de terror incontenible, que solo Looorgo podía ver desde
su privilegiada posición, dominaba un rostro que miraba a izquierda
y derecha buscando una salida imposible. Cientos de voces gritaron al
unísono y sus alaridos, amplificados por el eco de la cueva, sonaron
como el rugido de un dragón. Looorgo se relamió excitado.
Antes
de que los ingratos renacuajos se cobraran su presa dos estruendos
más, amortiguados por los aullidos de la jauría, llevaron a
sus ocupantes al suelo del santuario.
Patas
arriba, casi inmóvil, y preso de sus cuatro pliegues de barriga y
sus hermosas casi tres papadas Lorgo apenas alcanzó a asimilar lo
que acababa de ocurrir. Lo último que vio fue al ingrato de
Slish saltandole encima con una mirada voraz y un tenedor tan grande
como su brazo.
Ya
nunca alcanzaría la fama de Zuleima ni sería el Gran Looorgo.
martes, 9 de julio de 2019
Memorias de un revolucionario
Con
este título tan sugerente, y que a muchos nos hubiera encantado
poder utilizar tan honestamente como este autor algún día, el
escritor ruso belga Víctor Serge pone nombre a su autobiografía.

Narra
gran parte de su vida. Empieza con una somera explicación de su
infancia. Continúa más profusamente con su juventud como militante
anarquista en la Europa Occidental previa a la Revolución Rusa, en
la que llega a conocer y militar con personas de la talla de Salvador
Seguí en Barcelona, para llegar a su regreso a Rusia durante la
revolución. Su incorporación a los bolcheviques y su activa
participación en el proceso revolucionario.Tanto desde el soviet de
Petrogrado como desde su papel en la Komintern.
Serge
no solo estuvo presente como protagonista en uno de los
episodios más emocionantes y trascendentales del siglo XX. Además
lo hizo desde una posición excepcional y nos lo transmitió con la
habilidad de una gran pluma y los análisis de una gran cabeza.
Organizador y testigo en un segundo plano de popularidad, pero en
primera línea de acción. En los espacios y con las personas que
llenaron después, a veces de manera intermitente, los libros de
historia. Aprovechó para dejarnos, desde la integridad, uno de los
documentos más interesantes hasta la fecha de la revolución
soviética y de su posterior marchitamiento.
Victor
jamás dejó de tener un pensamiento independiente y crítico.
Siempre mantuvo un ligero toque libertario en su manera de ver lo que
estaba sucediendo. Esto hizo que estuviese siempre solo dentro de un
partido infectado del mal de las facciones y las tendencias y que
fuese considerado injustamente de trotskista sin serlo. Líder al que
respetaba pero con el que se había enfrentado en diversas ocasiones
por diferencias de criterio.
Una
prueba de su reconocida decencia es el hecho de que fue el único
miembro de la dirigencia bolchevique al que se le permitió ir en el
cortejo funerario de Kropotkin, rodeado de antiguos compañeros,
excarcelados para la ocasión, muchos de los cuales ya nunca
volverían a pisar las calles.
Impresiona
el relato que hace de ese entierro, en primera persona. Desde el
interior de una manifestación acosada por la Checa,a la sazón
dirigida por su camarada Dzerzhinsky.
Y cómo lo enlaza con otro entierro, muy parecido, al que acudirá
siete años después desde el mismo sitio en las exequias, pero ya
sin la protección de su amigo polaco.
Como
esta, páginas y páginas de mirada reflexiva puesta sobre el
lento proceso que convirtió un crisol de tendencias y sensibilidades
socialistas en un mausoleo de sometimiento y horror, en el que hasta
la creatividad artística fue perseguida cuando no encajaba en los
moldes de las necesidades del líder.
Un
proceso de esclerotización que no casualmente se repitió después,
en mayor o menor medida, en todas las revoluciones posteriores. Y,
también, en todas las revoluciones que no llegaron a ser.
Este
libro nos permite reconocer, en sucesos con un siglo de antigüedad,
las mismas dinámicas y las mismas formas de hacer política que
tenemos hoy en día, por desgracia, en casi todas las familias que
dicen luchar por una sociedad sin clases. Sin opresores ni
oprimidos.
Una
forma de hacer política que confunde la lealtad con la obediencia.
El discurso con la consigna. Lo importante con lo urgente. Y que a
base de aceptar el mal menor y de hacer de la necesidad virtud ha
perdido el alma y se consuela a sí misma con el mantra de que los
otros son peores. Una forma de hacer política que ha
renunciado a eso, llamado ética, que no es más que la adecuación
coherente entre los medios y los fines. Que ha hecho suya la máxima
de que el fín justifica los medios.
Todo
esto nos lo describe Serge en escenarios que van desde el miedo
helado en la San Petersburgo asediada por los blancos, hasta las
hambrunas bajo el insoportable sol kazajo.
Un
libro, para terminar, que va de menos a más. Sencillo y cercano que,
en el peor de los casos, dotará de humanidad ante nosotros a decenas
de nombres aupados a la leyenda. Seguro que hará que entendamos más
profundamente dónde y cómo nacieron nuestros lastres de hoy. Y en
el mejor de los casos nos ayudará a no repetir errores y probar
nuevos caminos en el presente.
Eso
último solo está en nuestras manos.
sábado, 6 de julio de 2019
Una noche cualquiera
Este cuento corto lo escribí para el primer concurso de relatos que organizaba la sección de Metro del sindicato Solidaridad Obrera. Nunca lo presenté a concurso, por combinación de miedo y vergüenza, y aunque sospecho que dentro de ese certamen ha debido ser un tema muy manido he querido rescatarlo para mi blog.
Aclaro que, en su momento y hablo de memoria, las dos condiciones principales eran que no debía extenderse más allá de las trescientas palabras y debía de estar relacionado con, o tener lugar en las instalaciones de metro. Las que fuesen. Ahí os lo dejo.
Una noche cualquiera
Ramiro dejó escapar aquel tren, aún era la una y cuarto, por lo que
podía permitirse esperar al siguiente, no tenía prisa ninguna. Alguna
ventaja tenía que tener el paro, pensó con ironía.
Caminó lentamente hasta un banco al final del anden, se hurgó en la
chaqueta, sacó su paquete de Ducados y se encendió uno.
Estiró las piernas, apoyó la cabeza en la pared y con la mirada
perdida dejó volar su mente disfrutando de la que, a su juicio, era la
mejor hora para viajar en metro.
Evocó el suburbano de su infancia. El que no pasaba de Portazgo ni
Esperanza. Aquel metro que le facilitó su primer contacto con la lucha
de clases cuando se pasó tres meses yendo a pié al colegio por una
huelga. Aquel en que te asabas en verano y te mojabas en invierno por
que llovía en los pasillos. Aquel metro en que la gente era menos
agresiva y hasta se podía ligar de vez en cuando.
Entonces recordó aquella noche, sería sábado, que se sentó justo
delante de una joven de su edad. Se miraron a los ojos mutuamente y así
se quedaron. Mirándose. Estación tras estación hasta que justo una antes
de la suya ella se levantó sin dejar de mirarle a los ojos y salió del
vagón, recordó como el giró la cabeza mientras sonaba el silbato y
siguieron mirándose hasta que le engulló la oscuridad del túnel...
Disculpe pero está prohibido fumar en toda la red de metro, le
espetó una fría voz, sacándole de sus recuerdos
Miró hacía arriba y vio dos uniformes color pistacho que le
flanqueaban. Tras ver sus ojos rojos estuvo a punto de preguntar si en
la red de metro no estaba prohibido el consumo de farlopa para llegar
despierto al fin de turno, pero rechazó la idea porque dadas las
circunstancias era una batalla perdida.
Se levantó, apago el cigarro y paso el resto de la espera contando
las baldosas del suelo del anden.
Cuando llegó su tren subió y, libre de los cancerberos, regreso
a ese metro donde no solo era posible trasladarse, sino ligar, soñar y,
quien lo diría ahora, hasta luchar."
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